– Yo soy Abe Reagan. ¿Están los cinco cadáveres en el laboratorio?
– Sí, pero si no te importa esperaré a que llegue todo el mundo para no tener que explicar las cosas dos veces. -Hizo aquella observación en tono amable pero cansado.
Mia se dejó caer en la silla.
– ¿Dónde está Spinnelli? -repitió-. ¿Y Jack?
– Estamos aquí -dijo Spinnelli entrando por la puerta; sostenía una cazuela-. Tenemos visita. -Parecía divertido.
– Y una visita así es siempre bienvenida -añadió Jack, que apareció cargado de fiambreras.
Abe reconoció los platos y las fiambreras antes de oír la voz de su madre y de que esta irrumpiera en la sala.
– ¡Abe! -Le tiró del cuello para obligarlo a bajar la cabeza y estamparle un sonoro beso en la mejilla.
Él pasó por alto las sonrisitas burlonas de sus compañeros y la dejó hacer.
– Hola, mamá. -Ella lo miró sonriente; se la veía tan contenta que Abe no se atrevió a amonestarla. En vez de eso, también le sonrió. Sabía que se presentaría allí en cualquier momento. Según Sean, su padre no le permitía que fuera, pero Becca Reagan solía tomar sus propias decisiones-. ¿Qué has hecho?
– No me vengas con sermones -le espetó con una risita-. Llamé al teniente Spinnelli para que me diera el número de tu extensión y muy amablemente me informó de que hoy os quedaríais trabajando hasta tarde, para que no me preocupara.
Spinnelli destapó la cazuela y Abe percibió el olor del estofado de col desde la otra punta de la sala. Era uno de sus platos favoritos.
Spinnelli respiró hondo para deleitarse con el aroma.
– Tu madre se ha ofrecido a traernos algo de cenar. -Sonrió-. No he podido negarme.
Abe se agachó para besar a su madre en la mejilla.
– Gracias, mamá. -La mujer se ruborizó y Abe pensó que seguía igual de guapa que aquel día en que, siendo él pequeño, lo envió a la escuela con pastelitos de chocolate para celebrar su cumpleaños-. Eres un encanto.
– No me vengas con zalamerías. -Se apartó a toda prisa para sacar platos y cubiertos de plástico de la enorme bolsa que llevaba siempre consigo-. ¿Acaso crees que podía dejaros pasar hambre?
Mia estaba inclinada sobre la cazuela, aspirando el aroma.
– ¿Lleva carne?
La madre de Abe la miró ofendida.
– Claro. ¿No serás vegetariana, verdad, cariño? -añadió en tono preocupado.
Mia se echó a reír.
– No. Soy la detective Mia Mitchell. La nueva compañera de Abe.
La mujer la miró aún más preocupada.
– ¿Su compañera?
Mia soltó una risita y no pareció ofenderse.
– No se apure. Conmigo está a salvo.
Spinnelli asintió en señal de confianza.
– Mia sabe cuidarse.
Poco convencida, la madre de Abe se dirigió a la puerta.
– Bueno. Os dejo con vuestra reunión.
Mia llenó un plato de plástico de estofado hasta casi rebosar y se dirigió hacia Jack, quien retrocedió con las manos en alto en señal de rendición.
– Te acompaño abajo, mamá -dijo Abe.
Su madre se detuvo al final de la escalera.
– ¿Quién es la otra? -preguntó-. La de la bata blanca.
– Es la forense. -Abe tuvo que contener la risa al ver la cara de su madre-. Estoy seguro de que se ha lavado las manos antes de salir del depósito de cadáveres.
– Caramba. -La mujer se encogió de hombros-. Bueno, supongo que alguien tiene que ocuparse de esas cosas. ¿Qué tal te va con tu nueva compañera? -Lo miró sin levantar la cabeza-. Es muy mona.
Abe se echó a reír.
– Déjalo, mamá. No te empeñes. Si me enamorase, perdería el mundo de vista y no perseguiría a los malos.
La madre de Abe sonrió.
– En eso tienes razón. ¿Me devolverás los platos?
– El domingo, cuando vaya a probar tu asado; puede que antes.
– Ah, has hablado con Sean. -Su sonrisa menguó-. Entonces ya lo sabes.
