– Demasiado trabajo y poca diversión, acaba por convertir a cualquier hombre en un gruñón.
Drew se volvió y vio a Lucy en la puerta. Sonrió. Era casi tan hermosa como su hermana, pero, para él, la verdadera belleza de la familia era Tess.
– ¿Es que Elliot ha estado protestando otra vez?
– Ya conoces a mi marido. Adora su trabajo.
– A todos nos debe pasar lo mismo.
Lucy agarró una maqueta y la estudió cuidadosamente.
– Pero hay más cosas en la vida.
– En la mía no -dijo Drew y, rápidamente, fingió ponerse a trabajar-. Últimamente, no tengo tiempo para nada más.
– Eso no es más que una excusa. No te creo, Drew.
Hubo un silencio.
– ¿Cómo está Tess? -acabó preguntando él-. Tu marido no suelta prenda.
– Está intentando poner buena cara, pero se pasa demasiado tiempo debajo de la cama.
Drew la miró confuso.
– Ya sabes, hay gente que duerme en el porche cuando hace calor. Nosotras nos metemos debajo de la cama cuando estamos deprimidas.
– ¿Y pasa mucho tiempo ahí?
– Esta semana me la he encontrado debajo de la mía tres veces. Creo que, además, le preocupa lo del traslado.
Drew se estiró.
– ¿Se va?
– ¿No te lo ha dicho Elliot? Se va a Washington D.C. Como mi padre está en el cuerpo diplomático allí, piensa que puede conseguir una buena clientela.
– ¿Cuándo se marcha?
– Pronto. La casa está en venta. Pero tú podrías detenerla si quieres.
– ¿Quiere ella que lo haga?
– Si lo que me estás preguntado es si está enamorada de ti, te diré que sí, que estoy convencida de que lo está. De lo que ya no estoy tan convencida es de que lo vaya a admitir. Se ha pasado tanto tiempo viéndome a mí sufrir por mi vida amorosa, que se niega a admitir que el amor le ha tocado a ella, aunque la mate -ella lo miró fijamente-. Y, tú, ¿qué sientes?
– ¿De verdad necesitas preguntármelo? En el instante mismo en que conocí a Tess me enamoré locamente de ella, y ha sido así a pesar de todo lo sucedido. Pero la he perdido.
– No, todavía no -le dijo Lucy-. No te des por vencido. Debisteis compartir momentos buenos. Házselo ver. En el fondo, está ansiosa por recuperarte. Tú eres el único que puede conseguir que se quede. Ella piensa que yo ya no la necesito. Tess necesita sentirse necesitada. Haz que recuerde los buenos momentos. Cuento contigo.
Dicho esto, se acercó a él, lo besó en la mejilla y salió del despacho, dejándolo pensativo.
Claro que había habido buenos momentos y Lucy tenía razón, sólo tenía que hacer que Tess los viera. Todo lo que tenía que hacer era encontrar el modo de que Tess recordara.
El día había sido una amalgama de tristeza, cajas vacías, adioses y besos.
Por fin, lo tenía todo empaquetado y listo para su marcha.
Todavía le quedaban algunos días, pero necesitaba ese tiempo para resolver los asuntos de su casa.
Salió de la oficina, en dirección a la mansión Ryan, donde habría de ultimar unos detalles.
Pronto empezaría una nueva vida y todo cambiaría. Se había pasado la suya pensando en los demás. Incluso su trabajo consistía en arreglar todo para que los demás disfrutaran, mientras ella se convertía en una mera observadora.
Atravesó la ciudad sin demasiado problema y llegó a su destilo cuando ya empezaba a atardecer.
Bajó del coche. Ya se dirigía a la puerta principal cuando, de pronto, se dio cuenta de que todo el jardín estaba completamente lleno de flamencos rosa. Varios vecinos estaban mirando desde la ventana y un grupo se paró a tomar una foto. En un barrio residencial como Buckhead no era habitual ver jardines escandalosamente ornamentados, de modo que aquello debía parecer, a ojos de sus vecinos, como una invasión extraterrestre.
