– Maldita sea.
– No se preocupe. Yo la cambiaré.
Cualquier otro día se habría negado, era perfectamente capaz de cambiar una rueda por sí sola. Sin embargo, dadas las circunstancias, decidió permitir que fuese él quien hiciera el trabajo.
– Gracias, es muy amable, señor Reagan.
Él se quitó el abrigo y lo dejó sobre el capó.
– Mis amigos me llaman Abe.
Ella vaciló un instante antes de encogerse de hombros. Si tuviese intención de cometer alguna fechoría, ya lo habría hecho.
– Yo soy Kristen.
– Pues abra el maletero, Kristen, y podrá irse a casa.
Mientras lo hacía, trataba de recordar cuándo lo había abierto por última vez y rezaba porque contuviese una rueda de recambio; ya se imaginaba el comentario mordaz del señor Sabelotodo en el caso contrario.
Pero al ver el interior del maletero, que creía haber dejado limpio y vacío, se detuvo en seco.
Decir que no estaba tal como ella lo había dejado sería quedarse corto. Extendió una mano para palpar el contenido pero la retiró rápido. «No toques nada», se dijo. Observaba el interior del maletero con la intención de adivinar qué eran aquellos tres grandes bultos que antes no se encontraban allí. A medida que sus ojos se acostumbraban a la tenue luz que proporcionaba la bombilla del maletero, su cerebro empezó a procesar lo que su vista captaba. Y el mensaje resultante le revolvió el estómago. Había creído que, después de la falta de unanimidad entre el jurado de Conti, el día no podría irle peor.
Sin embargo, estaba equivocada, muy equivocada.
La voz de Reagan atravesó aquella neblina mental.
– Solo me llevará unos minutos.
– Mmm, no lo creo.
Un momento después Reagan estaba detrás de ella y observaba el maletero por encima de su hombro. Lo oyó renegar entre dientes.
– Mierda.
O Abe Reagan tenía mejor vista que ella o el cansancio ralentizaba sus facultades mentales. Él no tardó más que una fracción de segundo en comprender lo que a ella le había llevado varios segundos, hasta sentirse completa y verdaderamente horrorizada.
– Tengo que llamar a la policía. -La voz le temblaba, pero no le importó. No violaban su espacio personal todos los días. Y, por descontado, no todos los días se encontraba presente en la mismísima escena del crimen. Además, esta podía calificarse de excepcional.
Tres cajas de plástico, de las que suelen utilizarse para transportar leche, se hallaban dispuestas una al lado de la otra. Cada una contenía un montón de ropa coronado por un sobre de papel manila. Cada sobre mostraba una foto de Polaroid fijada justo en el centro con cinta adhesiva. Desde donde se encontraba, era capaz de distinguir que el sujeto que aparecía en cada una de las fotografías estaba muerto y bien muerto.
– Tengo que llamar a la policía -repitió, contenta de que el sonido de su voz recobrara la normalidad.
– Acaba de hacerlo -respondió Abe con voz adusta.
Kristen se dio la vuelta.
– ¿Es usted policía?
Abe extrajo un par de guantes de látex de uno de sus bolsillos.
– Detective Abe Reagan, de homicidios, para servirla. -Se enfundó los guantes con un chasquido quirúrgico que hizo eco en el silencio del garaje-. Tal vez esta sea una buena oportunidad para completar las presentaciones, Kristen.
Ella lo observó mientras cogía el sobre de la caja más alejada.
– Soy Kristen Mayhew.
Él se volvió de repente, con expresión sorprendida.
– ¿La fiscal? Vaya, vaya -añadió al ver que ella asentía. La observó con atención-. Es el pelo -dijo, y volvió a centrarse en el sobre que sostenía en la mano.
– ¿Qué le ocurre a mi pelo?
– Lo llevaba recogido. -Acercó el sobre a la bombilla del maletero-. Ojalá tuviese una linterna.
– Llevo una en la guantera.
Él negó con la cabeza mientras mantenía la mirada fija en la fotografía.
– No se moleste. Pediré que remolquen su coche y lo cubran con talco para descubrir las huellas, así que no toque nada. Este hombre ha muerto de un disparo.
