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Se masajeó el cuero cabelludo con gesto cansino.

– No ha habido unanimidad. Once miembros del jurado dicen que es culpable; uno, que es inocente. El número tres. Vendió hasta el alma por el dinero del «acaudalado industrial Jacob Conti». -Recitó literalmente la descripción que la prensa había hecho del padre de Angelo Conti, el hombre que ella sabía que había corrompido el proceso e impedido que una familia afligida obtuviera justicia.

La mirada de John se ensombreció y su mandíbula se tensó.

– ¿Estás segura?

Ella recordó cómo el hombre que ocupaba la silla número tres había evitado mirarla a los ojos cuando el jurado entró ordenadamente en la sala, tras cuatro días de deliberación, y cómo los otros miembros del jurado lo observaban con desdén.

– Sí, estoy segura. Tiene niños pequeños y un montón de facturas que pagar. Es el objetivo perfecto para un hombre como Jacob Conti. Todos sabemos que Conti estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de salvar a su hijo. Si te preguntas si puedo probar que el número tres aceptó dinero de Conti a cambio de romper la unanimidad del veredicto -agitó la cabeza-, la respuesta es no; no puedo.

John apretó el puño sobre el mostrador.

– Así que, para decirlo con pocas palabras, no tenemos nada.

Kristen se encogió de hombros. El cansancio estaba empezando a hacer mella. Demasiadas noches en blanco antes de que aquel juicio llegase a su punto culminante. Y tampoco aquella noche podría dormir. Sabía que, en cuanto posara la cabeza en la almohada, en sus oídos resonarían los gritos atormentados del joven marido de Paula García mientras el jurado se disolvía y el hijo de Jacob Conti abandonaba la sala en libertad. Por lo menos hasta que lograsen volver a procesarlo.

– Haré un seguimiento de los gastos del número tres. Antes o después tendrá que liquidar las facturas. Solo es cuestión de tiempo.

– ¿Y mientras tanto?

– Iniciaré otro juicio. Angelo Conti regresará a Northwestern y volverá a la bebida y Thomas García regresará a un piso vacío y se sentará delante de una cuna vacía.

John suspiró.

– Has hecho cuanto estaba en tu mano, Kristen. A veces no podemos hacer nada más. Ojalá…

– Ojalá hubiese estampado su Mercedes contra un árbol en lugar de contra el coche de Paula García -le espetó Kristen con amargura-. Ojalá hubiese estado sobrio y no tan borracho como para considerar una buena idea obligarla a salir del vehículo destrozado y golpearla con una llave inglesa hasta matarla para evitar que hablara. -Temblaba a causa del agotamiento y de la pena que sentía por aquella mujer y por el hijo que esperaba-. Ojalá Jacob Conti dedicase sus esfuerzos a enseñarle a su hijo a ser responsable más que a librarlo de la cárcel.

– Ojalá Jacob Conti le hubiera enseñado a su hijo a ser responsable antes de entregarle las llaves de un deportivo de cien mil dólares. Kristen, vete a casa. Estás hecha una mierda.

Ella soltó una risita histérica.

– Desde luego, sabes cómo tratar a una mujer.

Él no le devolvió la sonrisa.

– Hablo en serio. Vas a quedarte dormida de pie. Y mañana te necesito aquí, lista para continuar.

Kristen lo miró e hizo una mueca irónica.

– Camelador, más que camelador.

Esta vez sí que le devolvió la sonrisa. Pero enseguida recobró la seriedad.

– Quiero a Conti, Kristen. Se ha burlado del sistema y ha roto el consenso del jurado. Quiero que pague por ello.

Kristen se forzó a levantarse del taburete y obligó a sus piernas a sostenerla luchando contra el efecto de la gravedad y el agotamiento. Clavó sus ojos en los de John con adusta determinación.

– No más que yo.

Miércoles, 18 de febrero, 18.45 horas

Abe Reagan avanzó a través del laberinto formado por las mesas de trabajo de los detectives, muy consciente de las miradas escrutadoras que lo seguían, mientras trataba de localizar al teniente Marc Spinnelli, su nuevo jefe.

