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– Oh, la bruja, la bruja, la bruja -murmura entre dientes.

McMurphy enciende otro cigarrillo y se lo ofrece; Harding lo coge sin decir palabra. McMurphy sigue observando el rostro de Harding, ahí frente a él, con una especie de sorprendida admiración, como si fuese el primer rostro humano que ven sus ojos. Observa cómo se van calmando los temblores y estremecimientos y cómo el rostro comienza a asomar otra vez entre las manos.

– Tiene razón -dice Harding-, todo lo que ha dicho es cierto.

Mira a los demás pacientes que le están contemplando.

– Es la primera vez que alguien se atreve a decirlo abiertamente, pero no hay uno solo de nosotros que no haya pensado lo mismo, que no opine lo mismo de ella y de todo el Tinglado… que no lo sienta en algún profundo recoveco de su angustiado espíritu.

McMurphy frunce el entrecejo y pregunta:

– ¿Y ese bribón de médico? Es posible que sea un poco lento, pero no tanto como para no advertir lo que está haciendo esa enfermera.

Harding da una fuerte chupada al cigarrillo y mientras habla va expulsando el humo.

– Al doctor Spivey… le ocurre lo mismo que a todos nosotros, McMurphy, es del todo consciente de que no está a la altura. Está asustado, desesperado, paralizado como un conejito, es por completo incapaz de dirigir esta galería sin la ayuda de la señorita Ratched, y lo sabe. Y, lo que es peor, ella sabe que él lo sabe y se lo recuerda cada vez que se presenta la ocasión. Cada vez que descubre que ha cometido un pequeño error en los papeles o en la clasificación, por ejemplo, se lo pasa por la cara, como puede imaginar.

– Así es -dice Cheswick, que se ha situado junto a McMurphy-, nos pasa nuestros errores por la cara.

– ¿Por qué no la echan?

– En este hospital -dice Harding-, el médico no está capacitado para contratar o despedir. De eso se encarga el supervisor, y el supervisor es una mujer, una vieja amiga de la señorita Ratched; sirvieron juntas como enfermeras militares en los años treinta. Aquí sufrimos un matriarcado, amigo, y el doctor está tan indefenso como nosotros mismos. Sabe que la Ratched no tiene más que coger ese teléfono que puede ver ahí, junto a su codo, y llamar a la supervisora y comentarle, bueno, que, por ejemplo, el doctor está pidiendo al parecer mucho Demerol.

– Alto, Harding, no estoy al corriente de toda esa jerga.

– El Demerol es un opiáceo sintético, amigo, dos veces más adictivo que la heroína. Es muy frecuente que los médicos se droguen con ese producto.

– ¿Ese renacuajo? ¿Un drogadicto?

– La verdad es que no lo sé.

– Entonces de qué le sirve a ella acusarle de…

– Oh, escúcheme bien, amigo. Ella no le acusa. Basta con que insinúe, cualquier cosa, ¿no lo comprende? ¿No lo ha notado hoy? Llama a uno desde la puerta de la Casilla de las Enfermeras, se lo queda mirando y le comenta que ha encontrado un Kleenex debajo de su cama. Sólo lo comenta. Y, cualquiera que sea la explicación que dé, uno tiene la sensación de que está mintiendo. Si dice que lo ha usado para limpiar la pluma, ella dirá, «una pluma, comprendo», y si dice que está resfriado, le dirá, «un resfriado, comprendo», y agitará su impecable moñito gris y sonreirá con su impecable sonrisa y dará media vuelta y volverá a la Casilla de las Enfermeras, mientras uno se queda allí parado pensando para qué usó ese Kleenex.

Comienza a temblar de nuevo y se le doblan otra vez los hombros.

– No. No tiene necesidad de acusar. Es un genio para las insinuaciones. Durante la discusión de hoy, ¿la ha oído acusarme alguna vez? Sin embargo, es como si me hubieran acusado de un montón de cosas: de celos y de paranoia, de no saber satisfacer a mi mujer, de tener relaciones con amigos del sexo masculino, de sostener el cigarrillo con afectación, incluso -ésa es la impresión que tengo- me ha acusado de no tener sino una mata de vello entre las piernas; ¡y un vello sedoso y suave y rubio, por añadidura! ¿Capadora? ¡Oh, la está infravalorando!

Harding calla de improviso y se inclina para recoger la mano de McMurphy entre las suyas. Tiene el rostro curiosamente ladeado, aguzado, moteado de gris y de rojo, como una botella de vino rota.

