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Aquella noche había actuado correctamente; había librado al mundo de un parásito demasiado peligroso para vivir entre la gente decente. Dios estaría contento. Los inocentes se encontraban ahora un poco más protegidos. Así que tomó una decisión. Primero escogería los trocitos de papel con la esquina doblada. Aun así, el azar era definitivo, la elección última correspondía a Dios. Cuando no quedaran más papelitos de aquellos, pasaría a los delitos de menor importancia. Y, si no le daba tiempo de terminar, se consolaría pensando que, por el mismo precio, había realizado la parte más importante.

Desdobló el papelito y su sonrisa se tornó lúgubre. «Estoy preparado. Ya lo creo.»

Miércoles, 18 de febrero, 23.35 horas

– Está bueno.

Abe se rio.

– Pareces sorprendida.

– Lo estoy. -Kristen miró el gyro, iluminado de forma intermitente por la luz de las farolas. Se encontraban a pocos kilómetros de su casa; sin embargo, apenas un minuto después de salir del autoburguer confesó tener más hambre de la que creía y la emprendió a mordiscos con el bocadillo-. ¿Qué lleva esto?

– Cordero, ternera, cebolla, queso feta y yogur. ¿De verdad no lo habías probado nunca?

– Donde yo crecí, estas delicias no formaban parte de la comida cotidiana.

– ¿Y dónde creciste?

Kristen permaneció un buen rato con la vista fija en el bocadillo; Abe ya creía que no iba a responder.

– En Kansas -dijo al fin, y él se preguntó qué era lo que le fastidiaba tanto de Kansas.

Se esforzó por parecer despreocupado.

– ¿En serio? Te hacía de la costa Este.

– Pues no. -Kristen miró por la ventanilla-. Dobla a la izquierda después del semáforo.

Él guardó silencio mientras ella, lacónica, le indicaba cómo llegar a su casa. Cuando detuvo el todoterreno junto a la entrada, Abe se inclinó hacia delante para verle el rostro, o más bien el perfil, ya que ella mantenía la mirada fija en el infinito; no se volvió hacia él ni hacia su casa.

– Si lo prefieres, puedo llevarte a un hotel -se ofreció. Ella se puso tensa-. Lo digo en serio, Kristen. Nadie va a reírse de ti porque no quieras dormir aquí esta noche. Puedo dar una vuelta mientras recoges tus cosas.

– No. Vivo aquí. Nadie va a echarme de mi propia casa. -Envolvió lo que quedaba del bocadillo y recogió el ordenador portátil del suelo-. Te lo agradezco, pero no parece que ese hombre quiera hacerme daño. La alarma está conectada y cada hora pasará una patrulla. No me ocurrirá nada. Además, tengo que dar de comer a los gatos. Lo que sí te agradecería es que echases un vistazo a la casa. -Esbozó una media sonrisa y Abe se admiró de su valentía-. Los gatos no sirven de mucho como guardianes.

Él la siguió hasta la puerta lateral y esperó mientras entraba y desconectaba la alarma. En cuanto ella encendió la luz, Abe recorrió el interior con la mirada. Le llamaron la atención los electrodomésticos viejos, el estridente papel pintado y los armarios de formica desportillados. Al parecer, las horas de insomnio no habían dado tanto de sí como para reformar la cocina. Volvió los ojos hacia el lugar donde ella aguardaba; su tensión era evidente, ni siquiera se había quitado el abrigo. Incluso en la penumbra podía distinguir el movimiento de su garganta al tragar saliva. La necesidad de protegerla volvió a invadirlo; sin embargo, aunque la había conocido hacía pocas horas, sabía que no agradecería ningún tipo de contacto físico por muy buenas intenciones que abrigara el gesto. Así que se obligó a permanecer donde estaba, con las manos en los bolsillos.

– ¿Prefieres que encienda las luces o las dejo apagadas? -preguntó Kristen.

– Ya las iré encendiendo yo -respondió Abe. Ojalá hubiese accedido a que la llevase a un hotel. No sabía si se encontraba en peligro, pero estaba claro que tenía miedo, y la idea lo turbaba.

