Las juergas de Angelo eran legendarias; no obstante, estaban a punto de acabarse.
Jacob se plantó delante de Angelo y permaneció allí un minuto antes de que su hijo se diera cuenta de su presencia.
– Hola, padre -dijo arrastrando las palabras y alzando la botella casi vacía a modo de saludo.
– Levántate -le espetó Jacob-. Levántate y sal de aquí antes de que te saque yo a patadas.
Angelo se lo quedó mirando unos instantes y, poco a poco, se puso en pie.
– ¿Ha pasado algo?
– Pasará si te ven aquí emborrachándote.
Angelo esbozó una sonrisa burlona.
– ¿Por qué? Me han absuelto. -Se pasó la lengua por los dientes, como si le sorprendiera ser capaz incluso de pronunciar la palabra-. No pueden volver a juzgarme. Al menos por este delito.
Jacob aferró a Angelo por las solapas y lo obligó a ponerse de puntillas.
– Eres idiota. No te han absuelto. El jurado se ha disuelto por falta de unanimidad. Aún pueden volver a procesarte, y seguro que Mayhew no te quita ojo. Un paso en falso y te vas de cabeza a la cárcel.
Angelo se desembarazó de su padre y se alisó las solapas con las sudorosas palmas de las manos. Tanto coraje no era más que una efímera mezcla de bravatas y alcohol.
– No me importaría volver a ver a la señorita Mayhew. Debajo de ese traje negro hay un bonito culo. -Alzó una ceja con gesto hosco-. Pero no voy a ir a la cárcel.
Jacob apretó los puños. Si por él fuese, le daría un sopapo allí mismo, delante de todo el mundo, pero Elaine no aprobaba que le levantase la mano al niño. El problema era que el «niño» tenía veintiún años y no hacía más que meterse en líos. Aun así, Jacob se contuvo.
– ¿Por qué estás tan seguro, Angelo?
Angelo lo miró con desdén.
– Porque tú siempre estarás a punto para aflojar la mosca.
Jacob observó a su único hijo abrirse paso entre los cuerpos que bailaban; sabía que tenía razón. Lo quería y haría cualquier cosa por salvarlo.
Miércoles, 18 de febrero, 22.00 horas
– Eso es todo -exclamó Jack después de leer la última palabra de la carta.
Kristen miró el papel y se alegró de que lo sostuvieran las firmes manos de Jack, pues si de algo carecían las suyas en aquel momento era precisamente de firmeza. Sabía que todos estaban aguardando a que hablara, así que se puso los guantes de látex y cogió la carta con manos sudorosas, deseando con todas sus fuerzas que no le temblaran.
– ¿Puedo?
Jack se encogió de hombros y le tendió la carta.
– Tú eres la protagonista, abogada.
Ella le dirigió una mirada cortante.
– No me hace ninguna gracia, Jack.
– No pretendía hacerme el gracioso -replicó Jack-. ¿A qué se refiere con lo de las rayas azules?
A Kristen el corazón le iba a cien por hora. Miró la hoja con la esperanza de que Jack se hubiese saltado algo. Pero no era así. Le dio la vuelta al papel y observó el reverso confiando en que le proporcionase alguna pista sobre la identidad del remitente. Pero no encontró ninguna. Se trataba de una hoja de papel normal salida de una impresora corriente, una de las miles que podían encontrarse en la ciudad. No había ningún nombre, ninguna marca, nada de nada. Solo tres párrafos con las palabras más escalofriantes que había leído en su vida.
– Me apuesto cualquier cosa a que nunca habías recibido una carta semejante -dijo Mia, y empujó con suavidad la muñeca de Kristen hasta que esta desplazó la mano y la carta quedó plana sobre la mesa, donde también ella podía leerla.
Kristen negó con la cabeza.
– No, como esta no. -Tamborileó con los dedos en el tablero-. Nunca. -Al levantar la cabeza se topó con los ojos azules de Abe Reagan; la miraba fijamente, con una intensidad que le resultaba más desconcertante incluso que con la que le había observado cuando la había aferrado por la muñeca delante del ascensor-. ¿Qué? -le espetó.