– ¡Este mundo… es de los fuertes, amigo! El ritual de nuestra existencia se basa en el fortalecimiento del más fuerte a base de devorar al débil. Tenemos que aceptarlo. Es muy justo que así sea. Tenemos que aprender a reconocer que ésta es la ley natural de la existencia. Los conejos aceptan su papel en el ritual y reconocen que el lobo es el fuerte. Para defenderse, el conejo se vuelve cauto y huidizo y temeroso y cava agujeros y se esconde cuando se acerca el lobo. Y resiste, sigue adelante. Sabe cuál es su lugar. Desde luego, no desafía al lobo a un combate. Porque, ¿cree que eso sería prudente? ¿Lo sería?

Suelta la mano de McMurphy, se echa hacia atrás y cruza las piernas, da otra larga chupada al cigarrillo, lo extrae de la estrecha hendidura de su sonrisa y suelta otra vez aquella risa: iiii-iiii-iiii, semejante al chirrido de un clavo al ser arrancado de un tablón.

– Señor McMurphy… amigo mío… no soy un pollo, soy un conejo. El doctor es un conejo. Cheswick, ese de ahí, es un conejo. Billy Bibbit es un conejo. Todos los que estamos aquí somos conejos, de variada edad y condición, que vamos dando saltitos por nuestro mundo a lo Walt Disney. Oh, fíjese bien, no estamos aquí por ser conejos -siempre lo seremos, estemos donde estemos-, todos estamos aquí porque no conseguimos adaptarnos a nuestra condición de conejos. Necesitamos un buen lobo fuerte como la enfermera, que nos ponga en nuestro lugar.

– Tonterías. ¿No vas a decirme que piensas quedarte sentado y dejar que una vieja con el pelo azul te convenza de que eres un conejo?

– Convencerme no. Yo nací conejo. No tienes más que mirarme. Simplemente necesito a la enfermera para que me haga sentirme feliz con mi papel.

– ¡No eres un conejo, qué demonios!

– ¿No ves las orejas?, ¿la naricilla inquieta?, ¿la graciosa colita?

– Estás hablando como un lo…

– ¿Cómo un loco? Qué perspicaz.

– Maldita sea, Harding, no me refería a eso. No estás loco en ese sentido. Quería decir… diablos, me ha sorprendido comprobar lo cuerdos que estáis todos. A mi entender, no estáis más locos que cualquiera de los necios que corren por las calles…

– Ah sí, los necios de las calles.

– Pero no, ya me entendéis, locos como los que salen en las películas. Sólo estáis obsesionados y… un poco…

– Y un poco acoquinados como conejos, ¿no es eso?

– ¡Conejos, qué va! No os parecéis en nada a un conejo, córcholis.

– Señor Bibbit dé unos saltitos para que le vea el señor McMurphy. Señor Cheswick muéstrele su pelaje.

En el acto, Billy Bibbit y Cheswick se convirtieron ante mis propios ojos, en dos jorobados conejitos blancos, pero les da vergüenza hacer lo que les ha indicado Harding.

– Ah, son vergonzosos, McMurphy. ¿Encantadores, verdad? O, a lo mejor, están incómodos porque no se han portado como buenos amigos. Tal vez sientan remordimientos por haber permitido que ella les hiciera actuar de interrogadores. Ánimo, amigos, no hay motivo para avergonzarse. Así son las cosas. Los conejos no deben ser fieles a sus amigos. Sería una tontería. No, habéis obrado prudentemente, como unos cobardes, pero prudentemente.

– Oye, Harding -dice Cheswick.

– No, no, Cheswick. No te irrites al oír la verdad.

– Óyeme bien; yo mismo he dicho alguna vez lo mismo que McMurphy ha estado diciendo ahora de la vieja señora Ratched.

– Sí, pero lo dijiste con gran sigilo y después te retractaste de todo. Tú también eres un conejo, no intentes rehuir la verdad. Por eso no te guardo rencor por las preguntas que me has hecho durante la reunión de hoy. No has hecho más que desempeñar tu papel. Si te hubiese tocado el turno a ti, o a ti, Billy, o a ti, Fredrickson, yo os hubiera atacado con la misma crueldad con que lo habéis hecho vosotros. No debemos avergonzarnos de nuestro comportamiento; así deben actuar los pequeños animalillos.