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Mac se sintió como si estuviera en un universo paralelo. ¿Hollis defendiéndolo a él? ¿Cómo era posible?

La gente comenzó a murmurar. El juez volvió a llamar al orden, golpeando el mazo.

– Señor Bass, ¿está usted pidiendo que el señor Kendrick mantenga la custodia de su hija o que el fiscal del distrito retire los cargos?

– En realidad, las dos cosas.

– ¿Y con qué autoridad?

– Bien… con ninguna, pero he llegado a conocer al señor Kendrick y, cuando vi cómo manejaba la situación de la playa, me pareció asombroso. Podría haber resultado muerta mucha gente, y hubo muchas oportunidades para que…

– Gracias, señor Bass. Estoy seguro de que, si alguna de las partes lo necesita como testigo, lo llamarán. Por favor, siéntese.

Hollis asintió con vehemencia y se sentó.

Mac sacudió la cabeza. ¿Por eso había estado llamándole Hollis? ¿Para decirle que estaba de su parte?

– ¿Señoría?

El juez volvió a mirar al público.

– ¿Sí? ¿Quién es usted?

– Carly Kendrick. Soy la ex mujer de Mac y la madre de su hija.

«Oh, no», pensó Mac.

– ¿De qué parte está usted? -le preguntó el juez.

– De parte de Mac. Cuando llegué aquí estaba furiosa por lo que había sucedido, pero desde que he llegado al pueblo, no he oído más que alabanzas sobre cómo Mac se enfrentó a una situación muy complicada. Además, si tiene en cuenta que Andy Murphy intentó asesinar a su mujer, yo diría que alguien le iba a pegar una paliza. No es que quiera hablar mal de los muertos…

Mac se volvió y se la quedó mirando atónito.

– Por supuesto que no -dijo el juez-. ¿Algo más?

– Sólo que Mac y Emily, nuestra hija, tienen una estupenda relación y yo no querría que ninguno de los dos la perdiera. Ella sólo tiene ocho años, y necesita a su padre.

El juez entrecerró los ojos.

– ¿Podemos aclarar una cosa? No es la custodia de su hija lo que está en juego, sino el hecho de que se le acuse formalmente de agresión.

– Él no lo hizo -gritó un hombre desde el fondo de la sala-. No puede ser. Estaba conmigo en ese momento.

– ¿Y quién es usted? -le preguntó el juez.

– Marly Cobson. Tengo un par de barcos de excursiones. Mac y yo estábamos tomando una cerveza cuando alguien le dio la paliza a Murphy. Él se la había ganado. Murphy, no Mac.

– Yo también estaba con ellos -dijo otro hombre.

Aquello no tenía sentido, pensó Mac, aunque todo aquel apoyo le estaba dando ánimos y se sentía muy agradecido.

– ¿Todo esto lo has planeado tú? -le preguntó a William.

El padre de Jill sacudió la cabeza.

– Yo había preparado un brillante discurso legal. Me parece que he perdido el tiempo.

– Fred y yo, señoría, también estábamos con ellos -dijo otro hombre.

– Yo les llevé galletas a todos -dijo Tina, poniéndose de pie-. Había muchísima gente.

El juez dio con el mazo en la mesa y miró a los asistentes seriamente.

– Les recordaré que tienen que permanecer en silencio. Si todos se callan, no tendré que darles un discurso sobre los peligros que conlleva el perjurio.

John Goodwin, el fiscal del distrito, se puso en pie.

– Señoría, a la luz de todas estas nuevas pruebas, tengo que rogarle que me conceda los cargos hasta que mi departamento lleve a cabo una investigación más minuciosa…

El público vitoreó de alegría. Mac miró a su abogado y sacudió la cabeza.

– Los dos sabemos que esto no puede ser.

– Tienes razón -dijo Strathern, y se levantó-. Señoría, a mi cliente le gustaría hablar.

– Pues a mí me parece que éste es un buen momento para que se quede callado -refunfuñó el juez-. Está bien, adelante.

Mac se puso en pie.

