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Karen Rose

Alguien te observa

Título originaclass="underline" I'm Watching You

© 2007, Laura Rins Calahorra, por la traducción

A mis amigos Kay y Marc Conterato, por el Minnesota Buzz, por vuestra creatividad, a menudo diabólica, y por estar presentes en todos los momentos importantes de la vida. Os quiero a ambos.

Y, como siempre, a Martin. Soy la mujer más afortunada del mundo al poder contar con un hombre que es a la vez mi marido y mi mejor amigo.

Agradecimientos

A Kay y Marc Conterato, por su ayuda en todas las cuestiones médicas.

A Sherry y Barry Kirkland, por invitarme tan amablemente al Tonitown Grape Festival y por responder a mis preguntas sobre balas sin arquear las cejas ni una sola vez.

A Susan Heneghan, por la información sobre la estructura y el trabajo conjunto del Departamento de Policía de Chicago y sus homólogos forenses y fiscales.

A Jimmy Hatton, Mike Koenig y Paula Linser, por representar el paradigma del trabajo en equipo. Fueron unos años estupendos.

Prólogo

Chicago, lunes, 29 de diciembre, 19.00 horas

El sol se había puesto. De todas formas, era normal que lo hiciera de vez en cuando. Tendría que levantarse y encender la luz.

Sin embargo, le gustaba la oscuridad, el silencio y la tranquilidad que proporcionaba. Permitía que un hombre pudiera ocultarse por dentro y por fuera. Ese hombre era él. Oculto por dentro y por fuera. Todo se lo guardaba para sí.

Sentado a la mesa de la cocina, miraba fijamente las brillantes balas que había fabricado. Todas hechas por él.

La luz de la luna se abrió paso a través de la cortina que cubría la ventana e iluminó de soslayo el montón reluciente. Cogió una bala y la sostuvo a contraluz; observó ambos lados dándole varias vueltas. Pensó en el daño que podría causar.

Sus labios se curvaron. Sí, sí. El daño que él podría causar.

Entrecerró los ojos en la oscuridad mientras sostenía la bala a la luz de la luna. Escrutó la impronta que su molde artesanal había reproducido en la base del proyectil, las dos letras entrelazadas. Era el signo de su padre, y antes lo había sido del padre de este; el símbolo de la familia.

La familia. Depositó con mucho cuidado la bala encima de la mesa y palpó la cadena que adornaba su cuello hasta rodear el pequeño medallón; aquello era todo cuanto le quedaba de la familia. De Leah.

Aquel medallón había sido suyo, lo llevaba engarzado en el brazalete y tintineaba con cada uno de sus movimientos. Tenía grabadas las iniciales en las cuales ella había basado su fe.

Repasó su trazo una a una. WWJD.

Exacto. What Would Jesus Do? ¿Qué haría Jesús?

Contuvo un momento la respiración; luego dejó escapar el aire. Probablemente jamás habría hecho lo que él estaba a punto de hacer.

Extendió el brazo hacia la izquierda, sin mirar, y asió el borde del marco de fotos. Incapaz de enfrentarse al rostro que lo miraba tras el cristal, cerró los ojos; pero enseguida los abrió, la imagen más reciente que albergaba su mente era demasiado angustiosa para soportarla. Nunca había creído que su corazón pudiera romperse de nuevo. Sin embargo, cada vez que la miraba a los ojos, inmortalizados para siempre en la fotografía, era consciente de su error. Un corazón podía romperse una vez y otra.

Y una mente podía reproducir imágenes lo bastante horribles para hacer enloquecer a un hombre. Una vez y otra.

Con la mano izquierda sopesó la fotografía en el sencillo marco plateado y la comparó con el ligerísimo medallón que sostenía en la derecha.

¿Estaba loco? Y si lo estaba, ¿tenía eso alguna importancia?

Evocó vívidamente el momento en que el juez de instrucción retiró la sábana que la cubría. El hombre había considerado que la imagen era demasiado horrible para verla en directo, así que la identificación tuvo que efectuarse por circuito cerrado de vídeo. Evocó vívidamente la mirada del ayudante del sheriff cuando el cadáver quedó expuesto. Expresaba compasión. Y repugnancia.

