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Miércoles, 18 de febrero, 21.00 horas

«Por fin.» Se sentó en su coche y se sintió a salvo del trajín de profesionales uniformados que tenía lugar en el aparcamiento. Se veían luces de linternas y cinta amarilla por todas partes. Una de dos: o habían asesinado a algún dignatario político o Kristen Mayhew había abierto el maletero de su coche. Y estaba bastante seguro de poder descartar la primera opción.

Durante las semanas precedentes había estado muy ocupado. Ya habían caído seis. Sin embargo, aún le quedaban muchos.

Había matado al primero con discreción, sin provocarle dolor y sin hacer ruido.

Pero descubrió que con eso no tenía suficiente. No bastaba con haber hecho un bien al mundo, a las víctimas, a su Leah. No bastaba con que él lo supiera y lo celebrase en solitario.

Por eso cambió súbitamente de planes y, tras cometer el crimen, le resultó fácil decidir quién debía saber lo que había hecho. Quién más lo merecía.

Kristen Mayhew.

Llevaba un tiempo vigilándola. Sabía con cuánto esmero trabajaba para que se hiciese justicia con cada una de las víctimas que se cruzaban en su camino, y lo decepcionada que se sentía cuando fracasaba. Aquel había sido un mal día. Habían juzgado a Angelo Conti, un indeseable depravado e insensible.

Aferró el volante con las manos. Conti había asesinado a una mujer embarazada sin sentir el menor remordimiento; y aquella noche se encontraba en casa, durmiendo a pierna suelta. Al día siguiente se levantaría y seguiría viviendo tranquilo.

Esbozó una sonrisa. Al día siguiente él también se levantaría y añadiría el nombre de aquel malhechor a la pecera llena de papelitos recortados y doblados con absoluta precisión. Cada uno de ellos contenía un nombre mecanografiado que encarnaba la perversidad personificada. Todos se llevarían su merecido, cada uno a su tiempo. Y tarde o temprano le tocaría a Conti. Como todos los demás, pagaría por lo que había hecho.

Ya habían caído seis. Sin embargo, aún le quedaban muchos.

Capítulo 3

Miércoles, 18 de febrero, 21.30 horas

Spinnelli los esperaba en el laboratorio. Mientras entraban en fila, como si fuesen los Reyes Magos con presentes para el Niño Jesús, Spinnelli golpeteaba la palma de su mano con un par de guantes de látex.

– ¿Por qué habéis tardado tanto? -les espetó en cuanto Abe depositó una caja encima de la mesa de acero inoxidable que ocupaba el centro de la sala.

– Tuvimos que esperar a que Jack terminase -respondió Mia en tono igualmente seco mientras depositaba otra caja junto a la de Abe.

Jack Unger, el investigador de la escena del crimen, era el jefe de la unidad de la policía científica a la que habían encargado efectuar un minucioso examen del aparcamiento. El equipo trabajaba de forma concienzuda y profesional, y Abe se vio obligado a respetar su meticulosidad a pesar de que la inquietud lo invadía por momentos. A buen seguro las cajas contenían las pruebas de un homicidio múltiple, pero la iluminación del aparcamiento era demasiado tenue para distinguir nada. Jack había insistido en que debían finalizar el rastreo inicial antes de examinar el contenido del maletero del coche. Él fue quien depositó la última caja sobre la mesa y se dirigió a Spinnelli.

– ¿Cómo prefieres que lo hagamos, rápido o bien? -preguntó sin inmutarse.

– Rápido y bien -respondió Spinnelli-. ¿Dónde está Kristen?

– Aquí. -Kristen apareció la última y cerró la puerta-. Estaba tratando de ponerme en contacto con John Alden para explicarle lo sucedido, pero ha saltado el contestador.

– Bueno, pues ya que estáis aquí, ¿qué os parece si me lo explicáis a mí? -propuso Spinnelli mientras se embutía los guantes.

