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– Desde hace un tiempo.

– Ah.

Todavía no eran las ocho de la mañana y Mac ya estaba cansado. Demonios, no quería dejar que Emily ganara aquella batalla. Sentaría un precedente y lo acorralaría.

– Espera aquí -le dijo a su hija.

Salió de la cocina y entró en el pequeño despacho que había junto al vestíbulo de la casa para llamar a Carly. ¿Por qué no le habría advertido lo que estaba ocurriendo con Emily? Habían estado juntos la noche anterior.

Completamente irritado, casi no se dio cuenta de que era un hombre el que respondía la llamada.

– ¿Diga?

– ¿Eh? -Mac iba a empezar a decir que se había confundido de número, cuando se dio cuenta de que quizá no fuera así-. ¿Está Carly?

– Sí, ahora se pone.

– Soy Mac -añadió él, sin estar seguro de por qué.

– Un momento.

Mac oyó el sonido del auricular sobre la mesa, y después unas voces suaves, aunque no distinguió lo que decían. Era evidente que Carly estaba saliendo con alguien y que el hombre en cuestión había pasado la noche allí. Mac asimiló la idea y después sacudió la cabeza. No le importaba si ella se acostaba con toda la Liga Nacional de Fútbol siempre y cuando no lo hiciera delante de su hija.

– ¿Mac? ¿Qué ocurre?

– ¿Por qué no me dijiste que sólo come cosas del color de la ropa que lleva?

Desde trescientos kilómetros de distancia, Mac oyó el suspiro de su ex mujer.

– ¿Está haciendo eso? Lo siento muchísimo. Esperaba que lo hubiera dejado. Hablamos del tema.

– Ella y tú hablasteis del tema. Pero a mí no me lo dijiste.

– Debería haberlo hecho.

– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto?

– Unas seis semanas. He hablado con la pediatra. Ella piensa que Emily lo hace para sentir que tiene algo de control en su vida, y quizá una forma de que nosotros hagamos lo que ella quiere. No pudo decir nada respecto a nuestro divorcio, o a que tú te marcharas. Nos está castigando.

– ¿Y no podría tener una rabieta y ya está?

– Dímelo a mí.

Él se sentó en el escritorio.

– ¿Y cómo funciona esto? Anoche sí cenó.

– Claro. Iba vestida de rojo. Llevé espaguetis con tomate, ensalada de lechuga roja y tarta de fresa de postre. ¿Qué lleva ahora?

– Unos pantalones cortos y una camiseta morados. He hecho tortitas y beicon, pero no les ha hecho ni caso.

– Los arándanos están bien en los días morados. Aunque… cuando estuve con la pediatra, la semana pasada, también me dijo que si queríamos resistirnos ante ella y no darle lo que quería, finalmente el hambre la haría comer.

¿Matar de hambre a su hija? No podría hacerlo.

– ¿Y funcionó?

– Fui demasiado gallina como para intentarlo.

– Estupendo. Así que, ¿tengo que ser yo el malo?

– Era sólo una sugerencia. Tú tendrás que hacer lo que creas que es más conveniente.

El instinto le dijo que esa pediatra tenía razón, que Emily tendría hambre al final y comería. Pero, ¿quería él empezar el verano así? Y también estaba el asunto del trabajador social. No podía pensar en una entrevista con él en la que Emily se quejara de que su padre llevaba dos días sin darle de comer.

– ¿Y cómo demonios voy a saber lo que es mejor?

– Siempre fuiste un buen padre, Mac.

– Claro. Hasta que desaparecí de su vida. Un héroe, ¿no?

Carly se quedó en silencio durante un par de segundos, y después le dijo:

– Emily no sabe que estoy saliendo con alguien. Brian y yo llevamos viéndonos dos meses, pero no los he presentado todavía.

A él no le importaba que su ex mujer saliera con otro hombre, pero detestaba pensar que su hija tuviera otro padre en su vida.

– No se lo diré -dijo.

– Gracias. Ojalá pudiera ayudarte más con el asunto de la comida.

– Me las arreglaré. Supongo que en algunos tribunales, el juez diría que me lo he ganado.

– Los dos tenéis que daros tiempo -le dijo Carly-. De eso trata este verano.