No podía culparlo. Para un sheriff de un pequeño pueblo, encontrar los restos de una mujer que había puesto fin a su vida no era algo que ocurriera todos los días. Ella había cumplido su propósito. Sin pastillas ni cortes en las muñecas. Su Leah no había dado gritos velados de auxilio. No. Había puesto fin a su vida con determinación.

Había puesto fin a su vida con un cañón del calibre 38 contra su sien.

Sus labios esbozaron una sonrisa desganada. Había puesto fin a su vida como un hombre. Y, como un hombre, él había aguantado el tipo mientras asentía. Sin embargo, la voz que brotó de su garganta le resultó ajena por completo.

– Sí, es ella. Es Leah.

El juez de instrucción asintió una vez para indicar que lo había oído. Luego volvió a cubrirla con la sábana y ella desapareció para siempre de su vista.

Sí, un corazón podía romperse una vez y otra.

Volvió a depositar el marco sobre la mesa con suavidad y cogió la bala. Con un pulgar acarició el signo estampado que había pertenecido a su padre mientras con el otro repasaba el trazo del signo de Leah. WWJD. ¿Qué haría Jesús en su lugar?

Seguía sin saberlo. Pero sí sabía lo que Él no haría.

No permitiría que un violador dos veces convicto rondara por las calles y atacara a mujeres inocentes. No permitiría que aquel monstruo volviera a violar. Y tampoco permitiría que la víctima se deprimiera hasta el punto de decidir que su única escapatoria era quitarse la vida. A buen seguro, no permitiría que aquel violador se librara por tercera vez de la justicia.

Había rezado para obtener sabiduría, la había buscado en las Sagradas Escrituras. «Dejadme a mí la venganza, dijo el Señor», leyó. A Dios correspondía dictar la última sentencia en aquel juicio.

Notó que Leah lo observaba desde el marco y tragó saliva.

Él tan solo ayudaría a Dios a dictar la sentencia final un poco antes.

Capítulo 1

Chicago, miércoles, 18 de febrero, 14.00 horas

– Tienes compañía, Kristen. -Owen Madden apuntó a la ventana que daba a la calle, donde un hombre con un grueso abrigo permanecía de pie con la cabeza ladeada, interrogante.

Kristen Mayhew le dirigió un breve gesto de asentimiento y el hombre entró en la cafetería donde ella se había resguardado de las protestas coléricas de la sala del tribunal y del aluvión de preguntas al que la prensa le había sometido al atravesar sus puertas. Bajó la mirada al plato de sopa mientras su jefe, John Alden, ayudante ejecutivo del fiscal del Estado, se sentaba en un taburete, a su lado.

– Café, por favor -dijo, y Owen le sirvió una taza.

– ¿Cómo sabías que estaba aquí? -le preguntó ella en voz muy baja.

– Lois me ha dicho que aquí es adonde sueles venir a comer.

«Y a desayunar y a cenar», pensó Kristen. Si no se llevaba comida precocinada para prepararla en el microondas, siempre acudía a la cafetería de Owen. La secretaria de John conocía bien sus hábitos.

– La emisora local ha interrumpido la retransmisión antes del veredicto y de la reacción -dijo John-, pero no te has librado de la prensa. Ni de Zoe Richardson.

Kristen se mordió la parte interior de la mejilla, la ira la corroía al recordar el micrófono que la rubia platino sostenía ante sus narices. Le habían entrado ganas de metérselo por…

– Richardson quería saber si el hecho de perder acarrearía consecuencias para la oficina.

– Sabes que un resultado no lo es todo. Tienes el mayor índice de condenas de la oficina. -John se estremeció-. Caray, qué frío. ¿Quieres explicarme qué ocurrió allí dentro?

Kristen deshizo el moño que mantenía su pelo bajo control; el dolor de cabeza era el precio que le tocaba pagar por tener sus rizos a raya. Al retirar las horquillas, sus tirabuzones brotaron como accionados por sendos resortes; de repente supo que acababa de convertirse en Annie la Huerfanita, aunque no tenía ningún perro llamado Sandy, ni tampoco ningún padre adoptivo que velara por ella. Kristen tenía que cuidarse sola.