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– ¡Es preciosa! -le dijo-. Es luminosa y, al mismo tiempo, fresca. Creo que la palabra adecuada es serena.

Quizás era esa capacidad de hacerlo sentir bien lo que hacía que estuviera tan obsesionado con ella. Podía estar rechazándolo continuamente, pero, de pronto, una palabra hacía que todo volviera a estar en su sitio.

– Eso era lo que intentaba. Utilicé materiales naturales para hacerla acogedora. Yo mismo construí las escaleras.

– La verdad es que no se parece en nada a las grandes mansiones que suelen construirse en esta zona. Todas se parecen a Tara -lo agarró del brazo y sonrió-. Enséñame el resto de la casa.

Recorrieron cada habitación agarrados de la mano. Drew respondía gustoso a todas sus preguntas que daban muestra de su instinto natural para apreciar el diseño y su talento. Aunque seguía siendo reservada, había bajado la guardia y hablaba con sinceridad y confianza. Drew no sabía qué era lo que había podido causar aquel cambio de actitud, pero lo agradecía.

Al llegar a su habitación, ella evitó, claramente, mirar a la cama.

Se fue directamente a la ventana, desde donde se veía la parte de atrás de la casa. Él se asomó junto a ella y le pasó el brazo por los hombros.

– ¡Es muy agradable! -suspiró ella.

Drew le acarició el cuello.

– Sí, la verdad es que es muy agradable poder volver a tocarte de nuevo.

– Me refería… a la vista que hay desde aquí -dijo ella y se apartó. Cruzó la habitación y se acercó a la cama. Se frotó los brazos como si tuviera frío-. Bonita cama… muy grande.

– No tengo muchas oportunidades de dormir en ella. Últimamente, he estado muy poco en casa. Después de dos meses en Tokio se me llegó a olvidar lo que era estar en la propia cama.

– ¿Cuándo estuviste en Tokio?

– Volví la noche que nos conocimos.

Se volvió hacia él y lo miró confusa.

– Sí, recuerdo que no habías comido nada aquel día.

Se acercó a ella lentamente. ¿En qué estaría pensando? Lo miraba con distante curiosidad.

– Me alegro de que decidieras venir -le dijo y le agarró las manos.

Se acercó aún más y esperó una respuesta. ¡Quería abrazarla, tenerla cerca, sentir el calor de su cuerpo!

Ella no pudo evitar que su mirada se posara sobre sus labios. Luego volvió a mirarlo a los ojos.

Drew ya no pudo esperar más. Con un gemido cubrió su boca con un dulce beso y Tess se derritió como un helado junto a una estufa. Se abrazó a él y lo besó apasionadamente.

En segundos, los dos yacían sobre la cama y se revolvían como demonios poseídos por un deseo incontrolable. Y, entonces, sonaron campanas.

Tess se apartó sobresaltada.

– ¡Son campanas! -dijo ella.

– ¿Tú también las oyes? -sabía que cuando el amor llegaba se decía que venía acompañado de un coro de ángeles. No lo había experimentado hasta entonces y era reconfortante saber que a ella le estaba ocurriendo lo mismo.

Tess se levantó y se estiró la falda. Estaba completamente ruborizada.

– Creo que es la puerta -dijo.

Él también se levantó, le tomo la mano y se aproximó a ella.

– No es la puerta, Tess -sonó el timbre-. Sí es la puerta.

Drew no se movió de su lado. Se inclinó de nuevo y se dispuso a besarla.

– ¿No crees que deberías abrir?

– No -estaba a punto de rozar sus labios.

– Puede ser importante -dijo ella.

– Está bien. Quédate aquí. No te muevas -salió de la habitación nada convencido de hacer lo correcto en aquellas circunstancias. ¿Cómo estaría Tess la próxima vez que la viera? Cambiaba completamente de una vez para otra y no sabía cómo podría encontrarse a su regreso?

La verdad era que aquella interrupción podía ser la mayor catástrofe de su vida.

Capítulo 6

Drew abrió la puerta esperando encontrarse a la asistenta, que tenía el mal hábito de olvidarse siempre de la llave. O, quizás, sería el mensajero que tenían que mandarle de la oficina, con los papeles del proyecto Gresham Park.

