– Muy bien. De acuerdo – McMurphy se frota las manos-. Os diré lo que se me ha ocurrido. Vosotros parecéis convencidos de que ella es el no va más, ¿verdad? Que es una – ¿cómo dijisteis? – una mujer inexpugnable. Lo que quiero saber es cuántos están dispuestos a apostar algo.
Apostar…
– Eso dije: ¿hay algún listorro que quiera apostar algo contra estos cinco dólares a que -en menos de una semana- soy capaz de dejar en pelotas a esa mujer sin que ella me haga nada? Una semana, y si no consigo desconcertarla hasta que no sepa por dónde va, os quedáis con los cinco dólares.
– ¿Eso apuestas?
Cheswick salta ora sobre un pie ora sobre el otro y comienza a frotarse las manos igual que McMurphy.
– Como lo oyes.
Harding y unos cuantos más dicen que no lo entienden.
– Es bastante fácil. No tiene ninguna complicación. Me gusta apostar. Y me gusta ganar. Y creo poder ganar esta apuesta, ¿conforme? Tengo tanta suerte en las apuestas que, en Pendleton, llegó un momento en que nadie quería jugarse ni un céntimo conmigo. La verdad es que uno de los motivos de que intentara venir aquí fue que necesitaba nuevas presas. Os diré una cosa: antes de venir me enteré de algunos detalles. Casi la mitad de los que estáis aquí cobráis una pensión, tres o cuatrocientos al mes, y no podéis hacer nada con ese dinero, excepto dejar que vaya acumulando polvo. Pensé que podría aprovechar esa circunstancia y de paso alegraros un poco la vida a todos vosotros. Soy un jugador empedernido y no estoy acostumbrado a perder. No he conocido aún a una mujer más macho que yo, tanto me da si se me levanta con ella como si no. Es posible que el tiempo juegue a su favor, pero yo también llevo una larguísima temporada de buena racha.
Se quita la gorra, la hace girar sobre un dedo, la lanza al aire y la coge por la espalda con la otra mano, con gran elegancia.
– Y otra cosa: estoy aquí porque así lo había planeado, pura y simplemente, porque es mejor estar aquí que en un correccional. Que yo sepa no soy un lunático, o al menos nunca me lo habían dicho. Vuestra enfermera no lo sabe; no se espera que se le acerque alguien con una mente tan sagaz como la mía. Son cosas que me dan una provechosa ventaja. Conque, cinco dólares contra cualquiera que desee apostar que soy incapaz de comerme viva a esa enfermera en menos de una semana.
– Todavía no sé si…
– Está muy claro. Me la como viva, la hago trizas. La dejo en pelotas. La atormento hasta que se desmorone y demuestre, por una vez, que no es tan inexpugnable como creéis. Una semana. Tú decidirás quién gana.
Harding saca un lápiz y escribe algo en el bloc del pinacle.
– Conforme. Apuesto diez dólares de ese dinero que tienen apolillándose a mi nombre en Depósitos. Pagaría hasta el doble por presenciar tan improbable milagro, amigo.
McMurphy mira el papel y lo dobla.
– ¿Alguien más?
Los demás Agudos se han puesto en fila, esperan su turno para usar el bloc. A medida que los van llenando, él va cogiendo los trozos de papel y se los guarda en la palma de la mano, sujetándolos con un grueso pulgar muy tieso. Veo cómo van amontonándose los trozos de papel en su mano. Los mira.
– ¿Me confiáis las apuestas, amigos?
– Creo que no hay milagro -dice Harding-. Estarás una temporada sin salir de aquí.
Una Navidad, al filo de medianoche, cuando estábamos en el antiguo local, la puerta de la galería se abrió violentamente de un empujón y dio paso a un hombre gordo y barbudo, con los ojos enrojecidos por el frío y con la nariz como una cereza. Los negros lo acorralaron en el pasillo con sus linternas. Observé que se había enredado de mala manera con las guirnaldas que había colgado por todas partes el de Relaciones Públicas y que avanzaba a trompicones en la oscuridad. Con una mano se protegía los ojos enrojecidos de la luz de las linternas, mientras se chupaba el bigote.
