Mia lo contempló impertérrita.
– Así que él es la oveja negra de la familia, ¿no? Negra pero rica.
Abe sofocó una risita.
– Imagínatelo. Todos los demás somos policías, y él se pasa el día jugándose el dinero.
– Así que tienes sangre azul.
– Sí. Mi padre era policía. Ahora está retirado, pero lo lleva en la sangre. Mi abuelo también lo fue. Y también lo es uno de mis hermanos. -Arqueó una ceja-. Aidan está soltero.
– No salgo con policías -aclaró Mia con una sonrisa.
– Una chica lista.
Mia frunció el entrecejo.
– Lo suficiente para darme cuenta de que Ruth es la esposa de Sean y de que Debra era la tuya y está enterrada en Willowdale. ¿Quiénes son Jim y Sharon?
Abe abrió los ojos, más sorprendido por el descaro de Mia que por su capacidad deductiva.
– Los padres de Debra -respondió-. No nos llevamos del todo bien. ¿Siempre eres tan entrometida?
– Ahora eres mi compañero -aclaró Mia-. ¿Cuánto tiempo hace que murió Debra?
– Depende de cómo se mire -respondió él, y suspiró al ver que ella arrugaba el entrecejo-. Debra resultó herida hace seis años. Técnicamente, la muerte cerebral se produjo antes de que la ambulancia entrara en urgencias. Y ya no despertó.
Eso no figuraba en el expediente.
– ¿Qué le ocurrió?
Poco a poco, el semblante de Abe se tornó inexpresivo.
– Le alcanzó una bala que iba dirigida a otra persona.
– ¿A quién? -preguntó Mia, como si Abe no lo llevara escrito en el rostro. Pobre hombre.
– A mí. Fue un cabrón con cierta debilidad por la venganza; yo había detenido a su hermano. -Tragó saliva con impaciencia-. Y el maldito cabrón tenía una puntería nefasta.
La compasión suavizó la mirada de Mia.
– ¿Y cuándo murió? Técnicamente.
– ¿Técnicamente? Hace un año.
– Lo siento -dijo ella.
Abe asintió con frialdad.
– Gracias.
– ¿De cuántos meses estaba embarazada?
Abe apretó los dientes y apartó la mirada.
– De ocho. Ocho jodidos meses.
Mia suspiró.
– ¿Sabes qué mierda le cayó al que mató a Ray? Le rebajaron la pena. Si se porta bien, lo tendremos paseándose por la calle dentro de dos años.
Abe alzó los ojos.
– Pues dentro de dos años lo estaremos esperando, Mitchell.
«A Ray le habrías gustado, Abe Reagan -pensó Mia-. A pesar de tu manía de hacerte el valiente y correr riesgos innecesarios.» De todas formas, ahora comprendía por qué Abe había expuesto su vida tantas veces. El dolor puede hacer que un hombre se comporte como no lo haría en otras circunstancias.
– ¿Tienes previsto hacer alguna proeza estúpida, del estilo de las de narcóticos?
Los labios de Abe se curvaron hacia arriba.
– No.
– Bien.
Jueves, 19 de febrero, 14.30 horas
Desde la furgoneta, observó a una anciana con uniforme de criada abrir la puerta y recoger la caja que él había dejado en el peldaño de la puerta después de llamar al timbre.
Puso en marcha el vehículo y esbozó una sonrisa de satisfacción. Dobló la esquina y entró en un callejón; bajó de la furgoneta de un salto y retiró el rótulo magnético, de forma que el que había estampado debajo quedó al descubierto. Se dirigió al otro lado e hizo lo propio. Luego enrolló los rótulos magnéticos, los guardó en la furgoneta y se sentó al volante.
Tenía que volver al trabajo, al que le daba de comer. Aunque el que de verdad le importaba comenzaba en cuanto se ponía el sol.
Jueves, 19 de febrero, 15.30 horas
Kristen estaba sentada en el interior de su coche, aterrorizada ante lo que estaba a punto de hacer. Mitchell y Reagan llegarían de un momento a otro. Y ella tendría que enfrentarse una vez más a los ojos acusadores de Sylvia Whitman.
