– ¿Tu gato se llama Nostradamus? -le preguntó con una sonrisa.
Kristen asintió.
– Mefistófeles aún no ha vuelto. Ha salido a cazar ratones.
La sonrisa de Abe se hizo más amplia.
– Nostradamus y Mefistófeles. El profeta agorero y el mismísimo diablo. ¿Y por qué no Pelusa o Copo de Nieve?
– Nunca he sido capaz de ponerles nombres simpáticos -respondió Kristen con sequedad-. No va con su naturaleza. La primera semana que estuvieron en casa, destrozaron la moqueta de tres habitaciones.
– Pues si alguna vez te compras un perro, llámalo Cerbero. Así tendrás a la familia al completo.
Kristen notó un tirón en las comisuras de los labios, justo lo que él se había propuesto; de pronto, sintió una oleada de gratitud por sus esfuerzos para levantarle el ánimo.
– El guardián de tres cabezas del Hades. Lo tendré en cuenta. ¿Te apetece un poco de té? Suelo tomarlo por la noche cuando estoy muy tensa. Espero que me temple los nervios y pueda dormir.
– No, gracias. Debería marcharme a casa y recuperar unas cuantas horas de sueño. Tengo que encontrarme con Mia y Jack de madrugada en el escenario del primer crimen.
Las manos de Kristen se calmaron al posarlas en la tetera.
– ¿Por cuál empezaréis?
Él se encogió de hombros.
– Por Ramey. Iremos en el mismo orden que él.
Kristen se sirvió té. Le temblaban las manos y el té se derramó en la vieja encimera. Hizo una mueca.
– Tiene sentido. -Levantó la vista y se encontró con que Abe la miraba con la misma intensidad que en el despacho de Spinnelli. Se dio cuenta de que estaba preocupado y eso la hizo erguirse. Ella no era una mujer cobarde. Podía ser muchas cosas, pero no cobarde-. Yo también quiero ir.
Él lo pensó un momento.
– Tiene sentido -dijo repitiendo sus palabras-. Ponte calzado cómodo.
Kristen bajó la vista a la taza de té y luego volvió a alzarla.
– No tengo coche.
– Pasaré a recogerte a las seis en punto.
La partida había empezado y le tocaba a ella mover ficha.
– Gracias. Mañana alquilaré un coche, pero…
– No te preocupes, Kristen. No me importa.
Y era evidente que lo decía en serio, lo cual la inquietó.
– Entonces…
Él se dio impulso para apartarse de la pared en la que estaba apoyado.
– Me voy. -Se detuvo junto a la puerta-. Has hecho un trabajo estupendo en la casa.
Kristen rodeó con las manos la taza humeante y captó su calor. Tenía mucho frío.
– Gracias. Y gracias por acompañarme a casa. Y por el gyro.
Él escrutó su rostro con semblante impenetrable.
– ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí?
Ella esbozó una sonrisa que aparentó mucha más seguridad de la que sentía.
– Segurísima. Vete a dormir. Quedan pocas horas para las seis.
Abe la miró poco convencido antes de volverse hacia la puerta de la cocina y salir en busca del coche. A través de las cortinas vaporosas que cubrían las ventanas la vio cerrar con llave y conectar la alarma. Por un momento, dudó si entrar y llevársela a la fuerza a algún lugar relativamente seguro, como un hotel; pero sabía que debía mantenerse al margen. Kristen Mayhew era una mujer adulta y totalmente capaz de tomar sus propias decisiones.
Cuando puso en marcha el motor y arrancó, se dio cuenta de que no lo había llamado detective Reagan. Ni tampoco Abe. Habían estado hablando durante casi una hora y no se había dirigido a él con ningún nombre. No debía permitir que aquello le molestara, que algo en ella lo molestara. Era atractiva, pero había conocido a muchas mujeres atractivas desde que no trabajaba de incógnito. Durante cinco años había evitado intimar con nadie, y encontraba tiempo para ver a su familia, a sus hermanos y hermanas, a sus padres, a Debra, siempre preocupado por si lo habían seguido, por si el simple hecho de visitarlos los ponía en peligro.
Ahora se había librado de la carga que suponían la confidencialidad y el aislamiento constantes y trabajaba en un entorno en el que las personas establecían relaciones profesionales y sociales. Era normal que se sintiese tentado el primer día que salía. Lo raro sería no encontrar tentadora a Kristen Mayhew. Se conservaba igual de guapa que la primera vez que la había visto.
