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– Lo que me sorprende es que nuestro humilde servidor no haya liquidado de paso a un par de abogados defensores -masculló Mia.

Kristen recogió las fotografías, la ropa y los planos. Y también las cartas.

– No cantes victoria -dijo en tono quedo-. Me parece que aún no ha terminado.

Capítulo 4

Miércoles, 18 de febrero, 23.00 horas

Abe se detuvo en seco al final de la escalera. Allí estaba ella de nuevo. De pie frente a las puertas acristaladas que daban a la calle, casi oculta bajo el grueso abrigo, con el abundante pelo rojizo recogido en aquel moño tan tirante que provocaba dolor de cabeza con solo mirarlo. Su perfil parecía esculpido en piedra. Le sorprendió verla. Pensaba que se había ido hacía media hora, cuando la reunión se disolvió y cada uno se marchó por su lado. Spinnelli había regresado a su despacho para ordenar que enviaran vigilancia a los tres lugares indicados en los planos. Mia había desaparecido con una gran caja que contenía los efectos personales de Ray Rawlston.

Su nueva compañera resultó eficiente a la hora de erradicar todo rastro del hombre que había ocupado aquel escritorio durante veinte años. No le envidiaba la tarea de llevar los efectos personales a la viuda de un agente caído. A él también le había tocado hacerlo una vez, antes de meterse a detective. Se trataba de la gorra de béisbol de su compañero; abrazó a la esposa que este había dejado y, sintiéndose incómodo, le dio unas palmaditas en la espalda mientras ella sollozaba y estrechaba la gorra contra su pecho. La viuda de su compañero no había llorado en el hospital ni durante el funeral, pero por algún motivo el hecho de entregarle aquella gorra dio rienda suelta al llanto. Luego se marchó a casa y la emprendió a puñetazos con el saco de arena del garaje hasta que Debra, preocupada, acudió en su busca. Le besó las heridas de los nudillos y susurró junto a su oído las palabras reconfortantes que solo una esposa es capaz de pronunciar. Sin embargo, la suya ya no podría hacerlo nunca más. Aquello formaba parte del pasado. Debra había desaparecido para siempre.

Dios santo, cómo la echaba de menos. Por un momento, se permitió añorarla, recrearse en lo que pudo haber sido y preguntarse cómo se sentiría. Y entonces se dio cuenta de que no se había movido. Seguía allí, contemplando el perfil de Kristen Mayhew mientras ella miraba a través del cristal la calle oscura. Se preguntó qué pensamientos debían de atravesar su mente. Dio por hecho que estaba asustada. Era normal. Por mucho que Spinnelli hubiese ordenado que cada hora pasase una patrulla por delante de su casa, por mucho que tuviese los números de móvil de todos ellos, era normal que estuviese asustada.

Se acercó despacio y carraspeó.

– ¿Estoy fuera del alcance del espray?

En el reflejo del cristal, Abe observó la triste sonrisa que esbozaron sus labios.

– Está a salvo, detective Reagan -dijo en voz baja-. Creía que ya se había ido.

Abe se detuvo a pocos centímetros de su hombro derecho, más cerca de lo que se había propuesto, y, al captar el aroma de su fragancia, sus pies se negaron a retroceder. En el garaje, cuando ella lo había aferrado por el brazo, estaban a esa misma distancia, pero entonces tenía la cabeza embotada por el olor a combustible y gases. Pensó que olía bien. Muy bien. De hecho, habría preferido no notarlo.

– Me voy a casa. Pensaba que se había ido hace media hora.

– Estoy esperando un taxi.

– ¿Un taxi? ¿Por qué?

– Porque me han retenido el coche y la oficina de alquiler de vehículos está cerrada.

Abe sacudió la cabeza. Claro. No podía creer que ninguno de ellos hubiese reparado en aquello antes de separarse.

– ¿No puede llamar a un amigo?

– No. -Su respuesta no denotó amargura, simplemente fue negativa.

«¿No puedes llamarlo o no tienes amigos?» Ese pensamiento lo hizo bajar de las nubes y le provocó una necesidad imperiosa de protegerla. Pero ¿protegerla de qué? ¿Del espía asesino que la acechaba? ¿De la falta de amigos? ¿De él mismo?

– La llevaré a casa. Me pilla de camino. -Era mentira, por supuesto, pero ella no tenía por qué enterarse.