Pero, al abrir la puerta, no se encontró con su asistenta, ni con un mensajero. Era Elliot Cosgrove, con un montón de paquetes y una inmensa muñeca hinchable.

– Lo siento, señor, pero pensé que sería importante que viera esto.

Drew se apartó y lo dejó pasar, sin dejar de mirarlo anonadado. ¿Qué le ocurría a aquel hombre? ¿Es que había pasado de hablar con el perro a acabar trayéndole una muñeca hinchable? Definitivamente, había perdido el juicio.

Elliot dejó los paquetes en el suelo de la entrada y puso la muñeca en una silla. Pero ella se negaba a sentarse y se empeñaba en resbalarse y terminar provocadoramente acostada en el suelo. Por fin, después de varios intentos, le dio una patada que la dejó boca abajo.

– Elliot, ¿te importaría presentarme a tu amiga? -le pidió Drew.

– No es mía, sino suya, señor -replico Elliot.

Drew lo miró extrañado.

– Sé que he tenido últimamente ciertos problemas en el capítulo amoroso, pero no necesito esto.

– Señor, me temo que me he explicado mal. No quería decir eso. Lo que quería que supiera es que, esta misma tarde, han enviado a su oficina esto junto con otra serie de cosas que prefiero no tener que nombrar una a una. Ya sabe… -abrió una caja-. Un látigo, unas esposas y un preservativo gigantesco.

Elliot alzó la vista y sonrió como pidiendo disculpas por todo aquello.

– Tuvimos que abrir la caja. El hombre de la mensajería insistió en que comprobáramos que estaba todo para que no pudiéramos poner una queja después.

Drew frunció el ceño.

– Creo que me puedo hacer una idea. ¿Y cuántos clientes había en recepción en aquel momento?

– Unos cuantos. Estaban el señor Landres del proyecto del parque Sutton y el señor Cartwright de Denham Plaza.

Drew comenzó a pasear de arriba abajo del corredor.

– Quiero que Lubich pague por todo esto. Quiero borrarlo del mapa. Me importa un rábano si tenemos que tirar los precios y construir por debajo del coste.

– No es Lubich, señor, el que está detrás de todo esto.

– ¿No es Lubich? Pues serán sus secuaces, ¿qué diferencia hay?

Drew lo miró, casi desafiante.

– Tampoco son sus secuaces.

– ¿Quién es, entonces?

– Señor, creo será mejor que se siente mientras le explico lo que está ocurriendo.

Elliot parecía seriamente preocupado, casi se podría decir que estaba disgustado por lo acontecido.

Claro que, conociéndole, no le sorprendía que un envío de aquellas características hubiera atentado contra todos sus principios.

No obstante, era Drew el que estaba siendo objeto de tales afrentas, no él. Realmente aquel hombre se tomaba su trabajo demasiado en serio.

– Cálmate, Elliot, y dime todo lo que sabes. Pero sé breve. Tess está arriba y no quiero tenerla esperando.

Elliot se dejó caer sobre la misma silla que había ocupado la muñeca momentos antes.

– ¿Está aquí? Ha permitido que esa mujer entre en su casa -Elliot se restregaba la frente con preocupación.

Drew lo miró algo indignado.

– Creo que será mejor que te expliques, Elliot -le dijo con impaciencia. ¿Qué demonios tenía Cosgrove contra Tess? Que él recordara, no la conocía de nada.

Elliot alzó las manos con desesperación.

– ¡Es ella, señor! -dijo, con voz angustiada-. Ella es la que está haciendo todo esto.

Drew soltó una sonora carcajada.

– ¿De qué estás hablando? ¿Por qué iba a querer ponerme en evidencia?

– Porque, en realidad, es a mí a quien quiere poner en evidencia. Pero ella piensa que yo soy usted -Elliot respiró potente y sonoramente, como tratando de recabar todas las fuerzas que tenía-. Estoy seguro de que después de que se lo cuente, estaré despedido. Pero antes de nada, quiero decirle que me alegro mucho de haber tenido la oportunidad de haber podido trabajar con un hombre de su talento.