Sin embargo, a diferencia de entonces, ahora se sentía libre de experimentar sin culpabilidad el deseo que se aferraba a su instinto visceral como una mano resbaladiza. Debra se había ido para siempre. Tras cinco años en los infernales confines de la existencia, por fin había alcanzado la paz. Y él debía seguir adelante con su vida. El primer paso sería conseguir que Kristen Mayhew lo llamara por su nombre de pila. A partir de ahí, todo se andaría.
Desde la ventana del salón, Kristen observó, preocupada, cómo las luces del coche de Reagan desaparecían al doblar la esquina. «Tengo que ser valiente», se dijo. Escrutó la calle preguntándose si el hombre que había asesinado a cinco personas la estaría espiando en aquellos momentos. Sin embargo, la calle estaba desierta y en las ventanas de las casas vecinas reinaba la oscuridad. No obstante, el sentimiento de inquietud persistía. Kristen no estaba segura de hasta qué punto podía atribuirlo al hombre que se hacía llamar su «humilde servidor» o a aquel que se había mostrado incapaz de dejarla desprotegida en un pasillo sin luz.
Se dirigió despacio a su dormitorio y se sentó frente al tocador. Tratándose de hombres, Abe Reagan constituía un buen ejemplar. Alto, moreno. Muy guapo. No era tan ingenua como para no darse cuenta del interés que destellaba en sus ojos azules, y era lo bastante honrada como para admitir que aquello no la dejaba indiferente. Metódicamente, extrajo las horquillas de su moño y las colocó en una bandejita de plástico mientras contemplaba su reflejo en el espejo. No era guapa, y lo sabía. Tampoco resultaba excesivamente poco atractiva, y también lo sabía. Los hombres a veces se fijaban en ella. Pero ella nunca se volvía a mirarlos, nunca les ofrecía la mínima esperanza.
Había oído los rumores. La llamaban la Reina de Hielo.
El nombre se correspondía bastante con la realidad, por lo menos en apariencia, que era lo único que permitía que los demás vieran.
Pero no era tan fría como para no reconocer a los hombres de buenas intenciones, y algunos había. No estaba tan ciega como para no darse cuenta de que Abe Reagan era uno de ellos. Sin embargo, incluso los hombres de buenas intenciones exigían más de lo que ella era capaz de dar, en muchos aspectos.
Del cajón del tocador extrajo el pequeño álbum que tal vez constituyera su mayor tesoro y su mayor pesar. Mientras lo hojeaba, sus ojos se clavaban en una fotografía detrás de otra. Luego, como siempre, cerró el álbum con decisión y lo guardó. Necesitaba dormir. Abe Reagan pasaría a recogerla a las seis y la llevaría al lugar donde deberían encontrar el cadáver de Anthony Ramey.
Le habría gustado poder lamentar su muerte, pero no podía.
Anthony Ramey era un violador, y no había recuperación posible para sus víctimas.
Ella lo sabía muy bien.
Jueves, 19 de febrero, 00.30 horas
Zoe Richardson cerró con llave la puerta después de haber enviado a su amante de vuelta a casa, junto a su esposa. Encendió el televisor; había grabado las noticias de las diez, pues durante la emisión había estado ocupada. Se estiró con gestos lánguidos; se sentía tan gratamente sorprendida como la primera vez. Se había propuesto seducirlo por ser quien era y por los contactos que tenía, pero además el hombre había resultado una maravilla en la cama. No había tenido que fingir ni una sola vez.
Pero la diversión había terminado. Era hora de ponerse a trabajar. Rebobinó la cinta hasta que aparecieron los alegres presentadores de las diez, y su buen humor se ensombreció súbitamente, como siempre que veía a otra persona ocupar el puesto que alguna vez le había pertenecido. Había cumplido con su deber, maldita sea. Había retransmitido todas las noticias insulsas y de poco interés que le habían puesto por delante. En fin, qué más daba. Con sus nuevos contactos, llegar a lanzar un bombazo, el relato que haría aparecer su rostro en todos los televisores estadounidenses, era solo cuestión de tiempo. Y una vez ahí, no tenía intenciones de desaparecer.