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Ella se la estrechó con rapidez, como si el contacto físico prolongado resultara doloroso. Y tal vez tuviera razón.

– Me lo había imaginado. -Le dedicó una mirada hostil-. ¿Por qué dejaste narcóticos?

– ¡Mia!

Abe agitó la cabeza.

– No se preocupe. Haré un resumen. Sé que la detective Mitchell ha estado demasiado ocupada para consultar mi expediente. -Mitchell entrecerró los ojos pero no dijo nada-. Cerramos una dura operación que duró cinco años, pillamos a los malos y cincuenta millones de heroína pura, pero durante la operación se descubrió mi tapadera. -Se encogió de hombros-. Era hora de cambiar de aires.

Ella no apartó la mirada ni un segundo.

– Muy bien, Reagan. Me has convencido. ¿Cuándo empiezas?

– Hoy -intervino Spinnelli-. ¿Lo has dejado todo listo en narcóticos, Abe?

– Casi todo. Tengo que atar cuatro cabos sueltos en la oficina del fiscal, así que iré hacia allí en cuanto terminemos. -Su sonrisa forzada revelaba cierta angustia-. He estado infiltrado tanto tiempo que tendré que volver a acostumbrarme a plantarme delante de la puerta de la oficina del fiscal del Estado y presentarme como detective. -Abe se puso serio-. ¿Se me ha asignado algún escritorio? -preguntó, y observó el dolor que reflejaban los ojos de Mitchell.

Mia tragó saliva.

– Sí. Todavía tengo que despejarlo pero…

– No hay problema -la interrumpió Abe-. Yo mismo me ocuparé.

Mitchell negó con la cabeza.

– ¡No! -le espetó-. Lo haré yo. Vete a atar los cabos sueltos. El escritorio estará a punto cuando vuelvas. -A continuación, se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– Mia… -la llamó Spinnelli.

Ella lo miró y la ira sustituyó al dolor.

– He dicho que lo haré yo, Marc. -Respiró hondo mientras se esforzaba por controlarse.

– ¿Ya lo has solucionado, Mitchell? -preguntó Abe con suavidad.

Ella levantó los ojos hasta encontrarse con los de él.

– ¿El qué?

– Lo de la viuda de Ray y los niños. ¿Tienen comida?

Mia exhaló un suspiro entrecortado.

– Sí. Tienen comida.

– Estupendo. -Abe se dio cuenta de que acababa de marcarse un tanto con su nueva compañera. El gesto de asentimiento de Mitchell resultó brusco, pero recobró el control hasta tal punto que no dio ningún portazo al salir. Aun así, las persianas se agitaron ruidosamente.

Spinnelli suspiró.

– Todavía no lo ha superado. Era su mentor. -Se encogió de hombros, y Abe observó que tampoco él lo había superado-. Y su amigo.

– También era amigo de usted.

Spinnelli trató de sonreír antes de dejarse caer en la silla colocada ante su escritorio.

– Sí, también era mi amigo. Mia es una buena policía. -Spinnelli aguzó la vista y a Abe lo invadió la súbita e incómoda sensación de que estaba escrutándole directamente el alma-. Creo que os sentiréis bien trabajando juntos.

Abe fue el primero en desviar la mirada. Hizo tintinear las llaves del coche.

– Tengo que marcharme al despacho del fiscal -dijo. Y se dirigió a la puerta antes de que Spinnelli pudiera detenerlo.

– Abe, yo sí que he leído tu expediente. Tuviste suerte de salir vivo del último golpe.

Abe se encogió de hombros. A eso se limitaba su penosa vida. Suerte… No dirían lo mismo si supieran la verdad.

– Parece que, a fin de cuentas, Mitchell y yo tenemos algo en común.

Spinnelli tensó la mandíbula.

– Mia siempre guardaba las espaldas de Ray. Según tu reputación, andas por ahí jugándote el pellejo y vives al día. -Spinnelli lo miraba con expresión severa-. Te aconsejo que al mismo tiempo que abandonas narcóticos dejes atrás los impulsos suicidas. No quiero asistir a más funerales; ni al tuyo ni al de Mia.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Pero, como se esperaba de él, Abe asintió con formalidad.