Kristen sonrió.

– ¿Cómo puede decir eso si no sabe dónde vivo?

Entonces Abe recitó su dirección y, a continuación, se encogió de hombros algo avergonzado.

– Estaba escuchando cuando le dijo a Spinnelli su dirección por lo de la patrulla. Deje que la acompañe a casa, Kristen. Echaré un vistazo y me aseguraré de que no hay ningún espía escondido en los armarios.

– La verdad es que estoy preocupada -admitió-. ¿Seguro que no le importa?

– Seguro. Pero a cambio le pediré dos favores.

Al instante, sus ojos verdes lo observaron con recelo y él se preguntó por qué. O, más bien, por culpa de quién. A una mujer como Kristen Mayhew le sería imposible eludir a los oportunistas deseosos de favores especiales.

– ¿Qué quiere? -preguntó con aspereza.

– En primer lugar, deja de llamarme detective o por mi apellido -aclaró-. Llámame Abe.

Incluso a través del grueso abrigo, Abe vio que relajaba los hombros.

– ¿Y en segundo lugar?

– Tengo hambre. Había pensado parar en algún sitio a cenar algo rápido. ¿Me acompañas?

Kristen vaciló, pero enseguida asintió.

– Nunca ceno, pero de acuerdo.

– Muy bien. Tengo el todoterreno aparcado en la otra acera.

Miércoles, 18 de febrero, 23.00 horas

Estaba preparado. Pasó un paño suave por el cañón mate de su rifle. Parecía nuevo. Tal como tenía que ser. Un hombre inteligente cuidaba bien sus herramientas de trabajo. Aquella le había prestado un buen servicio durante las semanas precedentes.

Acercó un poco más la fotografía del sencillo marco plateado. «Ya van seis, Leah. ¿Quién será el siguiente?», dijo en voz alta. Con cuidado, depositó el rifle en la mesa e introdujo una mano en la pecera que un día había albergado al pececito rojo de Leah. Desde que la conoció, Leah siempre había tenido un pececito rojo. Se llamaba Cleo. Cuando se moría uno, al día siguiente, como por arte de magia, aparecía otro cuyo nombre también era Cleo. Leah nunca reconocía que el pez había muerto, nunca se lamentaba. Se limitaba a salir y comprar otro. Él había encontrado a Cleo muerto en la pecera el día en que identificó el cadáver de Leah. No tuvo ánimo para comprar otro.

Ahora la pecera contenía los nombres de todos aquellos que habían escapado de la justicia por la que velaba Kristen Mayhew. Asesinos, violadores y pederastas andaban sueltos por la calle porque algún abogado defensor sin escrúpulos había encontrado un resquicio legal. Los abogados defensores no eran mejores personas que los propios criminales. Tan solo iban mejor vestidos.

Revolvió los papelitos y rebuscó hasta que sus dedos palparon una esquina doblada. No estaba seguro de cómo decidir qué orden debían seguir sus objetivos, qué crimen era más grave que el resto, qué víctimas merecían con mayor prioridad que se hiciera justicia. Y no tenía mucho tiempo, sobre todo ahora que la policía estaba de por medio. Contaba con que Kristen los pondría sobre aviso antes de que él tuviese tiempo de volver a meter la mano en la pecera, pero la satisfacción que le producía el hecho de que ella lo supiera justificaba el riesgo. Así que mezcló los nombres en la pecera y dejó que Dios guiara su mano. Sacó uno de los papelitos con el borde levantado y observó la esquina que él mismo había doblado. Lo único que había hecho era ayudar un poco a Dios.

Se preguntó qué castigo elegiría aquella vez. Evidentemente, algunos delitos eran peores que otros. La violación y la pederastia implicaban premeditación, una crueldad que debía ser castigada, erradicada. Por eso había doblado una esquina de todos los papelitos que contenían el nombre de un agresor sexual.

Observó el trozo de papel doblado durante un momento. La última elección había dado como resultado un objetivo excelente. Ross King merecía la muerte. Ninguna persona decente se atrevería a negarlo. No había tenido un final fácil, ni rápido. Y había acabado suplicando piedad de forma muy lastimera. Antes de iniciar todo aquello, se había preguntado en varias ocasiones si sería capaz de pegar a un hombre que implorara clemencia. Ahora sabía que sí.