Pero, no había logrado salir de su asombro, cuando un coche deportivo paró justo detrás de su Toyota y de él salió un fornido caballero con uniforme de trabajo y el nombre cuidadosamente bordado en el bolsillo de la camisa.
– ¿Es usted Tess Ryan?
Ella asintió.
El hombre sonrió, abrió la puerta de su coche y comenzó a sonar el YMCA de los Village People. El hombre, entonces, comenzó a quitarse provocativamente la camisa. Muy pronto, toda su ropa fue historia y el único recuerdo de su pasado uniforme era la gorra y un tanga.
Lo de los flamencos había sido solamente el entremés.
– Dentro de media hora, vendrá a recogerla una limusina -le dijo el hombre y agarró un sobre que llevaba en la cinturilla del tanga. Se lo entregó-. Espero que se divierta.
Sin más, se dirigió al coche. Pero, antes de meterse, se volvió a los vecinos.
– Bien, ya se pueden ir a casa. El espectáculo ha terminado.
Con esto, desapareció en su deportivo, tal y como había aparecido.
Miró a la nota y después a los flamencos. ¿Sería otra nueva sorpresa? La abrió.
No fue todo tan malo, después de todo, ¿verdad?
Tess parpadeó y, al hacerlo, notó las lágrimas que descendían por sus mejillas. De pronto, lo entendió todo. No se trataba de ninguna venganza, sino de poner un poco de humor, de hacerla reír y, ¡hacía tanto que no se reía!
Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.
– No, claro que no fue todo mal… muy al contrario.
La limusina llegó a los treinta minutos exactos, de los cuales Tess había pasado veintinueve tratando de decidir qué se ponía. Por fin, se decidió por un provocativo vestido azul marino, con un cuello cerrado japonés y una gran raja en la pierna. Un poco de maquillaje y un collar de perlas añadían el toque perfecto.
Aquel era el final definitivo, el adiós para siempre, pero le dejaría a Drew algo que recordar.
Al bajar, encontró la limusina, con un conductor vestido a la perfección que le abrió la puerta.
Pero cuando llevaba unos minutos en el coche, se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Iba a ver a Drew. ¿Estaba loca? Su vida volvería al caos y no se lo podía permitir.
– Chófer -dijo ella-. Lléveme de vuelta a casa. He cambiado de opinión.
– No puedo, señorita.
– ¿Qué quiere decir? No me puede obligar a ir a donde no quiero, eso sería un secuestro.
– Estamos llegando, señorita. En cuanto el señor Wyatt haya hablado con usted, si quiera que la lleve de vuelta a casa, lo haré.
¿Qué era todo aquello? Daba igual. Fuera lo que fuera, para ella no era más que el final definitivo.
Muy pronto, el vehículo se detuvo frente al museo de arte.
El guarda se acercó y abrió la puerta. La condujo al interior del museo. Tess los siguió intrigada, hasta que el hombre la llevó a la cocina.
– ¿Qué hacemos aquí?
– El señor Wyatt la está esperando -respondió el guarda.
– ¿En la cocina?
– No, señorita. En la parte de atrás.
El hombre abrió la puerta trasera y ante sus ojos apareció un improvisado restaurante que imitaba al polinesio en que habían cenado por primera vez. Decenas de antorchas iluminaban la escena.
La mesa estaba adornada con velas, y flores de olores intensos.
Sintió algo húmedo en la mano, bajó los ojos y se encontró a Rufus, con un collar muy elegante y un ramo de rosas entre los dientes. Dejó las flores a sus pies y se escondió debajo de la mesa.
– Rufus estaba seguro de que vendrías. Yo no.
– ¡Esto está precioso! ¡Ni siquiera huele! -dijo ella con una risa nerviosa.
Drew le ofreció una silla. Tess dudó unos segundos, pero no se sintió capaz de rechazarlo.
Él sirvió un poco de champán en las copas e hizo una señal a la camarera.
– ¡Esa es la misma mujer que nos atendió aquella noche en el polinesio!
– Sí. La he contratado por una noche.
– ¡No puedo creer que hayas hecho todo esto! Aquí fue… bueno, recuerdo aquella noche…
– La noche en que nos conocimos… ¡la bandeja de canapés!