– De ningún tipo. Sylvia Whitman no es una mujer de lágrima fácil. -Kristen irguió la espalda-. Acabemos de una vez con esto.
Mia y Reagan se quedaron detrás y dejaron que fuese Kristen quien llamara al timbre. Sylvia Whitman abrió la puerta y mostró una expresión de desdén pero no de sorpresa.
– No parece sorprendida de verme, señora Whitman -aventuró Kristen en tono tranquilo.
– No lo estoy. -La mujer retrocedió-. Entren.
Mientras tenían lugar los saludos de rigor, Abe pensó que, aunque no podía decirse que la mujer los hubiese recibido con los brazos abiertos, al menos no les había ordenado que se marcharan. Durante el trayecto en coche, Mia lo había puesto al corriente de las consecuencias del juicio, de las mordaces cartas que el señor Whitman había enviado al jefe de Kristen pidiéndole que la despidiera por incompetente.
El hecho de que Kristen todavía se sentía culpable por no haber conseguido que condenaran a Ramey se hizo evidente en cuanto pisó la calle; el terror que experimentó al mirar la casa casi podía palparse. Sin embargo, una vez dentro recobró la compostura y mantuvo un semblante tan sereno como el de Whitman. Abe le reconoció el mérito.
– Perdonen que no les ofrezca té -dijo la señora Whitman mientras los conducía a la sala de estar. Abe escogió un asiento desde donde podía observar bien el rostro de Whitman. Cuando la noche anterior afirmó que una de las víctimas originales podría haber asesinado a todos los hombres hablaba en serio. Con el término «originales» se refería a las once víctimas cuyos nombres aparecían inscritos en mármol. Que los cinco hombres pudieran merecer ese final, no cambiaba el hecho de que los habían asesinado. Una de sus víctimas podría haber tramado el plan: matar al agresor y de paso eliminar a unos cuantos más que también lo merecían. Menuda ironía para la acusación.
Kristen, sentada, entrelazó las manos sobre el regazo.
– Estos son los detectives Reagan y Mitchell. Señora Whitman, ¿por qué no le sorprende verme? -preguntó Kristen con serenidad, lo cual llenó a Abe de orgullo.
La señora Whitman frunció los labios, se puso en pie y cogió un sobre de un escritorio. «Más sobres», pensó Abe. Sin pronunciar palabra, le entregó el sobre a Kristen, quien extrajo la carta y, sosteniéndola por un extremo, la ojeó y suspiró.
– «Mi querida señora Whitman» -leyó en voz alta-: «Lo que ha sufrido es indescriptible, así que no intentaré buscar palabras para expresarlo. Quiero que sepa que su torturador por fin ha recibido su merecido. Está muerto. Eso no le ayudará a recuperar lo que ha perdido, pero deseo que la ayude a seguir adelante con su vida.» -Levantó la vista-. «Su humilde servidor.»
– Entonces, ¿es verdad? -preguntó Whitman-. ¿Ramey ha muerto?
Kristen asintió.
– Sí. ¿Cuándo recibió esa carta, señora Whitman? ¿Y cómo le llegó?
– La he encontrado esta mañana en el felpudo, debajo del periódico.
«Después de que Kristen encontrara los regalitos en el maletero de su coche», pensó Abe. La secuencia temporal era interesante, y el medio por el que le había llegado la carta hacía difícil el rastreo. Se apostaba cualquier cosa a que no iban a encontrar huellas en la carta ni en el sobre; pero podían preguntarle al repartidor de periódicos la hora de la entrega.
– ¿Había algo más junto con la carta? -preguntó Abe, y Whitman lo miró impávida.
– No. Solo la carta y el sobre. ¿Por qué?
Kristen introdujo la carta en el sobre y se la entregó a Mia.
– Los detectives necesitan que les explique dónde se encontraba en el momento de la muerte de Ramey, señora Whitman.
Mia guardó la carta.
– Les agradeceremos a usted y a su marido que se acerquen a la comisaría y nos permitan tomar sus huellas dactilares. Así podremos comprobar que son distintas de las de la persona que escribió la carta.
– Les ahorraré tantas molestias, detectives -dijo Whitman con excesiva suavidad-. Si Ramey fue asesinado por la noche, yo me encontraba en casa sola. Nadie puede confirmar mi coartada. Yo no lo maté pero me quito el sombrero ante quien lo hizo.
