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Kristen, aliviada, exhaló un suspiro entrecortado.

– Lo siento, Abe. Me gustaría poder cambiar las cosas, pero no puedo.

Él la miró con intensidad.

– Somos quienes somos por todo lo que hemos vivido, Kristen. Por mucho que lo deseemos, no podemos volver atrás y hacer que las cosas cambien. Y estamos donde estamos porque, en un momento dado, nuestras vidas se han cruzado. Por algún motivo todo esto ha ocurrido. Ahora estamos juntos. Y aquí y ahora te digo que no cambiaría nada de nada.

El rostro de Abe se desdibujó. Parpadeó y las lágrimas volvieron a resbalarle por las mejillas.

– ¿Y después? ¿Qué pasará cuando quieras tener un hijo?

– Podemos adoptar uno. Quería decírtelo esta mañana, pero no pensaba que estuvieses preparada para oírlo.

– Hay que esperar mucho -susurró; parecía demasiado bonito para ser cierto-. No es fácil adoptar a un bebé.

– ¿Quién habla de bebés? El mundo está lleno de niños que necesitan familia, hogar y cariño. Podemos formar una familia, Kristen. Tú y yo. Aunque no podamos reproducirnos biológicamente, te amo. Y si no llegamos a tener hijos, te seguiré amando. -La besó en los labios con tanta ternura que ella sintió que su corazón estaba a punto de hacerse añicos-. Cásate conmigo.

Casarse. Y con Abe, un hombre con un gran corazón. Era mucho más de lo que se atrevía a anhelar.

– ¿Estás seguro, Abe? -«Di que sí, por favor.»

– Segurísimo. -Lo dijo con voz queda, de forma que el sonido gutural pareció brotar directamente de su pecho.

– Te quiero -susurró Kristen mientras le recorría los labios con un dedo-. Nunca creí que pudiese encontrar a una persona como tú. Quiero hacerte feliz.

Sus ojos se tornaron abrasadores, del azul intenso de una llama, y Kristen se extrañó de que un día pudiesen parecerle fríos.

– Responda a la pregunta, abogada.

Ella sonrió junto al rostro de él.

– Sí.

Abe se relajó de repente y entonces Kristen se dio cuenta de que no estaba completamente seguro de que esa fuese a ser su respuesta. Él se puso en pie y la levantó también a ella. Sin pronunciar palabra, encendió el televisor y pasó de un canal a otro mientras ella lo observaba perpleja. Se detuvo cuando dio con uno de esos canales que solo emiten música y preciosas imágenes de fondo. Una suave voz invadió la habitación. Cantaba melodías del ayer. Abe se dio media vuelta y la cogió de la mano.

– ¿Bailas?

Ella se le acercó y ambos se abrazaron mientras se balanceaban al compás de la música. Él esperó a que ella se sumergiese en los confines de la intimidad antes de llevarla contra la pared. La empujaba con fuerza, estaba acalorado, erecto y a punto.

– ¿Tienes hambre? -preguntó.

Ella lo miró y exhaló un suspiro corto. Él sí tenía hambre, pero no precisamente de comida.

Los labios de Kristen esbozaron una sonrisa. Recordó que la primera vez que habían hecho el amor él le explicó cómo tenían que ser las cosas. Primero venía la cena, luego el baile y por último… Aunque hubiese tenido hambre, le habría mentido.

– No.

– Mejor. -La besó hasta que a Kristen le pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor-. Lo que menos me apetece ahora es ponerme a cocinar.

Cuando levantó la cabeza, ella lo miró con picardía.

– Pero me encantaría probar el postre -dijo.

La sonrisa que se dibujó en su rostro disparó el pulso de Kristen.

– A mí también, abogada. A mí también.