Lo sabía. Había logrado no pensar en ello, sin embargo no había conseguido librarse del malestar que sentía. La idea de ver a Jim y a Sharon adquiría de nuevo protagonismo y le atenazaba el estómago. Nunca se había llevado bien con los padres de Debra; no obstante, la relación se había deteriorado hasta tornarse hostil hacia el final de la vida de su esposa. Apretó el brazo de su madre.
– No te preocupes. Te prometo que no les amargaré el bautizo a Sean y Ruth.
– Nunca he pensado que fueses a hacerlo, Abe. Pero prefería que lo supieras antes de que llegara el día.
El apoyo que la madre de Abe ofrecía a sus hijos era incondicional. Él la adoraba por ello.
– Estoy avisado. -Le dio un beso en la mejilla-. Gracias por la cena, mamá. Iré a verte en cuanto pueda.
La mujer le posó las manos en el rostro y ejerció cierta presión, lo cual obligó a Abe a seguir con el cuerpo inclinado para mantenerse a su alcance.
– Estoy muy contenta de que hayas cambiado de trabajo. -Suspiró llena de orgullo.
– Lo sé.
– Pienso en ti cada día.
Era esposa de un ex policía y madre de dos en activo. Estaba familiarizada con el peligro y convivía con él, pero la familia no llevaba nada bien que Abe se hubiese convertido en un agente encubierto, y él lo sabía. Al principio iba a verlos una vez al mes; pero, a medida que se implicaba en el trabajo, las visitas se iban espaciando. La última vez que se había arriesgado a ir a casa de sus padres fue la noche en que Debra murió. Ya hacía un año. Había acudido en secreto, amparándose en la oscuridad. Ahora todo aquello formaba parte del pasado y podía ver a su familia cuando quisiera.
– Lo sé, mamá. Estoy bien, de verdad.
La mujer no apartaba las manos y a Abe empezaba a dolerle el cuello en aquella postura tan incómoda; sin embargo, no hizo el menor intento de erguirse.
– Espero que no te haya puesto en un compromiso al venir esta noche. No he podido resistirme a la tentación.
– Te quiero, mamá. Has hecho muy bien en venir. -A la mujer le chispeaban los ojos y Abe hizo una mueca para restar solemnidad al momento-. De todas formas, no lo tomes por costumbre. Estos son peores que los bichos que andan sueltos por la calle. Llegaría un día en que no sabrías cómo quitártelos de encima.
La madre de Abe se echó a reír con voz trémula y lo soltó. A continuación señaló hacia la ventana que daba a la calle.
– Abe, ayuda a esa chica. Es menuda y no puede con tanto peso.
Kristen trataba de abrir la puerta con una mano mientras en la otra sostenía una gran bolsa de papel; de pronto Abe recordó que había ido a la cafetería a comprar la cena. Esperaba que no le importase congelarla. Dudaba de que alguien pudiera quedarse con hambre después de acabar con todo lo que había llevado su madre. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que alguien pudiese preferir la comida preparada. Se apresuró a abrirle la puerta y le arrancó la bolsa de las manos.
– Ya la llevo yo.
Kristen movió los hombros para desentumecerlos.
– Gracias. No creía que pesase tanto; Owen me la ha acercado al coche. -Se volvió hacia la madre de Abe, quien aguardaba expectante a que este las presentara, y luego lo miró a él con gesto interrogatorio.
– Kristen, esta es mi madre, Becca Reagan. Mamá, esta es Kristen Mayhew. Trabaja en la fiscalía.
La madre de Abe miró a Kristen de arriba abajo.
– Por televisión pareces más alta -dijo.
Kristen le sonrió por cortesía.
– Es la primera persona que me lo dice. Gracias.
– A veces me entran ganas de estamparle un bofetón a esa reportera y enseñarle modales.
La sonrisa cortés de Kristen se tornó sincera.
– Eso es muy amable por su parte, señora Reagan. A mí me entran ganas de hacer lo mismo casi todos los días.
– Mi hija quiere estudiar derecho -dijo, pensativa.
– ¿Annie? -preguntó Abe, extrañado.
– No, Annie no. -La madre de Abe se volvió con un mohín-. Annie ya tiene una carrera. Me refiero a Rachel. Despierta, Abe.