– Oh. Creí que se refería a seguir tocándola a ella o… otra cosa.
– Bueno qué…
Pero se interrumpe. Durante un par de segundos, casi pareció confundida. Algunos Agudos sonríen a hurtadillas y McMurphy se despereza, bosteza y le hace un guiño a Harding. Luego la enfermera, como si nada, vuelve a guardar el cuaderno de bitácora en el cesto, saca otra carpeta, abre y comienza a leer.
– McMurry, Randell Patrick. Internado a petición de la Granja Correccional de Pendleton. Diagnóstico y posible tratamiento. Treinta y cinco años de edad. Soltero. Cruz al Mérito Militar en Corea, por haber encabezado una evasión de un campo de prisioneros comunista. Después, licenciado sin honores, por insubordinación. Sigue a ello todo un historial de riñas callejeras y peleas de bar y una serie de detenciones por Embriaguez, Agresión y Desacato, Perturbación del Orden, reincidencia en la práctica ilegal de juegos de azar y una detención… por Violación.
– ¿Violación?
El doctor levanta la cabeza.
– Punible según la ley, con una chica de…
– Bah. No pudieron probarlo -le dice McMurphy al doctor-. La chica no quiso declarar.
– Con una niña de quince años.
– Dijo que tenía diecisiete, doctor, y parecía muy bien dispuesta.
– El examen del médico forense del Juzgado reveló que la niña había sido penetrada, varias veces, el informe establece…
– Tan bien dispuesta, a decir verdad, que tuve que coserme la bragueta.
– La niña se negó a declarar pese al resultado del examen médico. Al parecer hubo intimidación. El acusado salió de la ciudad poco después del juicio.
– Ésa sí que es buena, tuve que irme, doctor, deje que le explique -se inclina hacia adelante, apoya un codo sobre la rodilla y baja la voz para hablarle al doctor a través de la habitación-, esa putilla hubiera acabado por destrozarme antes de alcanzar la edad legal. Acabó pisoteándome y dejándome tirado como una piltrafa.
La enfermera cierra el dossier y se lo pasa al doctor que está al otro lado de la puerta.
– Nuestro nuevo Ingreso, doctor Spivey -tal como si tuviera a un hombre doblado en aquella carpeta amarilla y pudiera pasárselo al otro para que lo examinase.
– Pensé que más tarde podría informarle al respecto, pero dado que parece insistir en llamar la atención en la Reunión de Grupo, podríamos ocuparnos de él aquí mismo.
El doctor tira del cordón y extrae sus gafas del bolsillo del abrigo, se las encaja sobre la nariz. Le resbalan un tanto hacia la derecha, pero él ladea la cabeza hacia la izquierda y las endereza. Mientras va pasando las hojas del dossier sonríe un poco como, si la desenvoltura del recién llegado le picase la curiosidad tanto como a todos los demás, pero, como todos los demás, se cuida de no delatarse y procura no reír. El doctor cierra el dossier cuando termina de leerlo y vuelve a guardarse las gafas en el bolsillo. Mira hacia el lugar donde McMurphy sigue inclinado como escuchándole, a través de la habitación.
– Parece que… ése es todo su… historial psiquiátrico, señor McMurry.
– McMurphy, doctor.
– ¿Oh? Me ha parecido… la enfermera dijo…
Vuelve a abrir el dossier, extrae las gafas, examina unos minutos más el historial, luego la cierra y se guarda otra vez las gafas en el bolsillo.
– Sí. McMurphy. Tiene razón. Le ruego me perdone.
– No importa doctor. La culpa es de la señora, ella se equivocó primero. He conocido a gente que tenía tendencia a hacer eso. Un tío mío, que se llamaba Hallahan, salió una vez con una mujer que a cada momento fingía no recordar su nombre y le llamaba Hooligan [1], sólo para irritarle. La cosa duró varios meses hasta que la metió en cintura. Y lo hizo en serio, ya lo creo.
– ¿Oh? ¿Cómo la corrigió? -preguntó el doctor.
McMurphy hace una mueca y se frota la nariz con el pulgar.