Oyó la conversación cuando se encontraba a un metro de la puerta entreabierta del despacho de Spinnelli.

– ¿Por qué él? -preguntaba una voz de mujer-. ¿Por qué no Wellinski o Murphy? Caray, Marc, quiero un compañero en el que pueda confiar, no el nuevo a quien nadie conoce.

Abe esperó la respuesta de Spinnelli. Sin duda, aquella mujer, Mia Mitchell, iba a ser su nueva compañera y, después de la pérdida reciente que había sufrido, no podía culparla por adoptar aquella actitud.

– En realidad, no quieres ningún compañero, Mia -fue la franca respuesta, y Abe pensó que era bastante acertada-. Pero de todas formas lo tendrás -prosiguió Spinnelli-. Y como resulta que soy tu superior, me toca a mí elegirlo.

– Pero si nunca ha trabajado en homicidios. Necesito a alguien con experiencia.

– Tiene experiencia, Mia. -La voz de Spinnelli sonaba tranquilizadora sin resultar condescendiente. A Abe le gustó-. Ha trabajado como agente encubierto para la sección de narcóticos durante los últimos cinco años.

«Cinco años.» Se infiltró en una organización un año después de que a Debra le dispararan, con la esperanza de que el riesgo atenuara el dolor que le producía ver la vida de su esposa reducida a aquel limbo de existencia asistida que los médicos llamaban «estado vegetativo persistente». Sin embargo, no le sirvió de nada. Al cabo de un año, ella murió y él decidió seguir con su tapadera, con la esperanza de que el riesgo atenuara el dolor de haber perdido por completo a su esposa. Y en esa ocasión sí que le sirvió.

Mitchell guardaba silencio y Abe llamó a la puerta cuando volvió a oír la voz de Spinnelli, esta vez acusatoria.

– ¿Has leído alguno de los informes que te entregué?

De nuevo se hizo el silencio, seguido de una respuesta defensiva por parte de Mitchell.

– No he tenido tiempo. He tenido que ocuparme de que a Cindy y a los niños no les faltase comida en la mesa.

Cindy debía de ser la viuda de Ray Rawlston, el antiguo compañero de Mitchell, muerto en una emboscada que a ella le costó una cicatriz justo por encima de las costillas causada por una bala que erró por poco los órganos vitales. Todo parecía indicar que Mitchell era una policía con suerte. Y todo parecía indicar también que Abe sabía mucho más sobre ella que ella sobre él. Ya no tenía por qué esconderse, así que golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos.

– Adelante. -Spinnelli estaba sentado frente a su escritorio y Mitchell se apoyaba en la pared con los brazos cruzados sobre el pecho; lo escrutó con descaro. Su metro sesenta de estatura y sus cincuenta y siete kilos de peso conformaban una masa muscular bien distribuida. Su expediente revelaba que era soltera, no se había casado nunca y tenía treinta y un años, aunque su rostro aparentaba bastantes menos. Pero sus ojos… A juzgar por su mirada bien podría ser que hubiera acudido a recoger el reloj que le correspondía por la jubilación. A Abe aquel contraste le resultaba familiar.

Spinnelli se puso en pie y le tendió la mano para saludarlo.

– Abe, me alegro de volver a verte.

Abe miró brevemente a Spinnelli mientras le estrechaba la mano y enseguida retomó el examen de su nueva compañera. Ella lo miró a los ojos, lo que la obligó a echar la cabeza hacia atrás y a alzar la vista. No pestañeó. Continuó apoyada en la pared, con los músculos en tensión.

– Yo también me alegro de verlo, teniente. -Se volvió de nuevo-. Tú debes de ser Mitchell.

Ella asintió con toda tranquilidad.

– Eso ponía en mi taquilla la última vez que lo comprobé.

«Por lo menos no me aburriré», pensó Abe. Le tendió la mano.

– Soy Abe Reagan.