– La teoría también, desde luego, doctor, pero yo me refería más bien a la norma según la cual los pacientes deben permanecer sentados mientras dure la reunión.
– Sí. Claro. Después le explicaré la teoría. Señor McMurphy, una de las cosas más importantes es que los pacientes permanezcan sentados durante la sesión. Es la única forma de mantener el orden, ¿comprende?
– Claro, doctor. Sólo me levanté para enseñarle esa anotación de mi dossier.
Vuelve a su silla, se despereza otra vez y bosteza, se sienta y sigue revolviéndose un rato como un perro que intenta acomodarse. Cuando se ha instalado, mira al doctor y espera.
– En cuanto a la teoría…
El doctor emite un largo suspiro de satisfacción.
– ¡Joder a la mujer! -dice Ruckly.
McMurphy se tapa la boca con el dorso de la mano y le susurra a Ruckly que está al otro lado de la sala:
– ¿La mujer de quién?
Y entonces se levanta la cabeza de Martini, con los ojos muy abiertos, desorbitados.
– Sí -dice-, ¿la mujer de quién? Oh. ¿Ésa? Sí, puedo verla. Síiii.
– Daría un potosí por tener los ojos de ese hombre -dice McMurphy, refiriéndose a Martini, y luego no vuelve a abrir boca en toda la reunión. Se limita a quedarse sentado observando y sin perderse nada de lo que pasa ni palabra de lo que se dice. El doctor se lanza a exponer su teoría hasta que por fin la Gran Enfermera decide que ya ha pasado bastante rato y le pide que se calle para poder seguir con Harding, y se pasan el resto de la reunión hablando de eso.
Un par de veces, McMurphy se incorpora en su silla como si tuviera algo que decir, pero cambia de parecer y vuelve a recostarse. Su rostro va adquiriendo una expresión de asombro. Algo raro sucede aquí, comienza a descubrirlo. No consigue saber exactamente qué es. ¿Por qué no se ríe nadie? Estaba seguro de que se oiría una carcajada cuando le preguntó a Ruckly, «¿La mujer de quién?», pero nada. El aire queda comprimido por las paredes, demasiado hermetismo para una carcajada. Resulta extraño este lugar donde los hombres no se relajan ni ríen, es curiosa su manera de someterse a esa matrona sonriente de cara enharinada con un rojo de labios demasiado intenso y unos senos desmesurados. Y piensa que más vale seguir un rato a la expectativa para ver qué pasa en aquel paraje desconocido antes de intentar ninguna treta. Es una buena norma para un jugador avisado: observar un rato el juego antes de tentar una mano.
He oído tantas veces esa teoría de la Comunidad Terapéutica que soy capaz de repetirla del derecho y del revés: que un tipo primero tiene que aprender a desenvolverse en un grupo y sólo después será capaz de funcionar en una sociedad normal; que el grupo puede ayudar al tipo dándole a entender cuáles son sus fallos; que la sociedad es la que decide quién está cuerdo y quién no y, por tanto, es preciso pasar la prueba. Cuánta verborrea. Cada vez que llega un nuevo paciente a la galería, el doctor se lanza de lleno a exponer la teoría; de hecho ésas son las únicas ocasiones en que toma las riendas y se pone al frente de la reunión. Explica que la Comunidad Terapéutica tiene por objeto conseguir una galería democrática, completamente gobernada por los pacientes y por sus votos, y que se esfuerza por formar unos ciudadanos dignos, capaces de volver a salir a la calle, al Exterior. Cualquier pequeño problema, cualquier queja, cualquier cosa que uno quiera modificar, dice, debe ser expuesta al grupo y discutida en vez de dejar que nos corroa por dentro. Uno también debería sentirse lo suficientemente seguro como para discutir con franqueza sus problemas emocionales en presencia de los pacientes y el equipo médico. Hablar, dice, discutir, confesar. Y si durante las conversaciones cotidianas uno oye a un amigo decir algo interesante, debe anotarlo en el cuaderno de bitácora para conocimiento del equipo. No es «chivarse», como dicen en las películas, es ayudar a un semejante. Sacar a relucir esos viejos pecados para poder lavarlos a la vista de todos. Y participar en la Discusión de Grupo. Ayudarse y ayudar a los amigos a hurgar en los secretos del subconsciente. No debería haber secretos entre amigos.
