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McMurphy da media vuelta sobre la silla y mira de arriba abajo a los demás Agudos.

– No estoy muy seguro, pero creo que deberían avergonzarse. En mi opinión, su manera de conchabarse con ella contra usted fue bastante rastrera. Por un instante he creído que volvía a encontrarme en un campo de prisioneros de los chinos rojos…

– McMurphy, por el amor de Dios -dice Cheswick-, escúcheme un momento.

McMurphy vuelve la cabeza y escucha, pero Cheswick no sigue adelante. Cheswick nunca sigue adelante; es uno de esos tipos que, como si estuviesen a punto de lanzarse al ataque, arman, gritan, se abalanzan, saltan arriba y abajo unos minutos, avanzan un par de pasos, y abandonan. McMurphy lo mira, desconcertado otra vez, después de tan gallarda entrada en escena, y le dice:

– Es casi una copia perfecta de los campos de prisioneros chinos.

Harding levanta las manos instando a la calma.

– Oh, no, no, no es cierto. No debe culparnos, amigo. No. La verdad es que…

Veo que los ojos de Harding se encienden de nuevo; me parece que va a echarse a reír, pero en vez de eso se quita el cigarrillo de la boca y lo blande en dirección a McMurphy; el cigarrillo en el extremo de su mano parece uno más de aquellos delgados y blancos dedos, sólo que echa humo por la punta.

– … también usted, señor McMurphy, pese a sus bravuconadas de vaquero y a su fanfarronería de vía estrecha, y muy probablemente bajo esa apariencia encallecida, también usted es tan sensible y melindroso y conejil como nosotros.

– Claro, seguro. Yo tengo una colita de algodón. ¿En qué me parezco a un conejo, Harding? ¿Por mis inclinaciones psicópatas? ¿Por mi inclinación a la pelea o por mi inclinación a las mujeres? ¿Por lo de las mujeres, verdad? Todo ese taca-taca-gracias-hasta-otra. Sí, el taca-taca, probablemente por eso soy un conejo…

– Un momento; creo que ha planteado una cuestión que debe ser discutida. Los conejos son famosos por determinada característica, ¿verdad? En realidad, su capacidad reproductora es notoria. Sí. Mmm. Pero, en cualquier caso, lo que usted ha dicho sólo indica que es un conejo sano, bien adaptado y perfectamente funcional, mientras que la mayoría de los que estamos aquí ni siquiera poseemos la habilidad sexual suficiente para clasificarnos entre los conejos normales. Unos fracasados, eso somos: débiles, raquíticas, amedrentadas criaturas de una raza canija. Conejos, sin taca-taca; una imagen patética.

– Alto ahí; siempre tergiversas lo que digo…

– No. Tenía razón. Fue usted quien nos hizo notar hacia dónde iban dirigidos los picotazos de la enfermera. ¿Recuerda? Tenía razón. No hay aquí un solo hombre que no tema estar perdiendo o haber perdido ya su potencia. Somos unas ridículas criaturas incapaces incluso de demostrar virilidad en un mundo de conejos, hasta ahí llega nuestra flaqueza y nuestra ineptitud. Eeey. ¡Yo diría que somos los conejos de los conejos!

Se inclina otra vez hacia adelante y de su boca comienza a brotar la forzada risa estridente que yo esperaba, sus manos revolotean a su alrededor, su rostro se retuerce.

– ¡Harding! ¡Cierra ese maldito pico!

Es como una bofetada. Harding calla, para en seco con la boca todavía abierta en una tensa mueca, las manos le cuelgan en medio de una azulada nube de humo de tabaco. Se queda un segundo así inmóvil; luego sus ojos se cierran hasta dejar tan sólo una taimada rendija y los mueve lentamente hacia McMurphy, habla tan bajo que tengo que arrastrar la escoba hasta su silla para poder oír lo que dice.

– Amigo… usted… tal vez sea un lobo.

– Maldita sea, no soy ningún lobo y usted no es un conejo. Anda, nunca había oído tamaña…

– Gruñe usted como un lobo.

McMurphy suspira con un sonoro silbido y se aparta de Harding para dirigirse al resto de los Agudos que les rodean.

– A ver, muchachos. ¿Qué demonios os pasa? No estáis tan locos, no creéis que os parecéis a un animal, ¿verdad?