Él torció el gesto.
– Vuelva a leer la carta -le pidió.
– Muy bien. -Kristen pronunció la primera frase-: «Mi querida Kristen».
– Es evidente que te conoce -murmuró Spinnelli, lo cual provocó que una serie de escalofríos volviera a recorrerle la espalda.
– O cree que la conoce -puntualizó Abe; luego hizo un ademán-. Continúe.
Kristen puso las manos enguantadas sobre la mesa, a ambos lados de la sencilla hoja impresa, para evitar tamborilear con los dedos.
– «Mi querida Kristen: Llega un momento en la vida de un hombre en que este debe posicionarse con respecto a sus creencias y reconocer que existe una ley más poderosa que la humana. Ese momento ha llegado. Llevo demasiado tiempo presenciando que los inocentes sufren y los culpables quedan en libertad. Ya no puedo más. Sé que tú sabrás apreciar esto de manera especial. Llevas muchos años trabajando con tesón para vengar a los inocentes y para que los culpables paguen por los crímenes que cometen. Sin embargo, ni siquiera tú eres capaz de conseguirlo siempre. Anthony Ramey se aprovechó de mujeres inocentes, las maltrató, les arrebató la seguridad y la confianza; y ellas, a pesar de afrontar a su agresor con valentía en la sala del tribunal, no lograron que se hiciera justicia. Pues bien, por fin se ha hecho la justicia que ellas merecen, y tú también. Esta noche podrás dormir tranquila sabiendo que Anthony Ramey se enfrenta a su juicio definitivo.» -Kristen respiró hondo-. Firmado: «Tu humilde servidor». -Empezó a tamborilear con los dedos, pero enseguida volvió a posar las palmas en la mesa-. Y hay una posdata. -Abrió la boca para leerla pero fue incapaz de pronunciar las palabras.
Mia, perpleja, tomó el relevo y leyó la última frase.
– «Y si por algún motivo no logras conciliar el sueño, te recomiendo que elijas el de rayas azules.»
El silencio se adueñó de la habitación, hasta que de pronto Reagan dio un suave golpe en la mesa. Kristen alzó la vista y se topó de nuevo con el mismo gesto torcido.
– ¿A qué se refiere con lo de las rayas azules, Kristen?
Ella se esforzó por ahogar la risa que a buen seguro era producto de la histeria.
– ¿Qué hace cuando no puede dormir, detective Reagan?
Él se la quedó mirando pensativo.
– Suelo levantarme y ponerme a ver la televisión o a leer.
– ¿Y tú, Mia?
Mia la observó extrañada.
– Unas veces veo la televisión y otras hago ejercicio.
Kristen se separó de la mesa dándose impulso y se quitó los guantes; se le habían quedado pegados por el sudor. Cogió un pañuelo de papel y se secó las manos.
– Pues yo me dedico a la decoración.
Las rubias cejas de Mia formaron un arco.
– ¿Cómo dices?
Los labios de Kristen esbozaron una sonrisa avergonzada.
– Hago arreglos en casa. Ya he pintado las paredes, he barnizado el parquet y he hecho obras en el cuarto de baño. El mes pasado decidí empapelar la sala de estar. Durante una semana me dediqué a pegar muestras en la pared para decidir qué papel me gustaba más. Si el de las rosas, el de la hiedra o… -espiró con fuerza y arrojó el pañuelo de papel-… el de rayas azules. -Se volvió a mirar al grupo; todos parecían turbados-. Veo que lo habéis entendido.
– El asesino te espía -dijo Mia con voz incrédula, y esta vez Kristen no logró contener la risa, aunque, por suerte, no sonó demasiado histérica.
– Jack, necesito otro par de guantes. Veamos qué más ha dejado en la caja.
Jack la complació y Kristen se puso los guantes secos mientras él removía con cautela la ropa doblada que contenía la caja y colocaba cada prenda en un cubo de plástico especialmente dispuesto para ello. Un olor fétido saturó el aire y Kristen se alegró de no haber cenado.