Nuestro propósito, suele decir a guisa de conclusión, es que este sitio se parezca lo más posible a sus propios barrios, libres y democráticos, que sea un pequeño mundo en el Interior, prototipo a escala reducida del gran mundo Exterior en el que algún día volverá a ocupar su lugar.
Es posible que desee añadir algo, pero la Gran Enfermera suele hacerle callar cuando llega más o menos a este punto y el bueno de Pete que se había sosegado se levanta y menea esa cabeza que parece un abollado cacharro de cobre y comienza a explicar a todo el mundo cuan cansado está, y la enfermera indica a alguien que también le haga callar para que pueda proseguir la reunión, y en general Pete cierra la boca y continúa la reunión.
Que yo recuerde, sólo una vez, hará cuatro o cinco años, las cosas ocurrieron de otro modo. El doctor había concluido su discurso y la enfermera dijo sin más preámbulos:
– Bueno. ¿Quién empieza? Suelten todos sus viejos secretos.
Y todos los Agudos cayeron en un trance cuando se quedó veinte minutos sentada sin decir palabra después de la pregunta, inmóvil como una alarma eléctrica dispuesta a sonar en cualquier momento, aguardando que alguien comenzase a explicar algo sobre sí mismo. Sus ojos iban de uno a otro con la regularidad de un faro. La sala de estar permaneció veinte minutos sumida en un tenso silencio, con todos los pacientes pasmados en sus sitios. Transcurridos esos veinte minutos, la enfermera miró su reloj y dijo:
– ¿Es que ninguno de ustedes ha cometido alguna vez un acto que aún no haya admitido? -Extendió la mano hacia el cesto para coger el cuaderno de bitácora-. ¿Quieren que repasemos el historial?
Eso puso en movimiento algún mecanismo, algún artilugio acústico instalado en las paredes, dispuesto para que se pusiera en marcha en el momento en que su boca pronunciara esas palabras. Los Agudos se irguieron. Abrieron la boca al mismo tiempo. Los ojos inquisidores de la enfermera se detuvieron en el primer hombre que atisbaron junto a la pared.
Su boca articuló:
– Robé la recaudación en una gasolinera.
Pasó al siguiente.
– Intenté acostarme con mi hermana pequeña.
Sus ojos señalaron al hombre que venía a continuación; todos fueron saltando como blancos de feria.
– U-na vez… quise acostarme con mi hermano.
– Maté a mi gato cuando tenía seis años. Oh, que Dios me perdone, lo maté a pedradas y dije que había sido el vecino.
– Mentí cuando dije que lo intenté. ¡Me acosté con mi hermana!
– ¡Yo también! ¡Yo también!
– ¡Y yo! ¡Y yo!
Había resultado mejor de lo que imaginara. Ahí estaban todos gritando y compitiendo a ver quién decía la mayor atrocidad, y seguían y seguían -imposible detenerlos- seguían contando cosas que luego les harían avergonzarse para siempre ante los demás. La enfermera iba haciendo gestos de aprobación a cada confesión y decía «Eso, eso, eso».
Después el viejo Pete se levantó de un salto.
– ¡Estoy cansado! -gritó, con un vigoroso, airado, tono metálico que nadie había oído hasta entonces en su voz.
Todos callaron. Se sentían un poco avergonzados. Como si de pronto el viejo hubiera dicho algo real y verídico y de importancia y hubiera dejado en ridículo todo su infantil griterío. La Gran Enfermera estaba furiosa. Dio media vuelta y le fulminó con la mirada, mientras la sonrisa le chorreaba barbilla abajo; todo iba tan bien.
– Que alguien se ocupe del pobre señor Bancini -dijo.
Se levantaron dos o tres. Intentaron tranquilizarlo, le dieron palmaditas en el hombro. Pero Pete no tenía intención de callar.