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– Has llegado pronto -dijo Tina, con una sonrisa tensa-. Pensé que sería así, así que mandé a los niños a la escuela con Dave. Normalmente, yo no llego aquí hasta las nueve y media.

Jill miró al viejo reloj de cuco del rincón. Eran las ocho y veinticinco de la mañana.

– Yo empiezo a trabajar a esta hora -dijo Jill.

En San Francisco había empezado muchos días a las cinco y media, pero ya no estaba luchando por ser socia de ningún bufete.

– Yo tengo tres niños -dijo Tina-. Ya han empezado las vacaciones y no tienen clase, pero tengo que llevarlos a las actividades de verano, de todas formas. El más pequeño, Jimmy, está en clases de béisbol, y Natalie… -de repente, apretó los labios y le preguntó-: Supongo que no estarás interesada en mis hijos, ¿verdad?

– Estoy segura de que te tienen muy ocupada -le dijo Jill, intentando no mirarla, al darse cuenta de que la mujer llevaba una camiseta y unos pantalones de sport. ¿En un despacho de abogados?

Tina se dio cuenta de lo que estaba pensando Jill y se tiró de la camiseta.

– Al señor Dixon no le importaba que vistiera informalmente. No tendré que ponerme vestidos, ¿verdad?

Su tono indicaba que no iba a importarle mucho lo que pensara Jill.

– Estás bien -le dijo ella, recordándose a sí misma que allí no había nadie a quien impresionar.

– Bien. Entonces, te enseñaré la oficina. Ésta es la recepción. Probablemente, ya te habías dado cuenta. Los casos que se cerraron recientemente están archivados en ese armario, ahí detrás -dijo, y se acercó a un archivador de madera oscura.

Ni siquiera estaba cerrado con llave, pensó Jill, asombrada.

– Los expedientes más antiguos están en el piso de arriba. Tu despacho está por aquí -Tina abrió una puerta y entró.

Jill la siguió.

En el despacho también había peces disecados por todas partes. Había estanterías a ambos lados del pasillo, y dos puertas que daban a lo que parecía un pequeño almacén y al baño.

– Es muy… -Jill giró lentamente y buscó la palabra más adecuada. O cualquier palabra-. Está muy limpio.

– La señora de la limpieza viene una vez a la semana -le dijo Tina-. La cafetera está en el almacén. Supongo que podría hacerte el café si tú quieres, pero el señor Dixon siempre se lo hacía él mismo -dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Era un hombre maravilloso.

– Estoy segura.

– El ataque al corazón fue muy repentino.

– ¿Estaba trabajando?

– No. Pescando.

Por supuesto, pensó Jill, intentando evitar las miradas de los peces de la pared.

Tina dio un paso hacia la recepción.

– La procuradora viene dos veces a la semana. Está en casa con dos gemelos, así que algunas veces no puede venir, pero saca el trabajo adelante. Yo te avisaré cuando tenga que irme. Intentaré juntar cosas como los partidos y las visitas al médico, para no estar siempre de un lado a otro.

Jill tuvo el presentimiento de que Tina estaba de camino hacia la salida y de que iba a desaparecer.

– ¿Dónde están los casos abiertos del señor Dixon?

Tina le señaló el escritorio.

– Hay un par de testamentos, esas cosas. Oh, y tienes citas. El señor Harrison vendrá hoy, un poco más tarde, y Pam Whitefield el miércoles.

Aquel nombre le llamó la atención a Jill.

– ¿Es la misma Pam Whitefield que se casó con Riley Whitefield?

– Exacto. Me dijo que tenía un problema con la compra de un inmueble -le dijo Tina, y se encogió de hombros.

– Me sorprende que haya vuelto al pueblo -comentó Jill.

Pam era un par de años mayor que Jill, y cuando estaban en el instituto, siempre había dejado claro que le esperaba un gran futuro, y que no se materializaría en Los Lobos.

– Nunca se marchó -dijo Tina, que seguía avanzando, casi imperceptiblemente, hacia la puerta-. Estaré fuera, si me necesitas.

