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Tuvo la sensación de que no estaba hablando del viaje desde San Francisco. Aquella pregunta hizo que se sintiera insegura.

– ¿Por qué? ¿Hice algo memorable antes… eh… de desmayarme? -¿habría vomitado, o algo por el estilo?

– No. Te quedaste muy callada, se te cayó la leche de las manos y después te desmayaste.

– Genial -dijo, y recordó el momento en el que se había despertado-. ¿Cómo llegué al sofá?

La media sonrisa de Mac se transformó en una sonrisa de oreja a oreja.

– Gracias.

¿La había llevado él? ¿Había estado realmente en brazos de Mac y no había estado consciente en ese momento? ¿Podría ser la vida aún más injusta?

– Ah, gracias. Ha sido muy amable por tu parte.

Lo que ella quería saber era si él había disfrutado de aquella experiencia, si había pensado que era algo más que una tarea, si alguna vez ella se le había pasado por la mente en los diez años anteriores. El bajó los peldaños y se sentó. Su muslo estaba muy cerca de los dedos de los pies de Jill, que estaba descalza. Si movía el pie un centímetro, se estarían tocando. Jill comenzó a pasarse el cepillo por el pelo mojado y se tragó un suspiro de frustración. Uno pensaría que debía ser más madura que antes, pero podía equivocarse.

– Así que has vuelto al pueblo -dijo ella, al ver que no se le ocurría un tema de conversación más interesante.

– Justo a la puerta de al lado -dijo él, señalando su casa.

– ¿Con tu hija? -le preguntó Jill, con la esperanza de haber recordado bien.

El buen humor se borró de la expresión de la cara de Mac, y se transformó en tensión y dolor.

– Emily.

– Estoy segura de que se lo pasará muy bien en Los Lobos. Es un lugar estupendo para los niños, sobre todo, en verano -Jill no había comenzado a sufrir las restricciones de la vida en un pueblo pequeño hasta que había entrado en el instituto.

– Eso espero. Hacía tiempo que no la veía. Después del divorcio… -dijo, y se encogió de hombros, lo cual no explicaba demasiado.

– ¿Ha tenido su madre una actitud difícil? -le preguntó ella.

– No. Carly ha sido estupenda. Fue culpa mía. Me alejé durante un tiempo, y eso le hizo daño a Emily. Ella es sólo una niña, y yo debería haberme dado cuenta. Quiero la custodia compartida, pero tengo que ganarme ese privilegio. Eso es lo que voy a intentar este verano.

Cuando se quedó en silencio, Jill tenía más preguntas que respuestas en la cabeza, pero pensó que sería mejor no presionar.

– Espero que las cosas funcionen.

– Yo también. Emily es lo más importante de mi vida -dijo él, y volvió a sonreír-. Tu tía ha accedido a ayudarme a cuidarla durante la jornada de trabajo. ¿Debería pensármelo de nuevo?

– ¿Por lo que dije antes de que no le gustan los niños?

Él asintió.

Jill hizo un gesto negativo.

– No. A mi tía no le gustaba mucho dar clases, pero siempre fue maravillosa cuando yo era niña.

– Es bueno saberlo -dijo él.

– Tu hija ha llegado antes, ¿no? ¿Qué tal ha ido todo?

Mac miró hacia la casa.

– Bien. Carly la ha traído desde Los Angeles y se quedó hasta que fue la hora de acostarse. Yo sólo tuve que quedarme en un segundo plano. El examen de verdad llegará mañana por la mañana.

– La quieres -le dijo Jill-. Y eso cuenta mucho.

– Eso espero.

Jill iba a extenderse en aquel punto pero recordó que su experiencia con los niños era nula. No era porque ella no hubiera querido tenerlos. Pero la comadreja mentirosa pensaba que debían esperar y, por motivos que ella no tenía nada claros, habían esperado. Por supuesto, en aquel momento estaba contenta. Los niños habrían complicado el divorcio.

– ¿Y por qué has vuelto tú a Los Lobos? -le preguntó Mac-. ¿Estás de vacaciones? Lo último que supe de ti era que estabas ejerciendo como abogada en un bufete importante en San Francisco.

Jill notó que se le abrían los ojos como platos. ¿Él sabía algo de su vida? ¿Había estado preguntando? ¿Había pensado en ella? ¿Había…?