Kristen se quitó el abrigo, lo cual confirmó las sospechas de Abe. La gruesa prenda invernal ocultaba una figura menuda y delgada ataviada con un traje negro entallado que contrastaba con la piel de color marfil y el verde de aquella mirada que lo había cautivado desde el momento en que la viera junto al ascensor; tenía una voluminosa melena y los ojos grandes. Recordó la única vez que la había visto con anterioridad, hacía dos años. Aquel día también vestía de negro. Al parecer, ella también se había fijado en él, pero aún no era capaz de atar cabos. Abe se preguntó si llegaría a hacerlo, que acabara recordando aquel encuentro sería sorprendente. En el ascensor, con aquella mata de rizos de color rojizo que sobresalían en todas direcciones, no la había reconocido. Aquel día, dos años atrás, llevaba el pelo recogido en un moño muy tirante que daba toda la impresión de provocarle dolor de cabeza, igual que en ese momento.

Se quedó mirando a Kristen. Se pasaba la mano por el pelo para asegurarse de que no se había soltado el moño que se había hecho antes de que Mia y Jack llegaran al aparcamiento. No hacía falta ser detective para darse cuenta de que se estaba refugiando de nuevo en su papel de fiscal. Su reputación no le permitía llevar el pelo alborotado, sentir miedo ni aferrar el brazo de un desconocido.

– He conocido al detective Reagan mientras esperábamos el ascensor. -Se encogió ligeramente de hombros-. Era tarde y se ofreció a acompañarme al coche, pero al llegar allí vi que tenía una rueda pinchada. Y al abrir el maletero para cambiarla, encontré eso. -Señaló las tres cajas de leche y a continuación extendió la mano con la palma hacia arriba-. ¿Hay más guantes?

Jack le tendió un par y ella se los puso y se situó en un lugar frente a la mesa lo más alejado posible de Abe. Mantenía las distancias, lo había hecho durante la hora entera que había transcurrido desde que descubrieran las cajas llenas de prendas con sus sobres. Y no se había aferrado una sola vez a su brazo ni al de ninguna otra persona; Abe sabía que se sentía avergonzada por haberse mostrado vulnerable y asustada. Su actitud ya no expresaba lo uno ni lo otro; había recuperado la entereza y la cautela. Aquella transformación radical lo fascinó.

– Echemos un vistazo a lo que te ha dejado tu admirador secreto -dijo Jack-. ¿Prefieres empezar por alguna caja en concreto?

Abe observó que los ojos de Kristen se dirigían con rapidez a la última caja. La de la fotografía del torso cosido, la que le había hecho aferrarse a su brazo por el temor de que contuviese órganos humanos y la que él mismo había transportado.

– Las tres pesan lo mismo -dijo Abe. Ella alzó los ojos y los posó en los de él; por un momento, observó que denotaban gratitud y alivio. Pero al instante volvió a refugiarse en la coraza profesional.

– Entonces las abriremos por orden, tal como estaban en el maletero. De izquierda a derecha.

Jack extrajo un sobre de la primera caja y lo examinó.

– Sospecho que los sobres no van a ayudarnos mucho. Parecen corrientes, seguro que los venden en cualquier tienda de material de oficina. Aun así, lo rasgaré por la parte superior por si el asesino ha sido lo bastante estúpido como para pegarlo con la lengua y proporcionarme una muestra de ADN.

– No te hagas ilusiones -gruñó Spinnelli.

– Jack es muy optimista -dijo Mia-. Todas las temporadas se compra un abono para ir a ver a los Cubs porque piensa que van a quedar campeones.

Jack le dirigió una sonrisa de complicidad.

– Este año vamos a ganar. -Al instante se puso serio y le tendió el sobre a Kristen-. ¿Reconoces a este hombre?

Kristen vaciló.

– El aparcamiento estaba demasiado oscuro. -Dio un suspiro y extendió la mano-. Déjame ver. -Abe vio que estaba temblando; sin embargo recobró el control en cuanto puso los ojos en la fotografía granulada que había pegada al sobre-. Es Anthony Ramey -musitó.

– Mierda -masculló Mia.

– ¿Quién es Anthony Ramey? -preguntó Abe.