Epílogo

Sábado, 17 de julio, 13.30 horas

Abe apretó el último tornillo del caballete. Según las instrucciones de montaje, bastaban diez minutos para completar la operación, pero él había tardado dos horas. El que le hubiesen obsequiado con un vídeo sobre el montaje y la posterior utilización debería haberle hecho sospechar de que todo resultaría más complejo de lo que parecía a simple vista. No obstante, qué más daba. Era un regalo para Kristen.

La sala entera era un regalo para Kristen.

Ocupaba la habitación que quedaba libre en la casa, a la que se habían mudado la semana anterior. Él la había convertido en un estudio de arte y lo había llenado de todas las pinturas que pudiera necesitar. «No me extraña que el dependiente de la tienda de bellas artes haya estado a punto de besarme», pensó Abe con ironía; las pinturas eran carísimas. No obstante, qué más daba. Era un regalo para Kristen y, ahora que ya no tenían que pensar en la hipoteca de su casa anterior, podían permitírselo.

Por suerte, la habían vendido enseguida. Annie les había ayudado a realizar algunas reparaciones imprescindibles. Habían empapelado la sala y habían terminado las obras de la cocina. Y, a pesar del tiempo empleado y el coste económico, tanto Kristen como sus antiguos vecinos se alegraban de que la casa albergase a una pareja que se sentía fascinada por los últimos acontecimientos allí vividos. Él era periodista, y ella, escritora. A Abe le entraban escalofríos solo de pensar en ello. Mejor sería venderles la casa y desearles que la disfrutasen.

Los nuevos propietarios de la casa de Owen también estaban encantados. Owen se la había legado a Kristen con la condición de que se quedase con parte de los beneficios de la venta y donase el resto al centro social al que habían asistido Leah y Timothy. Ella había hecho la donación y había empleado el resto en instituir un fondo de ayuda para la hija de Kaplan y para las sesiones de fisioterapia que Vincent había iniciado. Este había resultado ser más fuerte de lo que creían y, a pesar de que no volvería a trabajar en una cafetería, la rehabilitación le permitiría llevar una vida más o menos normal.

Abe retrocedió para observar el resultado. Era un caballete de dos palos y disponía de una manivela para subir y bajar los lienzos. Podía sostener cuadros de hasta dos metros y medio de altura. Dio un vistazo a los que había sacado del cobertizo de la vieja casa de Kristen. Eso era lo que ocultaba tras un enorme candado; los cuadros que había pintado en Italia y durante los primeros años de sus estudios de arte. Retratos y paisajes tan sensacionales que, al verlos, se le encogió el corazón. Y, por supuesto, él era completamente objetivo.

Su esposa estaba bien dotada; en muchos sentidos. Su última obra, todavía sin terminar, se encontraba sobre un caballete improvisado en un rincón de la estancia. Había captado en ella la belleza de Florencia. Era la vista que tenían desde la habitación del hotel en el que se habían alojado durante la luna de miel, lo cual otorgaba a la obra un valor especial.

La casa en sí no era gran cosa, pero Abe sabía que, gracias a Kristen y a Annie, su aspecto iba a cambiar rápidamente. Además, esta vez Kristen se llevaba bien con los vecinos. La nueva casa se encontraba a pocos metros de la de sus padres. Y a tan solo unas manzanas de la de Sean y Ruth. La vida les sonreía.

– ¿Abe?

Oyó el ruido de la puerta de entrada al abrirse de golpe.

– Estoy aquí, cariño. En la habitación libre. -Impaciente por ver su reacción, la observó subir la escalera. Pero la emoción se tornó perplejidad en cuanto Kristen llegó al descansillo. Estaba pálida y temblorosa a pesar del calor que hacía en aquel día de julio-. ¿Qué ocurre? -Ella lo miró con expresión distante e impenetrable. La asió del brazo, la hizo entrar en la habitación y la apremió delicadamente a sentarse en una silla mullida. Luego se agachó a su lado para observar de cerca la palidez de su rostro-. Te he preguntado qué ocurre.

Ella recorrió la sala con la mirada y se quedó sin respiración.

– Abe… Muchas gracias.