– ¿Cómo lo ha adivinado? Déjeme pensar, ¿tal vez por el agujero de bala que tiene en la cabeza? -preguntó Kristen con ironía y Abe Reagan la obsequió con una sonrisa breve pero igualmente burlona.
– Vamos a ver… ¿Qué puedo decir? -A continuación se puso serio y reanudó su examen-: Varón, caucásico, alrededor de los treinta años. Las manos atadas por delante… -Aguzó la vista-. Maravilloso -dijo en tono inexpresivo.
Kristen se estiró por encima del brazo de él para mirar.
– ¿Qué?
– Si no me equivoco, alguien ha cosido a este hombre de pies a cabeza.
Kristen lo aferró por el brazo e inclinó la fotografía hacia la luz del maletero. Podía observarse con bastante claridad una línea que partía del esternón y se prolongaba por el torso.
– ¡Dios santo! -masculló. Horrorizada ante la idea que había acudido a su mente, dirigió la mirada a las cajas de leche y luego a los ojos de Reagan-. No creerá… -Dejó la frase a medias al observar que este torcía el gesto.
– ¿Qué? ¿Que sus órganos se encuentran en esas cajas? Bueno, abogada, me parece que ya hemos averiguado bastante. ¿Reconoce a este hombre?
Ella aguzó la vista y negó con la cabeza.
– Está demasiado oscuro. Tal vez con más luz. -Levantó la cabeza para mirarlo; se sentía estúpida e impotente, y odiaba ambas sensaciones-. Lo siento.
– No se preocupe, Kristen. Resolveremos el caso. -Abrió el teléfono móvil y pulsó algunas teclas-. Soy Reagan -anunció-. Tengo…
– Un caso -apuntó Kristen mientras en lo más profundo de su ser se gestaba una risa histérica que consiguió mantener a raya. Alguien había cometido un asesinato y había ocultado las pruebas en el maletero de su coche. Podía haber corazones, bazos y Dios sabe qué más. Y ella había estado conduciendo, feliz en la ignorancia de que el maletero de su coche contenía el resultado completo de un crimen. Respiró hondo y sintió cierto alivio al percibir el olor a combustible y gases en lugar de la hediondez de los órganos putrefactos.
– Un caso -repitió Abe-. Estoy con Kristen Mayhew. Alguien ha cometido lo que parece un homicidio múltiple y ha dejado las pruebas en el maletero de su coche… Estamos en la segunda planta del aparcamiento del juzgado. Precinten las salidas, por si aún estuviera por aquí. -Se mantuvo a la escucha y luego la miró; un interés vehemente avivó aquellos ojos que ella había considerado fríos. Los posó en las manos de Kristen, quien en aquel momento se percató de que seguía aferrada a su brazo como si de una cuerda de salvamento se tratase. De forma apresurada, retrocedió, apartó la mirada y dejó caer los brazos justo cuando él decía-: Se lo diré. Sí, esperaré. -Cerró el teléfono y lo guardó en el bolsillo-. ¿Se encuentra bien? -preguntó.
Ella asintió; albergaba la esperanza de que su rostro mostrase el tono rosado propio de una peonía y no el rojo rubí que tanto desentonaba con el color de su pelo. Se esforzó por recuperar la dignidad y le preguntó:
– ¿Qué tiene que decirme? -Luego levantó la vista y la expresión de despreocupación que hasta cierto punto había conseguido labrar en su rostro se esfumó al instante.
Él mantenía la mirada penetrante y la mandíbula tensa. Kristen notó un estremecimiento que le brotaba del pecho y se expandía hasta las extremidades provocando su temblor; se avergonzó de tener que entrelazar las manos para evitar volver a aferrarse a él.
– Spinnelli me ha pedido que le diga que no es necesario que se busque tantos problemas para ser el centro de atención del departamento -anunció con voz grave y ronca-; un ramo de flores y unos dulces habrían bastado. -El sonido de su voz surtía en ella el mismo efecto que un suave masaje en la nuca. De repente se preguntó cómo se sentiría si de verdad le diera un masaje. Pero en ese momento él apartó la mirada y la posó en las otras dos cajas del maletero; y, al hacerlo, rompió el vínculo casi palpable que los unía. Kristen volvió a estremecerse-. Va a enviar a una unidad de la policía científica. Puede que aún tarde un rato.