– Por favor -le dijo-. Dime qué quieres y márchate.
Se cruzó de brazos y la camisa vaquera que llevaba le marcó los músculos de los hombros. No podía estar más guapo. Incluso podría decirse que le quedaban mejor los vaqueros que el smoking. Sintió un ejército de hormigas en el estómago.
– Bien, ¿qué quieres? -le dijo.
– Quiero que salgas conmigo -le dijo-. Podemos ir a cenar o al cine.
Tess sabía que debía rechazar la propuesta, pero no estaba en situación de hacerlo.
– De acuerdo -le dijo-. Siempre y cuando te marches de inmediato.
Él sonrió.
– ¿Cuándo?
– Cuando quieras. Llámame a la oficina mañana por la mañana y decidimos una noche. ¡Ahora vete!
En aquel preciso instante, Arthur Duvelle comenzó a caminar hacia ellos.
– ¡Vete!
Pero Duvelle ya había visto a Drew. Frunció el ceño y se aproximó a él con un gesto de confusión.
A Tess se le congeló el corazón. Trataba de encontrar una excusa, pero su mente estaba igualmente paralizada.
¡Ya lo tenía! Le diría que Drew la había ayudado con la decoración.
– ¿Wyatt? -Duvelle se quitó el sombrero de vaquero-. ¡Vaya sorpresa!
Drew se aproximó a él con la mano extendida.
– ¡Arthur! Feliz cumpleaños. Supongo que ya te han dicho que cada día estás más joven.
Duvelle tomó la mano de Drew.
– Eleonor me dijo que no podrías venir, que estabas en Tokio.
– He vuelto hace unos días -le dijo Drew-. No podía perderme otra vez la oportunidad de hablar de mi proyecto favorito. ¿Cuándo me vas a dejar que añada el invernadero de Eleanor?
– Ya hablaremos de eso -le dijo Arthur-. Dentro de poco será su cumpleaños y sería un buen regalo, ¿no crees?
Drew se rió.
– Afilaré el lápiz y me pondré manos a la obra.
Con esto, Arthur se unió a la multitud de amigos que lo acompañaba, y dejó a Tess contemplando la paleta de cortar tartas que tenía en la mano.
Andy Wyatt le había hecho chantaje. ¿Por qué demonios siempre conseguía lo que quería?
Se aproximó a él, paleta en mano.
– ¿Debo temer por mi vida o me perdonarás por este pequeño juego?
Tess suspiró exasperada y se dirigió hacia la mesa, mientras él la seguía de cerca.
– ¡Me has engañado!
Drew se rió y tomó un bollo de crema de la mesa.
– Y tú has vuelto a sacar una conclusión errónea sobre mí. Soy un invitado más. No me he colado.
– Pero tú odias las fiestas. ¿Qué te hizo decidirte a venir a ésta?
Se chupó los dedos con deleite.
– Tú.
Ella se ruborizó.
– ¿De qué conoces a Arthur Duvelle?
– Diseñé su casa y varias de sus oficinas. Somos viejos amigos -la agarró del codo-. Somos tan amigos, que seguro que no le importa que te robe unos segundos.
Tess dejó la paleta. Por suerte, ya había repartido una gran parte de la tarta.
– De acuerdo, puedo escaparme un momento.
Drew la agarró de la mano, enlazando sus dedos con los de ella, y se fueron a un rincón del jardín.
– Bueno, supongo que tenemos una cita -dijo ella-. Aunque ha sido el resultado de la manipulación y el chantaje, mantengo mi palabra. A menos que sientas remordimientos y me quieras liberar de mi promesa.
Drew la miró con ojos de animalillo desvalido.
– ¿Por qué estás tan determinada a evitarme? -sus palabras dejaron patente su decepción.
Pero la pregunta, realmente, debía de ser otra. ¿Por qué él estaba tan empeñado en tener una cita con ella?
– Seguramente en Atlanta hay cientos de mujeres que se morirían por tener una cita contigo.
– ¿Y por qué tú no eres una de ellas?
– Ya te dije que no eras mi tipo. Es tan simple como eso. Sé que tu ego no te permite aceptar algo así, pero inténtalo por una vez.