Rápidamente, se apartó aquellas preguntas de la cabeza. Lo único que ocurría era que Mac había oído los cotilleos de un pueblo. No había nada por lo que emocionarse.

– Lo estaba hasta hace poco tiempo -respondió-. Trabajaba para un bufete en San Francisco. Estaba a punto de convertirme en asociada -resumió, mientras seguía cepillándose el pelo.

– ¿En pasado?

– Sí. Mi marido, que será ex marido en poco tiempo, se las arregló para que me despidieran. Además, consiguió mi ascenso, mi despacho con un ventanal a la bahía y nuestro piso -dijo-. Aunque, por supuesto, no podrá quedarse con el piso. Es un bien ganancial. También me engañó con su secretaria. Lo vi todo, y deja que te diga que es una imagen que quiero borrarme de la mente lo antes posible.

– Eso es mucho para un día. ¿Cómo consiguió que te despidieran?

– Todavía estoy intentando averiguarlo. Yo conseguí muchos clientes para el bufete. Más que ningún otro abogado asociado. Pero, cuando me despidieron, no me permitieron hablar con ninguno de los socios mayoritarios para averiguar qué había sucedido. He enviado un par de correos electrónicos y de cartas, así que ya veremos. Mientras, he vuelto temporalmente a Los Lobos a llevar el pequeño despacho de Dixon & Son.

– Y no estás muy contenta que digamos.

– Ni un poco -respondió.

Intentaba convencerse de que, al menos, estaría trabajando de abogada, pero no podía.

– Entiendo que el señor Dixon no tenía un hijo.

– Pues parece que no. También es posible que el hijo no esté interesado en llevar el despacho familiar. Así que aquí estoy yo -dijo. Bajó el cepillo y esbozó una sonrisa forzada-. Soy una letrada a tiempo parcial. El resto del tiempo estaré planeando la venganza contra Lyle.

– ¿Tu ex?

– Sí.

– Si la venganza implica que vas a vulnerar la ley, no quiero saberlo.

– Me parece justo. Sin embargo, probablemente no haré nada ilegal. No quiero que me inhabiliten para ejercer la abogacía -aquello reducía las posibilidades, pero no tenía importancia. Tendría que ser aún más creativa-, ¿Han empezado ya los campeonatos de béisbol de verano? -le preguntó.

Mac asintió.

– Claro. Hay partido todos los fines de semana.

– Magnífico. Empezaré a aparcar justo al lado del campo de entrenamiento. Se escaparán un montón de bolas.

Él hizo un gesto de desagrado.

– ¿Es ese 545 el coche de Lyle?

– Es un bien ganancial. Lo compró con el activo conjunto.

– Si yo fuera tú, tomaría nota de eso para decírselo al juez.

– Lo haré.

Él se rió.

Jill se acercó las rodillas al pecho y suspiró. Aquello era muy agradable. Divertido. Si ella hubiera tenido dieciséis años, hablar con Mac en la oscuridad habría sido la respuesta a todas sus plegarias. A los veintiocho, no estaba nada mal, tampoco.

– ¿Por qué has venido aquí? -le preguntó él-. Podrías haber conseguido un trabajo en cualquier sitio.

– Gracias por el voto de confianza. Es algo temporal. En realidad, fue idea de mi padre.

Mac se la quedó mirando fijamente.

– ¿Te lo sugirió él?

– Oh, sí. Cuando le conté lo que había pasado, me dijo que aquí había una plaza vacante. Uno podría pensar que al haberse cambiado al otro lado del país ya no se entrometía tanto en los asuntos del pueblo, pero no es así. Es como si todavía estuviera al otro lado de la esquina, en vez de en Florida.

– Pues sí -convino Mac-. Fue el juez Strathern el que me dijo que el puesto de sheriff de Los Lobos estaba vacante.

Jill no sabía qué la había sorprendido más, si que su padre se mantuviera en contacto con Mac o si que Mac todavía se refiriera a él de una manera tan formal. Se conocían desde hacía muchos años. Mac había crecido, prácticamente, en la casa de su padre. Por supuesto, el hecho de que Mac fuera el hijo del ama de llaves probablemente ponía su relación a un nivel diferente. Aunque a ella aquellas cosas no le importaban en absoluto. Cuando era una adolescente, sólo le importaba lo estupendo que era Mac y cómo su corazón aleteaba como un colibrí cuando él le sonreía.