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Kristen se dio media vuelta para mirar a Owen. Yacía en silencio, observándolos. Tenía el rostro crispado por el dolor.

– Has sido tú quien ha hecho que nos detuviésemos aquí. Has dicho que no pensabas andar más.

Mia se descolgó por el soporte metálico.

– Nos ha visto en la puerta del área de carga y descarga. -Miró a Owen con expresión hierática-. Tienes una vista de lince.

Kristen exhaló un suspiro.

– Me has salvado la vida, Owen… -Su semblante se demudó; sentía mucha lástima y los ojos se le llenaron de lágrimas-. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido matar a todas esas personas? -Él no dijo nada, se limitó a contemplarla-. No puedo dejarte marchar -resolvió de pronto con voz entrecortada, como si los tres policías que la rodeaban se lo hubiesen permitido de haberlo querido así.

– Ya lo sé -dijo él apretando los dientes-. No me merecerías respeto si lo hicieses. -Se esforzó por sentarse con la espalda erguida; luego, a la velocidad del rayo, extrajo una segunda Beretta de la otra bota-. Pero tampoco voy a ir a la cárcel. Adiós, Kristen.

– ¡Owen, no! -Kristen vio horrorizada cómo se colocaba el pequeño revólver debajo de la barbilla.

Abe la obligó a darse la vuelta y le hundió el rostro en su hombro en el momento en que oía un último disparo.

– No mires, cariño -susurró Abe contra su pelo-. No mires.

No pensaba hacerlo. Ya había visto más que suficiente.

Sábado, 28 de febrero, 18.15 horas

«Kristen no tendría que estar aquí», pensó Abe. La idea le rondaba por la cabeza mientras la observaba leer la nota que Owen había escrito justo antes de que lo llamaran para que acudiese al almacén de Conti. Tendría que estar en el hospital, como Aidan y McIntyre. Habían recobrado la conciencia, pero los tenían en observación. A Kristen deberían examinarla, había sufrido un shock. Sin embargo, se había negado a quedarse en el hospital a pesar de que todos los miembros de la familia Reagan se lo habían pedido y suplicado. Había insistido en acompañarlos, a él y a Mia, a la casa de Owen. El lugar donde había empezado toda aquella pesadilla.

Ahora se encontraba sentada frente a la mesa de la cocina. Estaba pálida y las manos enguantadas le temblaban a pesar de que apoyaba las palmas contra el tablero. Él también temblaba, y no sentía ninguna vergüenza. Había estado a punto de perderla. No pensaba que fuese capaz de superar la visión de Conti sujetándola mientras le apuntaba con la pistola en la cabeza. Por suerte, estaba viva, y había salido ilesa; por lo menos físicamente. A saber lo que tardarían en cicatrizar las heridas emocionales. Conti había estado a punto de matarla. Había descubierto que una persona en la que confiaba se dedicaba a asesinar a la gente a sangre fría. Luego había visto cómo esa persona se colocaba una pistola del 38 debajo de la barbilla y había oído cómo se quitaba la vida.

Mia le puso la mano en la espalda.

– No te preocupes, está bien.

– Ya lo sé. Es que… -Invadido por la impotencia, dejó la frase a medias.

Mia le dio unas palmaditas.

– Ya. Vamos a ver qué ha encontrado Jack. Le irá bien que la dejemos a solas un rato.

Sin estar del todo convencido, Abe permitió que Mia lo guiase hasta un dormitorio del fondo de la casa. Jack se encontraba sentado frente a un ordenador.

– ¿Qué has encontrado? -preguntó Abe.

Jack se volvió a mirarlos con expresión sombría.

– Es la base de datos de Kristen -explicó Jack-. ¿Cómo demonios se las ingenió Madden para grabarla en su ordenador?