Recordaba el día del juicio de Ramey. Hacía mucho frío, como en aquel momento. Las tres mujeres, vestidas con las clásicas prendas que llevaban a diario para ir a trabajar, parecían petrificadas y al borde de la náusea. Sus maridos o novios apenas lograban contener la furia que sentían al ver a Ramey sentado junto a su abogado defensor. Cada una de aquellas mujeres se enfrentó a los hechos y volvió a contar su historia con las manos fuertemente entrelazadas. Ninguna de ellas pudo ocultar la vergüenza que sentía. No eran capaces de mirar a nadie a los ojos. «Excepto a mí», pensó Kristen. Las tres fijaron la mirada en el rostro de Kristen, como si fuese su única ancla de salvación en toda la sala.
Qué valientes habían sido. Incluso cuando el abogado defensor las bombardeó a preguntas y minó su autoestima y su compostura. Ninguna de las tres se desmoronó. Hasta que el jurado leyó el veredicto y Ramey salió en libertad. Entonces se vinieron abajo.
Kristen exhaló un suspiró tembloroso. A ella le había ocurrido lo mismo. Y el abatimiento se había agravado aquella mañana, al ver el cadáver de Anthony Ramey con la pelvis destrozada.
No sentía indignación por el daño que había sufrido Ramey, ni pena por el dolor que experimentaría su familia ante la pérdida. Había negado aquella emoción mientras permanecía frente al cadáver junto a Mitchell y Reagan, pero luego, a solas, fue capaz de admitirla. Era muy simple… sentía satisfacción. Y gratitud.
Su humilde servidor había asesinado a un hombre que no merecía vivir y cuya muerte ella se negaba a lamentar. Estaba mal, pero era un sentimiento humano. Y, a fin de cuentas, ella era un ser humano.
Mitchell detuvo su sedán oscuro frente a ella; lo aparcó junto al bordillo y Kristen observó que se abría la puerta del acompañante y Reagan salía del coche, se erguía y se alisaba la corbata. Sintió un nudo en la garganta al ver sus hombros anchos, su figura esbelta y el atisbo casi imperceptible de barba en sus mejillas. Tragó saliva. Sí, aún era un ser humano.
Reagan miró la casa que se alzaba al final de la cuesta y luego volvió su mirada hacia ella. El corazón de Kristen obvió un latido al observar que el viento le revolvía el pelo oscuro y hacía ondear el bajo de su abrigo desabrochado. Una imagen magnífica, tenía que reconocerlo.
Aquello la obligaba a admitir algo más. La sangre aún le corría por las venas, su pulso era capaz de acelerarse por algo más que por el miedo. Le parecía ridículo. En especial, el no poder apartar la vista de sus ojos. Así que abrió la puerta en el mismo instante en que él se disponía a hacerlo. Bajó del coche sin ayuda e hizo un ademán de agradecimiento con la cabeza al ver su mano extendida.
– No es necesario -dijo en voz alta-. ¿Qué hay de nuevo?
Mia aguardaba en la acera.
– Hemos avisado a los parientes más cercanos. Acudirán a identificar los cadáveres durante las próximas horas. La madre de King ha estado a punto de romperme los tímpanos con sus gemidos y su novia casi le destroza a Abe su cara bonita con las uñas.
Abe alzó la vista al oír lo de su cara bonita.
– ¿Y nuestros amigos los Blade? -preguntó Kristen.
– Hemos dado con los familiares cercanos de dos de ellos. Nadie parece saber nada del tercero. -Mia frunció el entrecejo-. La novia de uno de ellos asegura que estaba con ella el 12 de enero y que al día siguiente desapareció. El hermano del segundo afirma que el 20 de enero se encontraba en casa y que al día siguiente desapareció. Una semana de diferencia.
Abe se encogió de hombros.
– Con suerte, el examen del forense nos proporcionará una estimación razonable de la fecha de la muerte. -Volvió a mirar al final de la cuesta-. ¿Estamos a punto?
– ¿Qué le preguntaréis a la señora Whitman? -quiso saber Kristen-. No sabemos qué día murió ninguno de ellos, así que no podemos pedirle que presente una coartada.
– No importa -dijo Abe-. Me interesa más ver cómo reacciona ante la noticia.
– Yo no esperaría lágrimas -replicó Kristen en tono rotundo.
– ¿De aflicción?