– Ah-ah, bueno, no puedo ir pregonándolo. Siempre he guardado el más riguroso secreto sobre el método del tío Hallahan, por si necesito recurrir a él algún día, ¿comprende?
Lo dice con la mirada fija en la enfermera. Ella le devuelve la sonrisa y él mira al doctor.
– Bueno, ¿qué me preguntaba de mi historial, doctor?
– Sí. Estaba pensando si tendría algún antecedente psiquiátrico. ¿Algún análisis, una temporada en otra institución?
– Bueno, si incluimos los calabozos provinciales y locales…
– Instituciones mentales.
– Ah. Si se refiere a eso, no. Es mi primera experiencia. Pero estoy loco, doctor. Le juro que lo estoy. Bueno, a ver… deje que le muestre. Creo que el otro doctor, el del centro de trabajo…
Se levanta, desliza la baraja en el bolsillo de su chaqueta y cruza la sala para inclinarse sobre el hombro del doctor y hojear el dossier que éste tiene en el regazo.
– Creo que escribió algo, al dorso de no sé qué…
– ¿Sí? Se me ha pasado por alto. Un momento.
El doctor extrae otra vez las gafas, se las pone y mira donde le indica McMurphy.
– Aquí, doctor. La enfermera se saltó esta parte al resumir mi historial. Donde dice, «El señor McMurphy ha manifestado repetidas», sólo quiero asegurarme de haberlo entendido bien, doctor, «repetidas explosiones temperamentales que sugieren un posible diagnóstico de psicopatía». Me dijo que «psicopatía» significa que riño y jo… -perdón, señora- significa que demuestro excesivo entusiasmo en mis relaciones sexuales. ¿Eso es grave doctor?
Al preguntarlo, aparece en su ancha y tosca cara una mirada tal de infantil preocupación e interés que el doctor no tiene más remedio que inclinar un poco la cabeza, para ocultar una risita, y entonces las gafas pierden el centro de gravedad, resbalan de la nariz y van a parar nuevamente a su bolsillo. Ahora, sonríen también todos los Agudos e incluso algunos Crónicos.
– Me refiero a ese excesivo entusiasmo, doctor, ¿lo ha sufrido usted alguna vez?
El doctor se frota los ojos.
– No, señor McMurphy, debo reconocer que no. Sin embargo, considero interesante que el médico del centro de trabajo añadiera este comentario: «Tener en cuenta la posibilidad de que este hombre esté fingiendo una psicopatía para escapar a la monotonía del trabajo en la granja».
Mira a McMurphy.
– ¿Qué dice a eso, señor McMurphy?
– Doctor… -se incorpora en toda su altura, frunce el entrecejo y abre los brazos, en un gesto sincero y honrado dirigido a todo el mundo-, ¿parezco yo un hombre cuerdo?
El doctor está haciendo tales esfuerzos para no volver a reírse que no puede responder. McMurphy gira sobre sí mismo y, apartando la vista del doctor, pregunta otra vez lo mismo a la Gran Enfermera:
– ¿Lo parezco?
En vez de responder, ella se levanta, coge el dossier de manos del doctor y vuelve a guardarlo en el cesto, debajo de su reloj. Se sienta de nuevo.
– Doctor, tal vez debería explicar al señor McMurry el funcionamiento de estas Reuniones de Grupo.
– Señora -dice McMurphy-, ¿le he contado lo de mi tío Hallahan y la mujer que pronunciaba mal su nombre?
Ella se queda mirándolo largo rato sin su sonrisa habitual. Tiene la habilidad de convertir su sonrisa en cualquier expresión que decida emplear para impresionar a alguien, pero su aspecto no varía, sigue mostrando una expresión calculada y mecánica destinada a servir sus fines. Por fin dice:
– Le ruego me perdone, Mack-Murphy.
Se vuelve nuevamente hacia la puerta.
– Ahora, doctor, si pudiera explicarle…
El doctor junta las manos y se reclina en la silla.
– Sí. Supongo que, en realidad, ahora que se ha planteado el tema, debería explicarle toda la teoría de nuestra Comunidad Terapéutica. En general, suelo esperar un poco. Sí. Una buena idea, señorita Ratched, una idea estupenda.