Jill miró a su alrededor en la oficina. Era como estar en medio de un acuario de peces fallecidos.

– ¿Pescó todos éstos el señor Dixon? -preguntó.

Tina asintió.

– Quizá la señora Dixon quiera guardarlos ella misma, como recuerdo de su marido.

– No creo -Tina siguió retirándose-. Me dijo que le gustaba saber que estaban aquí, en su despacho. Como si fuera una especie de tributo.

– Ah.

Jill comprendía que la viuda no quisiera tener todo aquello en su casa.

– Gracias, Tina. ¿A qué hora vendrá el señor Harrison?

– Sobre las once y media. Yo tengo que marcharme sobre las doce, para llevar a Jimmy al ortodontista.

¿Por qué no le sorprendió aquello a Jill?

– Claro. ¿A qué hora volverás?

A Tina se le hundieron los hombros.

– Si es importante…

Jill se quedó mirando a los peces disecados.

– Estoy segura de que nos las arreglaremos sin ti.

Jill tardó menos de dos horas en revisar todos los casos del señor Dixon. Llamó a los clientes, les ofreció sus servicios y sus referencias, si acaso las querían.

Ninguno se las pidió. Todos ellos fijaron una hora y un día para ir a verla, lo cual le habría resultado gratificante si hubieran mostrado el más mínimo interés en sus propios asuntos legales.

Una vez que tuvo todas las citas confirmadas, Jill sacó un disquete de su maletín y lo metió en el ordenador. Abrió el archivo de su curriculum y comenzó a ponerlo al día.

El señor Harrison llegó puntualmente a las once y media. Tina ni siquiera se molestó en llamar a la puerta. Simplemente, abrió y le cedió el paso.

Jill se puso de pie para saludarlo. En el libro de citas no había ninguna indicación de cuál podría ser su problema, pero ella se imaginó que podría manejarlo.

– Soy Jill Strathern -dijo, caminando alrededor del escritorio y tendiéndole la mano-. Encantada de conocerlo.

– Lo mismo digo -sentenció el anciano.

El señor Harrison era uno de aquellos viejecitos que se encogían con la edad. Tenía el pelo blanco y abundante, como las cejas. Tenía muchas arrugas, pero sus ojos azules eran claros y brillantes, tenía la mirada aguda y le estrechó la mano a Jill con firmeza.

Cuando se sentó, Jill volvió tras su escritorio y sonrió.

– No he encontrado ninguna anotación del señor Dixon sobre su caso. ¿Había venido a verle a él?

– Dixon era un idiota. Lo único que le importaba era pescar -respondió el anciano, sacudiendo la mano.

– ¿De veras? -murmuró Jill amablemente, como si no se hubiera dado cuenta de que los observaban cientos de ojos-. Entonces, ¿cuál es su problema?

– Esos miserables me han robado tierras. Su valla se adentra muchos metros en mi terreno. Quiero que la desplacen.

Entonces, extendió varias hojas de papel amarillento. Eran las escrituras de su finca. Jill se puso en pie y se inclinó sobre el escritorio, mientras el señor Harrison le mostraba los límites de la propiedad. Entonces, Jill notó que su interés se despertaba.

– Necesitaríamos una investigación oficial para determinar los límites, pero por lo que veo, usted tiene razón. Sus vecinos han puesto una valla en su propiedad.

– Bien. Ya pueden ir derribándola.

Jill tomó su cuaderno de notas y se sentó.

– ¿Qué tipo de valla es? -le preguntó.

– De piedra. De un metro de grosor, aproximadamente.

Ella levantó la cabeza sobresaltada y lo miró fijamente.

– Está bromeando.

– No. No estoy diciendo que no sea un bonito muro. Funciona, pero está en un sitio que no es el suyo.

¿Un muro de piedra? Ella se había imaginado una valla de alambre, o de madera.

– ¿Por qué no les detuvo cuando comenzaron a levantarlo? Construir un muro como ése tuvo que costarles semanas.