– Me engañó -dijo Kristen desde detrás, con voz apagada. Se abrió paso con suavidad y se situó delante de Abe; llevaba el cuaderno de Owen en la mano-. Una noche, después de la cena, me echó algo en el té para que me quedase dormida. -Frunció los labios-. Me acuerdo de que me desperté pensando que debía de estar más cansada de lo que creía. Llevaba unas cuantas noches durmiendo mal. Recuerdo que al no ver mi ordenador me asusté. No sabía dónde estaba. Entonces me di cuenta de que estaba dentro del maletín, a mis pies. Owen me vigilaba y no habría dejado que nadie me robase el ordenador mientras dormía. -Le tendió el cuaderno a Abe-. Todo está aquí escrito. Copió la base de datos mientras yo dormía. Debió de ser poco después de Año Nuevo.

Otra traición.

– Lo siento, Kristen -dijo Abe con voz suave.

Ella tragó saliva.

– Me ha utilizado para matar a todas esas personas -masculló con dureza.

– Tú has sido una víctima más en toda esta pesadilla -aclaró Mia.

Kristen se rio con tristeza.

– Díselo a las familias de las víctimas de Owen. Me parece que no pensarán lo mismo. -Alzó la mirada y la clavó en la pared, detrás de la mesa del ordenador; había varios diplomas enmarcados. Los de Chicago eran por su trabajo como voluntario con disminuidos psíquicos. Había dado clases de carpintería, cantería y metalistería en el centro social al que Leah acudía para hacer amigos. Los diplomas de Pittsburgh eran por su desempeño excepcional durante los treinta años que había trabajado como policía. Una sola medalla se encontraba colgada en medio de todos los diplomas. Era la condecoración que le habían otorgado por haber sido herido mientras combatía como marine en Vietnam, en 1965-. Aún no puedo creerlo -dijo Kristen con un hilo de voz-. No puedo creer que fuese policía, ni tampoco que matase a todas esas personas. Pero lo hizo. Y además me dijo que lo volvería a hacer.

Mia cogió el cuaderno que Abe tenía en las manos y echó un vistazo a la última carta.

– Bueno, al menos lo había contado casi todo antes de que lo interrumpieran. Las piezas van encajando.

– ¿Qué piezas? -preguntó Spinnelli desde la puerta. A él también se le veía muy serio-. ¿Qué hay en ese cuaderno?

– Una carta para Kristen -respondió Abe. Kristen, aturdida, seguía con la vista fija en los diplomas-. En ella le explica unas cuantas cosas, como que su nombre era Robert Henry Barnett pero se lo cambió a principios de los sesenta debido a desavenencias en la familia.

– Eso fue más o menos cuando asesinaron al chico que mató de una paliza a Colin Barnett -observó Mia-. La señorita Keene, la sombrerera, dijo que pensaba que tal vez Robert Barnett hubiese vuelto para vengar a su hermano. Tiene sentido.

– Fue marine en Vietnam -dijo Spinnelli, y sus ojos se posaron de inmediato en la medalla colgada en la pared-. Me parece que ya lo sabíais.

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Abe.

– Gracias a las huellas que encontraron en el garaje de Kaplan. -Spinnelli se acercó a la pared para observar los certificados-. A Owen Madden le concedieron una licencia honorable y abandonó el ejército tras el episodio de Vietnam; luego, volvió a Estados Unidos y consiguió trabajo como policía. Ya ves qué regalito le deparó el yin yang. Se retiró hace cinco años y compró un bar para policías en el centro de Pittsburgh. He llamado al que fue su jefe y me ha dicho que hace tres años que desapareció sin dar explicaciones. El día anterior, el bar estaba abierto con total normalidad; al día siguiente, en la puerta había un cartel de «Se vende».

– Se fue cuando supo lo de Leah -dijo Kristen en voz baja. Apartó la vista de la pared con expresión reservada. Era su forma de aferrarse a los últimos resquicios de control y Abe no podía culparla por ello-. La madre de Leah se estaba muriendo de cáncer y le preocupaba quién cuidaría de su hija cuando ella no estuviese. Contrató a un investigador privado para que localizase a Owen. Parece que él había venido a Chicago veintitrés años antes y conoció a la madre de Leah. Solo estuvo en la ciudad una semana, pero durante ese tiempo tuvieron una aventura. Cuando la semana tocó a su fin, él tuvo que regresar a Pittsburgh.