– No me conoces. Soy un tipo estupendo. Pregúntales a Arthur y a Eleanor.
Tess se rió.
– No me cabe la menor duda. Pero seguro que has roto un centenar de corazones.
– No he tenido una cita en meses -dijo Drew-. Cualquier corazón que haya roto ya estará bien enmendado.
Tess apretó la mandíbula y lo miró con desconfianza, ¡Era capaz de decir cualquier cosa con tal de obtener lo que quería!
Pero si podía hacer que se enamorara de ella, tal vez ese sería el modo de vengar a su hermana. Luego lo abandonaría como a una zapatilla vieja.
– Se te ve un poco desesperado -dijo ella.
Drew respiró y posó las manos sobre sus hombros.
– Tess, lo estoy desde el primer momento que te vi. Estoy ansioso por conocerte un poco más. Eres hermosa, inteligente y yo…
– Adularme no te va a llevar a ninguna parte -dijo Tess, pero mentía. De no ser porque sabía muy bien quién era Andrew Wyatt, se habría dejado engañar por sus piropos. No obstante, y a pesar de su inmensa sabiduría, habría querido poder creerse lo que le decía. No todos los días un hombre se rendía a sus pies y le confesaba su admiración.
– No te estoy adulando -le aseguró-. No voy a mentir sólo para conseguir una cita.
«¡Será mentiroso!»
– Está bien, una sola cita. Si decido en ésa que no habrá más, respetarás mi decisión.
– ¡Me da la impresión de que aceptarías un fusilamiento con más entusiasmo!
– ¡No! De verdad que me apetece salir contigo -le dijo. Pero se aseguró a sí misma que por muy diferentes motivos a los de él. Ya había empezado a trazar un plan. Se vengaría de él por lo que le había hecho a Lucy. Le haría creer que estaba interesado en él y, cuando llegara el momento oportuno, le haría el peor de los desplantes.
Lo más fácil podría haber sido seducirlo, llevarlo a la cama y haberlo dejado hambriento durante el resto de su vida. Pero, por su falta de práctica, no confiaba en exceso en su capacidad de seducción, ni en sus habilidades en la cama.
Lo más práctico era enamorarlo locamente. Por supuesto que eso le llevaría más tiempo, pero iba bien encauzada. Su insistencia era una clara prueba de ello.
Tess sonrió.
– Llámame.
Él asintió y, sin previo aviso, se inclinó y besó sus labios.
– Creo que lo mejor que puedo hacer es marcharme ahora. Te llamaré mañana.
Le pasó un cálido dedo por el lugar exacto en que acababa de sembrar su beso y se marchó.
Tess se quedó con una agradable e inesperada sensación en el cuerpo.
No le debería haber gustado aquello, pero le gustó.
No debería de haberse quedado ansiando un beso más intenso, pero se quedó.
Y jamás debería haber aceptado una cita, pero había aceptado. Iba a tener que ejercer un extraordinario auto control para no caer irremisiblemente en sus redes.
Se sentó en el banco de mármol que tenía al lado. Iba a ser francamente difícil. Si acababa de besarla frente a toda aquella gente, era porque nada lo frenaría.
– ¿Qué demonios estoy haciendo? -se preguntó-. Este es un juego peligroso, Tess Ryan y tienes todas las papeletas de ser tú la que acabe con el corazón roto. Vas a perder, tal y como perdió Lucy.
– Tienes una cita, ¿verdad?
Tess miró a su hermana por encima del hombro.
Su hermana llevaba una elegante bata de seda y la cascada de pelo negro caía sobre sus hombros. Todavía lo tenía mojado.
– Es una cena de negocios -le aseguró Tess, mientras buscaba el vestido más apropiado en su armario.
– Te has puesto sombra de ojos -comentó Lucy-. Nunca te pones sombra de ojos para una cena de negocios. Y, si no me equivoco, te has puesto mi perfume.
Tess suspiró.
– ¡De acuerdo! Es algo más que una simple cena de negocios, pero se aproxima mucho.
– ¿Quién es él? ¿Cómo es?
Tess se encogió de hombros.
– No está mal, pero tampoco es nada del otro mundo.
No había dicho una mentira tan gorda jamás.