– ¿Y el señor Whitman? -preguntó Kristen.
– No está. -Por un momento Abe creyó que Whitman iba a perder la compostura, pero se recuperó tras respirar hondo-. Solicitó el divorcio un año después del juicio.
– Necesitamos su dirección, señora -dijo Abe. Los ojos de Whitman emitieron un destello de dolor, enojo y humillación, y Abe la compadeció-. Lo siento.
Jueves, 19 de febrero, 18.00 horas
Si las entrevistas con Sylvia Whitman y Janet Briggs habían sido frías y formales, la conversación con Eileen Dorsey y su marido fue todo lo contrario. Los gritos retumbaban todavía en los oídos de Kristen, su corazón aún latía salvajemente.
– Ha sido de lo más agradable -ironizó Mia mientras se frotaba la frente con desaliento.
Kristen se recostó en el asiento del coche de alquiler. No lograba controlar el temblor de su cuerpo.
Oyó la voz de Reagan detrás de ella.
– ¿Estás bien, Kristen?
Dejó que el sonido de su voz, su cercanía, la invadiera. Notó que el temblor amainaba. No se permitió pararse a pensar cómo o por qué aquel hombre le hacía sentirse tan segura. De momento se limitaría a tomar lo que le ofrecía.
– Sí -respondió con una leve sonrisa-. Pero me alegro de que estuvierais allí. El hecho de ir acompañada de dos detectives armados me ha ayudado a mantenerlos a raya. Por lo menos ya sabemos que tienen una pistola.
Mia resopló.
– Tienen cincuenta, no una. Juro que nunca había visto a un particular con tantas armas juntas.
Reagan se desplazó para apoyar la cadera en el capó del coche de Mia.
– «Sí, tengo una pistola, detective» -parodió.
Kristen soltó una risita. Su nivel de adrenalina empezaba a disminuir. Reagan había imitado a la perfección a Stan Dorsey cuando, indignado, había depositado un enorme revólver encima de la mesa del comedor y, a continuación, dos semiautomáticos, un rifle de caza pintado de camuflaje y un AK-47. Luego, había abierto la puerta de un descomunal armero hecho a medida para mostrarles cuarenta armas más al tiempo que los miraba lleno de furia.
– Y lo cierto es que todas han sido disparadas recientemente -añadió Kristen con un hilo de voz. Aún le duraba el miedo que había sentido cuando Dorsey se había plantado delante de ella y le había confesado que todas las noches soñaba que dejaba a Ramey como un colador. Aseguró que él no había matado a aquel hijo de puta, pero que, de haberlo hecho, habría rezado para que fuera ella quien llevara la acusación; dada su ineptitud, seguro que estaría de vuelta en casa a la hora de cenar. Luego se le había encarado y había lanzado el último bombazo: ojalá Ramey la hubiera seguido a ella aquella noche; así sabría lo que quería decir ser una víctima.
Entonces Kristen había notado el calor de Reagan, quien se le había acercado por detrás. No la tocó, no dijo nada, pero algo en su rostro captó la atención de Dorsey e hizo que el hombre, con movimientos lentos y comedidos, retrocediera un paso y bajara los puños cerrados. Reagan extendió el brazo por encima de su hombro para entregarle a Dorsey una tarjeta al tiempo que le indicaba que llamase si sabía algo más.
Mia sacudió la cabeza.
– Me pregunto si los vecinos saben que viven al lado de un puto arsenal. Conque coleccionista, ¿eh? Qué listo.
Reagan se encogió de hombros.
– Están todos registrados. No infringen la ley.
– También han recibido una carta.
Kristen trató de apartar de su mente la mirada salvaje de Dorsey. Estaba lo bastante fuera de sí como para haber asesinado a alguien; pero era demasiado apasionado para haberlo hecho de una forma tan metódica.
– Como Janet Briggs -apuntó Mia.
– O nuestro humilde servidor contrató un servicio de entrega a domicilio verdaderamente discreto, o se ocupó él en persona -observó Abe-. Si las otras víctimas también han recibido una carta, en total son once. Alguien tiene que haber visto algo. Haremos un sondeo por el vecindario para ver si alguien recuerda algún coche o a alguien que merodeara por allí anoche.