– No -dice Cheswick y se sitúa junto a McMurphy-. No, cielo santo, yo no. No soy un conejo, faltaría más.

– Así me gusta, Cheswick. ¿Y los demás? Aclaremos las cosas. Os habéis visto, intentando convenceros unos a otros de que esa cincuentona es un ser temible. Al fin y al cabo, ¿qué puede haceros?

– Sí, ¿qué? -dice Cheswick y fulmina al resto con la mirada.

– No os puede azotar. No os puede quemar con hierros ardientes. No puede ataros al potro. Ahora hay leyes que prohíben estas cosas; no estamos en la Edad Media. No puede haceros absolutamente na…

– ¡Usted ha vi-vis-to lo que pu-pu-puede hacernos! En la reu-u-unión.

Observo que Billy Bibbit ya no tiene aspecto de conejo. Se inclina sobre McMurphy, procura seguir hablando con la boca llena de baba y el rostro encendido. Luego da media vuelta y se aleja de él.

– Ah, es i-i-i-i-imposible. Debería ma-ma-ma-tarme.

McMurphy le grita mientras se aleja.

– ¿En la reunión? ¿Qué he visto yo en la reunión? Repámpanos, lo único que le he visto hacer ha sido un par de preguntas y preguntas sencillas, amables, por lo demás. Las preguntas no hacen daño, no son palos ni piedras.

Billy le mira otra vez.

– Pero la ma-ma-manera de hacerlas…

– No tienes por qué contestarle, ¿verdad?

– Si u-u-uno no contesta, ella sólo sonríe y to-to-toma nota en su libreta y después, después, ¡oh, no!

Scanlon se acerca a Billy.

– Si uno no le contesta, Mac, se está delatando con su mismo silencio. Es el truco de esos bribones del gobierno para atraparnos a todos. No hay salida. La única solución es volar todo el tinglado de esta cochina tierra… volarlo todo.

– Bueno, cuando hace una de esas preguntas, ¿por qué no la mandáis a freír espárragos?

– ¿Y de qué serviría, Mac? Se limitaría a replicar con un «¿Por qué parece alterarle tanto esa pregunta concreta, Paciente McMurphy?».

– Y bien, se la manda al carajo otra vez. Se los manda a todos al carajo. De momento, no te han hecho nada.

Los Agudos comienzan a apiñarse a su alrededor. Esta vez el que responde es Fredrickson.

– Muy bien, le dices eso y te clasifican como Potencialmente Agresivo y te mandan arriba a la galería de los Perturbados. A mí me pasó eso. Tres veces. Esos pobres tipos de ahí arriba ni siquiera pueden salir de la galería para ir a ver la película del sábado por la tarde. No tienen ni televisión.

– Y, óyelo bien, si continúas manifestando actitudes hostiles, como esa tendencia a mandar a la gente al carajo, te ponen en lista para la Sala de Chocs, o tal vez incluso para algo más grave, una operación, un…

– Maldita sea, Harding, ya le he dicho que no entiendo esta jerga.

– La Sala de Chocs, señor McMurphy, quiere decir la máquina de TES, Terapia de Electrochoc. Un artilugio que es como un compendio de la pastilla para dormir, la silla eléctrica y el potro de torturas, todo en uno. Es un buen truco, simple, rápido, apenas doloroso, tan rápido es; pero nadie quiere pasar por eso, nunca.

– ¿Cuáles son sus efectos?

– Atan al paciente a una mesa con los brazos en cruz -es curioso- y con una corona de electrodos en vez de espinas. Le conectan unos alambres a ambos lados de la cabeza y – ¡zap! -. Una corriente eléctrica que cuesta cuatro chavos le atraviesa el cerebro y, así, de una sola vez, uno recibe un tratamiento y un castigo por su hostil actitud de mandar a la gente al carajo, aparte de que le dejan fuera de combate por un período que oscila entre seis horas y tres días, según los casos. Incluso después de recuperar el conocimiento, uno continúa desorientado varios días. Imposible recordar nada. Si los tratamientos son frecuentes, el tipo puede acabar como el señor Ellis, colgado ahí de la pared. Un idiota babeante que, a los treinta y cinco años, se mea en los calzones. O puede convertirse en un organismo que come y elimina y grita «joder a la mujer», como Ruckly. O si no fíjese en el Jefe Escoba agarrado a su apodo ahí detrás de usted.