– Jo, jo, jo -dijo-. Me gustaría quedarme un rato, pero tengo prisa. Llevo un programa muy apretado, saben. Jo, jo. He de irme…
Los negros avanzaron con sus lámparas. Le obligaron a permanecer seis años aquí antes de darle de alta, bien afeitado y flaco como un palo.
La Gran Enfermera puede hacer marchar el reloj de la pared a la velocidad que desee, le basta hacer girar uno de los mandos de la puerta de acero. De pronto, se le ocurre acelerar las cosas, aumenta la velocidad del reloj y las manecillas se lanzan desenfrenadas por la esfera como los rayos de una rueda. Las escenas que se proyectan en las pantallas que tenemos por ventanas muestran rápidas variaciones de luz para indicar que es la mañana, el mediodía o la noche, la luz y la oscuridad se suceden velozmente y todo el mundo enloquece al intentar seguir el ritmo de ese tiempo ficticio; un terrible torbellino de afeitados y desayunos y citas y comidas y medicamentos y diez minutos de noche, de forma que uno apenas tiene tiempo de cerrar los ojos cuando las luces del dormitorio ya le obligan a levantarse otra vez y vuelta a empezar el torbellino, a todo vapor, cumpliendo tal vez veinte veces en una hora todo el programa del día, hasta que la Gran Enfermera advierte que todos están al borde del colapso y aminora la marcha, reduce el ritmo de la esfera, como si fuese un niño que, después de juguetear un rato con el proyector de cine, cansado de contemplar la película a una velocidad diez veces superior a la normal, harto de ese corretear como de insectos y de esas voces chillonas, vuelve a ponerlo al ritmo que le corresponde.
Tiene propensión a acelerar las cosas, de ese modo los días en que, por ejemplo, uno tiene visita o cuando las Damas de Caridad han traído de Portland un espectáculo arrevistado, ocasiones en que uno quisiera que el tiempo se detuviera y se dilatara. Ésos son los momentos que escoge para acelerar las cosas.
Pero en general ocurre todo lo contrario: se marcha a ritmo lento. Hace girar el mando hasta el punto cero y deja el sol paralizado ahí, en la pantalla y éste pasa semanas sin moverse un ápice y no se ve ni un fulgor en las hojas de los árboles ni en las briznas de hierba. Las manecillas del reloj se quedan inertes a las tres menos dos minutos y la enfermera es capaz de dejarlas ahí quietas hasta que nos pudramos. Permanecemos sentados como estatuas y no podemos movernos, no podemos caminar ni cambiar de posición para desentumecernos, no podemos tragar saliva ni respirar. Sólo los ojos pueden moverse y lo único que se ve son Agudos petrificados al otro lado de la sala en espera de que alguno decida a quién le toca jugar. El viejo Crónico que tengo al lado lleva seis días muerto y se está pudriendo pegado a la silla. Y en vez de niebla, a veces ella deja salir una especie de gas químico por las rendijas de ventilación y, cuando el gas se transforma en plástico, toda la galería queda convertida en una masa compacta.
Dios sabe cuánto rato permanecemos así suspendidos.
Luego, comienza a mover gradualmente el mando, paso a paso, y eso resulta aún peor. Me es más fácil quedarme ahí como muerto que seguir esa lánguida y pegajosa partida de cartas al otro lado de la habitación, en la cual los jugadores tardan tres días en dejar caer una carta. Mis pulmones absorben el denso aire plástico como si lo chuparan por el ojo de una aguja. Intento ir al lavabo y me siento sepultado bajo una tonelada de arena, que me aprieta la vejiga hasta que la frente comienza a zumbarme y a echar chispas verdes.
Pongo todos mis músculos y mis huesos en el empeño de salir de esa silla e ir al lavabo, me esfuerzo hasta que me tiemblan las piernas y los brazos y me duelen los dientes. Tiro y tiro y lo único que consigo es apartarme tal vez medio centímetro del asiento de cuero. Conque abandono y me desplomo y dejo correr la orina, cuyas sales corrosivas activan un alambre que me recorre la pierna izquierda, lo cual enciende humillantes alarmas, sirenas, luces; todo el mundo se levanta y se pone a gritar y a correr de un lado a otro y los dos negros altos van dando puñetazos a diestro y siniestro para abrirse paso entre el barullo mientras avanzan decididos hacia mí, blandiendo fregonas de alambre de cobre que rechinan y crepitan con los cortocircuitos que provoca el agua.