– El congelador. Fui a su casa, sabía que guardaba helado en el congelador, y lo abrí. -Empezó a balancearse-. Dos hombres. Estaban muertos. En el congelador.
«Santo Dios.» Timothy había visto a los dos hermanos Blade en el congelador de Owen.
– ¿Sabe Owen que viste a esos dos hombres muertos?
– No. Me fui corriendo. Cogí el autobús.
– Está bien, Timothy, está bien. No te hará daño. ¿Puedes decirme dónde vive?
Abe llamó a Mia en cuanto se encontró en el vestíbulo del hospital.
– ¿Dónde estabas? -lo interpeló Mia.
– Hablando con Timothy. -Abe salió corriendo hacia el aparcamiento al aire libre-. Mia: Owen, el amigo de Kristen, es el padre de Leah Broderick.
Hubo un instante de silencio.
– Ya lo sé, Abe. Owen es Robert Barnett.
Por fin, la conexión que esperaban. Pero Mia estaba demasiado callada, parecía cohibida. A Abe se le aceleró aún más el corazón, y no precisamente por la carrera.
– Mia, ¿qué ha ocurrido?
– Kristen ha desaparecido, Abe. Alguien se la ha llevado de su casa.
Abe acababa de llegar junto al todoterreno y se quedó paralizado, con la mano en el aire.
– Dios mío. -«Conti.»
– Kristen sabe lo de Owen, Abe. Y la persona que se la ha llevado también lo sabe, y además tiene la dirección de Owen. Marc y yo vamos hacia allí.
Abe se esforzó por respirar hondo varias veces. Abrió la puerta del coche con dificultad. Conti podía ocultarla en cualquier parte, pero era lógico pensar que, para vengarse, se la hubiese llevado al lugar donde habían matado a su hijo.
– No estoy lejos. Allí os veré.
Sábado, 28 de febrero, 15.30 horas
Kristen miró a su alrededor. El almacén estaba lleno de pilas inmensas de cajas de embalaje; debían de tener unos quince metros de altura. Algunas estaban apiladas las unas sobre las otras. Otras descansaban en soportes metálicos y se alzaban hasta el techo. Las marcas rotuladas en las cajas le resultaban familiares debido a las muchas horas que había invertido en investigar los negocios de Conti mientras llevaba la acusación de Angelo por el asesinato de Paula García. Estaba en territorio de Jacob Conti; y ella, allí en medio, era un blanco perfecto.
Habían recorrido unos cuantos kilómetros en el coche patrulla hasta llegar al lugar oculto donde se encontraba la limusina de Conti. Edwards se había subido a ella y había dejado a Kristen en compañía del extraño policía. Unos minutos después, de la limusina bajó una joven con cara de satisfacción. Y, al momento, obligaron a Kristen a trasladarse al elegante vehículo. Jacob Conti la recibió con una sonrisa viperina.
Sin embargo, ahora estaba allí, entre las cajas. Era inútil tirar de las cuerdas que le ataban las muñecas y los tobillos. Drake Edwards había hecho su trabajo a conciencia. Era inútil intentar gritar. La mordaza se lo impedía. Iba a ocurrir algo pronto, lo sabía por la forma en que Edwards se rio al dejarla allí.
– ¡Richardson! -Conocía esa voz. «Es Owen. Y yo soy el cebo.»-. ¡Richardson! ¡Estoy harto de tus tretas! ¡Sal y acabemos con esto de una vez!
Kristen estaba destrozada. Owen Madden era un asesino.
«Es mi amigo. Pero ha matado a trece personas.» Dio por supuesto que los últimos tres desaparecidos, Hillman, Simpson y Terrill, habían muerto. No tenía ningún motivo para pensar que no fuese así.
Aun así, no quería que cayese en manos de Conti.
Owen apareció entre las pilas, lo reconoció en cuanto divisó su figura en la penumbra de la parte opuesta del almacén. El grito ahogado hizo eco en el silencio cavernoso y las pisadas de sus botas al correr hacia ella retumbaron como cañonazos. Le arrancó la mordaza.
– Owen, es una trampa. Corre.
Sábado, 28 de febrero, 15.30 horas
Abe disparó a la cerradura de la puerta de la casa de Owen Madden. La vivienda estaba en completo silencio. Avanzó con cautela empuñando el arma.