Avanzó por la casa y llegó a la sala de estar, encendió la luz y observó el papel de rayas azules. Kristen había hecho un buen trabajo. Annie, la hermana de Abe, que era decoradora profesional, no lo habría hecho mejor. En los dos dormitorios desocupados no encontró ningún espía asesino; ni tampoco en el cuarto de baño, en cuyos estantes aparecían bien dispuestos artículos de maquillaje y un bote de laca. Todo estaba muy ordenado, como si esperase a alguien. De pronto, Abe se preguntó a quién y se sintió irritado ante la idea de que una maquinilla y un bote de crema de afeitar tuvieran un lugar en el pulcro lavabo. Sin embargo, no vio ninguna de las dos cosas. No había rastro de ningún hombre. Se rio interiormente. Qué tonto. De haber un hombre en su vida, Kristen lo habría llamado para que fuera a recogerla en lugar de decidir tomar un taxi.

Y, de todos modos, no era asunto suyo.

Abrió la puerta del dormitorio de Kristen y lo recorrió con la mirada en busca de algún ligero movimiento. Nada. A decir verdad, tampoco lo esperaba. Accionó el interruptor y vio que el buen gusto de Kristen se extendía al mobiliario. Piezas de estilo art déco adornaban la habitación y proporcionaban solidez al ambiente. No había encajes ni puntillas, pero se respiraba un aire muy femenino. Tal vez se debiera al edredón de estilo antiguo que cubría la cama. O quizá al aroma de su perfume, todavía presente. En la almohada, un lustroso gato negro lo observaba con sus ojos verdes y cautelosos, como los de Kristen.

Abe dirigió el haz de la linterna bajo la cama y en el interior del armario ropero, lleno de trajes de color negro, azul marino y gris marengo. La habilidad de Kristen para combinar tonos no se reflejaba en el vestuario; quizá los funcionarios de tribunales dispusieran de algún código tácito en cuanto a la vestimenta. Aun así, le sorprendió la ausencia de trajes de fiesta, vestidos largos y zapatos extremados. Se entretuvo un rato acariciando al gato detrás de las orejas antes de volver a la cocina, donde Kristen se encontraba vertiendo té a granel en una tetera de porcelana decorada con grandes rosas. Aún llevaba puesto el abrigo; Abe pensó que tal vez al final hubiese decidido no quedarse en casa.

– En esta planta no hay nadie -aseguró, y ella asintió en silencio-. ¿Dónde está la puerta que conduce al sótano?

Kristen señaló la pared que quedaba detrás de Abe.

– Ten cuidado. Hay un poco de desorden ahí abajo.

Abe pensó que el desorden de casa de Kristen Mayhew resultaba más armonioso que el orden que reinaba en casa de cualquiera de sus hermanos. La repisa de la chimenea estaba lijada y desprovista de barniz. Sobre ella, apoyadas en la pared, había unas muestras de madera teñida. Abe suspiró. Su humilde servidor tenía razón. El cerezo era la mejor opción.

Kristen dio un respingo cuando la escalera que conducía al sótano crujió bajo los pasos de Reagan. No sabía qué la ponía más nerviosa, si el hecho de saber que un asesino la espiaba estando en su propia casa o que por primera vez en toda su vida hubiese un hombre en ella. Respiró hondo, el aroma del té la relajó lo bastante como para no comportarse como una loca. Abe Reagan regresó a la cocina y guardó la pistola en la funda que llevaba colgada al hombro.

La pistola. Había desenfundado el arma. Un escalofrío le recorrió la espalda.

– ¿Sin novedad?

Él asintió.

– Aquí no hay nadie más que tú, yo y el gato negro que está sobre tu almohada.

Kristen esbozó una sonrisa.

– Es Nostradamus. Me permite que duerma en su cama.

Reagan soltó una carcajada y ella notó que el corazón le daba un pequeño vuelco que nada tenía que ver con el acecho de un psicópata. Era increíblemente guapo y parecía agradable. Aun así, era un hombre.