– Lo sé. Te enviaré un correo electrónico en un par de días y te contaré qué tal van las cosas.

– Te lo agradezco. Cuídate, Mac.

– Tú también.

Colgó el teléfono y volvió a la cocina. Emily continuaba sentada en el mismo sitio. El único cambio era que había tomado al rinoceronte en brazos.

– ¿Elvis tiene algún consejo para mí?

Ella sacudió la cabeza y lo miró con cautela.

– Rinoceronte tenía que ser. No consigo que se calle cuando voy conduciendo, siempre me está diciendo por qué carril tengo que ir y dónde tengo que torcer. Sin embargo, ahora que necesito algunas instrucciones, no es capaz de decirme una palabra.

Emily se mordió el labio inferior. Mac tuvo la esperanza de que fuera para no sonreír. Entonces, dejó escapar un suspiro exagerado.

– Morado, ¿eh?

Ella asintió.

– Está bien, hija. Vamos al supermercado, y compraremos algo para que desayunes.

– ¿Puedes comprarme cereales Pop-Tarts? -le preguntó, mientras se deslizaba de la silla-. Son morados.

– A menos que encuentre beicon de color morado, es posible que sí -dijo, y tomó nota de que tenía que comprar vitaminas para niños en la farmacia. De las de colores.

También se preguntó qué demonios iba a cocinar en los días en que ella se vistiera de azul.

Capítulo 3

Jill cerró el BMW. Lo había aparcado junto al campo de entrenamiento de béisbol, en el que seguramente habría varios equipos practicando durante los siguientes días. Con un poco de suerte, todos podrían tener un encuentro cercano con el 545.

Aquel día había amanecido frío y claro, lo cual era beneficioso para ella. La niebla era lo peor que le podría ocurrir a su pelo. Se lo había secado, se lo había alisado y se había hecho un moño bajo. Después se había puesto un traje pantalón de Armani, aunque sabía que la elegancia no sería percibida por sus clientes. No importaba. En realidad, era por ella misma. Cuanto mejor vestida iba, mejor se sentía. Y aquel día necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir.

El despacho de Dixon & Son estaba en Maple Street, una calle llena de árboles, con cafeterías y tiendas, pintoresca y tranquila. Jill intentó convencerse a sí misma de que las cosas no eran tan terribles, pero no lo consiguió. Sólo había estado en aquel despacho un par de veces, pero los detalles del edificio estaban grabados a fuego en su memoria. No le importaba que fuera viejo, que oliera a humedad y que necesitara una buena mano de pintura. Lo que más le importaba eran los peces.

El señor Dixon había sido un ávido pescador. Había viajado por todo el mundo, pescando todo aquello que podía y llevando a su oficina los trofeos. Los peces que había pescado los había mandado disecar, o lo que se hiciera con los peces que uno no se comía, y montar sobre placas de madera. Aquellas placas estaban colgadas en su oficina. Por todas partes.

Los peces miraban a sus clientes, asustaban a los niños pequeños y almacenaban polvo. Y también desprendían olor.

– Por favor, Dios, que ya no estén -le susurró Jill al cielo.

Sin embargo, cuando abrió la puerta del despacho, comprobó que o Dios estaba ocupado, o que no tenía ganas de complacer. Cuando dio un paso sobre la madera rayada del suelo, todos los peces disecados clavaron sus ojos en ella. Ojos pequeños, oscuros, como abalorios.

El olor era exactamente el que Jill recordaba, una desagradable combinación de polvo, limpiador de pino y pescado. La tostada que había desayunado comenzó a darle saltos por el estómago.

En aquel momento, una silla se movió tras el mostrador de recepción, y Jill miró a la mujer que estaba sentada detrás.

– Tú debes de ser Tina -dijo Jill, con una calidez que no sentía-. Me alegro mucho de conocerte.

Tina, su secretaria y recepcionista, se puso en pie de mala gana, y Jill se dio cuenta de que ella no era la única que estaba descontenta con las circunstancias. Tina tendría unos treinta y cinco años, y el pelo castaño cortado de una forma muy sensata. Parecía eficiente, aunque no especialmente amigable.