Recorrió todas las habitaciones y al pasar junto a la cocina se detuvo en seco. En medio de la mesa había una pecera llena de papelitos doblados, y a su lado había trece tiras alineadas de unos dos y medio por diez centímetros de tamaño. En cada una aparecía un nombre mecanografiado; correspondían a los cadáveres del depósito, además de Hillman, Simpson y Terrill. Vio también un montón de balas y una fotografía de Leah Broderick, la reconoció por los retratos que Jack, Kristen y Julia habían hecho circular el día anterior. Junto al montón de balas encontró una taza de café; aún no estaba frío.
Delante de la pecera había un cuaderno abierto por una página en blanco. Abe lo hojeó y vio que la letra era la misma que la de la carta a propósito de Kaplan. La primera página del cuaderno comenzaba con un «Mi querida Kristen». Le invadió una oleada de ira y arrojó el cuaderno sobre la mesa. Madden había puesto en peligro a Kristen y aún tenía la desfachatez de dirigirse a ella con palabras cariñosas.
Siguió avanzando y encontró la puerta del sótano. Bajó los escalones despacio, uno a uno, sin quitar el dedo del gatillo. Si Conti lo estaba esperando allí abajo, le sería muy fácil dar en el blanco. Sin embargo, al llegar abajo, no oyó disparos ni ruidos de ningún tipo. Descubrió los cuerpos sin vida de tres hombres atados a unas tablas. Cada uno presentaba un agujero de bala en la frente. Dio un rápido vistazo a la habitación y halló el torno de banco, los moldes para fabricar balas, las losas de mármol bien apiladas y los rollos de caucho colocados de pie como si fuesen alfombras. En una esquina divisó un aparato y se acercó sin bajar la guardia. Encontró una fina capa de arena acumulada al pie de una caja de casi dos metros de altura; el frente era de plexiglás y tenía unos guantes encajados en este, de modo que la persona que lo utilizase pudiese trabajar protegido por el frontal. Se asomó y vio una lápida en la que se leía Leah Broderick.
En otra esquina vio un congelador, un viejo modelo en forma de arcón. Levantó la tapa. Estaba vacío. Allí no había nadie.
Conti había llevado a Kristen a otro sitio. Abe se impuso a la oleada de pánico que amenazaba con dejarlo sin respiración y volvió a subir a la planta baja. Dio otra vuelta y se detuvo frente a la foto que había sobre el televisor. Era Genny O'Reilly Barnett en su madurez. Aquella mujer era la madre de Owen. Abe se dirigió de nuevo hacia la mesa y volvió a hojear el cuaderno. Había tres páginas llenas, la cuarta estaba escrita solo hasta la mitad y la última frase había quedado incompleta, como si le hubiesen interrumpido. Abe volvió la cuarta página y vio los restos de la quinta; había sido arrancada. Pasó el dedo por la siguiente página en blanco mientras el pulso se le aceleraba. Era uno de los trucos más viejos del mundo. «Por favor, Dios mío, haz que funcione.»
Coloreó la página con un lápiz, sin presionar mucho, y vio aparecer la nota manuscrita. Conocía aquella dirección. Estaba junto al lago, en el puerto.
Era un almacén. El de Conti. Cuando trabajaba en narcóticos, su jefe estaba seguro de que Conti utilizaba la mercancía del puerto como tapadera para ocultar alijos de droga. Pero en ninguno de los registros policiales habían hallado ni un gramo de sustancias ilícitas, y Conti seguía moviéndose por el mundo libremente, amparado en la respetabilidad y la riqueza. Hasta el momento.
– Gracias -susurró, y sacó el móvil-. Mia, reúnete conmigo en el almacén que Conti tiene en el puerto. -Recitó la dirección de una tirada y corrió hacia la puerta-. Pide refuerzos.
– Abe, espérame. No entres solo. -Había urgencia en su voz.
Abe oyó a un hombre que mascullaba. Al fin Spinnelli se puso al teléfono.
– Abe, no entres en ese almacén hasta que lleguen refuerzos. Es una orden.
Abe no respondió. Kristen se encontraba allí, estaba seguro. Haría cualquier cosa con tal de sacarla sana y salva. Cuando se sentó al volante del todoterreno, las manos le temblaban. «Por favor, Dios mío, que no le hagan nada.»