– Sí, señor.

Capítulo 2

Miércoles, 18 de febrero, 20.00 horas

Kristen pulsó con rabia el botón del ascensor. Otra vez salía tarde de la oficina.

– Vete a casa y descansa, ¡y una mierda! -murmuró para sí. John quería que estuviera en perfectas condiciones al día siguiente, pero también quería que echase un «vistazo rápido» a un caso. Y, como cada tarde, entre una cosa y otra era la última en marcharse, después incluso de que lo hiciera John. Cuando vio que las bombillas del pasillo que conectaba la oficina con los ascensores del aparcamiento estaban fundidas, su cara fue de exasperación. Echó mano al dictáfono que llevaba en el bolsillo.

– Nota para mantenimiento -musitó al aparato-. Hay dos bombillas fundidas frente a la puerta del ascensor.

Con suerte, Lois transcribiría aquella nota y las otras veinte que había grabado durante las últimas tres horas. No era que la secretaria se negara a cumplir con su tarea, el problema era conseguir que la atendiera. Todos los fiscales se enfrentaban a una cantidad de casos pasmosa y cualquier petición procedente de la unidad de investigación especial era siempre cuestión de vida o muerte. Por desgracia, las cuestiones que engrosaban la lista de casos de Kristen estaban casi siempre relacionadas con la muerte, y acababan por dejarla sin vida propia, y no es que tuviese mucha vida personal. Allí estaba ahora, esperando el ascensor para bajar al aparcamiento, sola y sin apenas fuerzas para que aquello le preocupara.

Dejó caer la cabeza hacia delante para estirar los músculos agarrotados de tanto escudriñar en los archivadores y, de pronto, notó que se le erizaba el vello de la nuca y detectó un cambio casi imperceptible en el olor a cerrado del pasillo. «Cansada, sí, pero no sola. Hay alguien más aquí.» El instinto, la experiencia y el recuerdo de vídeos antiguos la impulsaron a echar mano del espray de polvos picapica que llevaba en el bolso mientras el pulso se le aceleraba y su cerebro luchaba por recordar dónde se encontraba la salida más próxima. Muy lentamente, empezó a darse la vuelta, con el peso bien distribuido en la planta de los pies y el espray aferrado en la mano. Estaba preparada para salir corriendo pero también para defenderse.

En una fracción de segundo procesó la imagen de un hombre del tamaño de una montaña apostado detrás de ella; tenía los brazos cruzados sobre el ancho pecho y la mirada clavada en la pantalla digital situada sobre las puertas de los ascensores. De pronto, con una de sus enormes manos sujetó fuertemente el puño de Kristen y fijó sus penetrantes ojos en los de ella.

Tenía los ojos azules, brillantes como una llama y al mismo tiempo fríos como el hielo. Atraían la mirada de Kristen de forma inexplicable. Estaba temblando y, aun así, mantenía la vista fija en él, era incapaz de apartarla. Algo en aquellos ojos le resultaba familiar. Pero, aparte de ese detalle, el hombre le era completamente desconocido. Ocupaba todo el pasillo y sus anchas espaldas tapaban la poca luz que había; las sombras cubrían su rostro. Rebuscó en la memoria en un intento por recordar dónde lo había visto. No podía ser fácil olvidar a un hombre de una estatura y un empaque semejantes. Su rostro anguloso, incluso envuelto en la penumbra, expresaba una desolación inequívoca; el perfil de la mandíbula denotaba una entereza absoluta. Kristen trataba a diario con personas sumidas en el dolor y el sufrimiento e intuía que a aquel hombre le había tocado experimentar ambos sentimientos en abundancia.

Transcurrió un instante antes de que percibiera que el hombre respiraba con tanta agitación como ella. Él, renegando entre dientes, le arrebató el espray y rompió el hechizo. Luego le soltó la muñeca y ella se la frotó de inmediato mientras su corazón recobraba el ritmo normal. No la había tratado de forma ruda, solo había actuado con firmeza. Aun así, la presión de los dedos había dejado marcas en la piel incluso a través del grueso abrigo de invierno.

– ¿Está loca, señorita? -le espetó en tono suave; su voz grave retumbaba en su pecho.