– Señoría, no quiero que nadie se meta en problemas por lo que digan hoy aquí. Están siendo muy buena gente, y se lo agradezco, pero la verdad de todo esto es que perdí los nervios y golpeé a Andy Murphy. Estuvo mal. Él pegaba a su mujer y al final intentó asesinarla, pero eso no me daba derecho a golpearlo. Tenemos leyes, y como sheriff de este pueblo, mi responsabilidad es que se respeten. Tengo que dar ejemplo para que todo el mundo las respete. No quiero ir a la cárcel y no quiero perder la custodia de mi hija, pero no voy a hacer algo mal de nuevo aunque sea por una buena razón.

El juez lo miró, y después miró al fiscal del distrito.

– ¿Alguna otra sorpresa?

– No, señoría.

El juez volvió a mirar a Mac.

– ¿Tiene intención de volver a tomarse la justicia por su mano?

– No, pero eso no cambia lo que hice.

El juez se inclinó hacia delante.

– Bill, ¿te importaría decirle a tu cliente que se limite a contestar la pregunta que le he hecho, y que no añada nada más?

Mac sintió que el padre de Jill le daba un codazo en las costillas.

– No volveré a tomarme la justicia por mi mano -dijo.

– Bien. No quiero volver a verlo en este tribunal. Al menos, no en el lado equivocado del banquillo -el juez golpeó de nuevo el mazo contra la mesa-. Caso desestimado. Todo el mundo fuera de mi sala.

Jill observó a todo el mundo alrededor de Mac. Parecía que todo el pueblo de Los Lobos quería felicitarlo y tomar parte en la celebración. Sin embargo, por alguna razón, ella no se sentía cómoda entre aquella multitud de gente.

Así que salió del edificio, y entonces se dio cuenta de que le había dado a Lyle el coche, y de que no tenía cómo volver a casa. El BMW ya no estaba, ni la furgoneta de reparto tampoco. Había una caminata de catorce kilómetros hasta casa de su tía, así que tendría que llamar y pedir que fueran a buscarla. Marcó el número en el teléfono móvil, y cuando Bev respondió, le contó todo lo que había pasado.

– Tenemos galletas en el horno -dijo su tía-. Espéranos un cuarto de hora, y enseguida estaremos allí. Dile a Mac que estoy muy contenta por él.

Jill no tenía intención de hablar con Mac, así que Bev tendría que darle el mensaje antes de hacer las maletas y marcharse a Las Vegas.

Jill se quedó en la parte de arriba de la escalinata del tribunal. No pasó mucho tiempo hasta que la gente comenzó a salir. Todos tomaron sus coches y se marcharon. Supuso que podría haberle pedido a cualquiera que la llevara a casa, pero no estaba de humor para conversar.

¿Y qué iba a hacer? Si no continuaba enfadada con Mac por ser un idiota, iba a tener que sentirse fatal porque él no estuviera dispuesto a luchar por ella. ¿Cómo podía estar tan enamorada de un hombre que a su vez estaba tan dispuesto a dejarla marchar?

Le ardían los ojos. Parpadeó varias veces, porque no quería llorar por él de ningún modo. No valía la pena. Oh, sí valía la pena, y ella lo quería, ¿por qué él no se daba cuenta?

Sintió que alguien se acercaba y volvió la cabeza para que, fuera quien fuera, no notara que tenía lágrimas en los ojos. Y entonces, antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, Mac le había puesto un par de esposas en las muñecas. Ella las miró, y después lo miró a él.

– ¿Qué te crees que estás haciendo? -le preguntó, furiosa.

– Atraer tu atención.

– Esto no tiene gracia.

– Lo sé -dijo él, y se sentó a su lado, mirando al horizonte-. Me encanta estar aquí, Jill. Los Lobos siempre ha sido mi hogar. Quiero presentarme a las elecciones el próximo noviembre y quiero trabajar aquí durante los próximos treinta años.

– Me alegro de saber que tienes el futuro tan bien planificado. Y ahora, quítame las esposas.

– No creo. Mira, he estado intentando averiguar por qué te enfadaste tanto conmigo ayer, y creo que sé lo que ocurrió.

– Vaya, voy a tener que marcar el día de hoy en el calendario.