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De hecho, la única ocasión en que nos vemos libres de ese control del tiempo es en medio de la niebla; entonces el tiempo pierde todo sentido. Se esfuma en la niebla, como todo lo demás. (Hoy no han conectado la niebla a fondo en todo el día, al menos desde que llegó McMurphy. Me apuesto cualquier cosa a que bramaría como un toro si lo hicieran.)

Cuando no ocurre nada de particular, solemos estar ocupados luchando contra la niebla o el control del tiempo, pero hoy ha sucedido algo: no han empleado ninguna de esas artimañas desde la hora del afeitado. Esta tarde todo funciona como es debido. Cuando entra el nuevo turno de guardia, el reloj marca las cuatro treinta, tal como debe ser. La Gran Enfermera despide a los negros y echa un último vistazo a la sala. Extrae una larga aguja de plata del moño azul acerado que le adorna la nuca, se quita el gorro blanco y lo deposita con cuidado en una caja de cartón (hay bolas de naftalina en esa caja) y vuelve a clavar con energía la aguja de sombrero en su pelo.

Veo cómo les da las buenas noches a todos detrás del cristal. Entrega una nota a la enfermera del turno de noche, la que tiene una gran mancha de nacimiento en la piel; luego alarga la mano hacia el panel de control, encima de la puerta de acero y conecta el altavoz de la sala de estar:

– Buenas noches, muchachos. A portarse bien.

Y sube aún más el volumen. Pasa un dedo por el cristal de su ventana; su mirada de disgusto indica al negro gordo que acaba de entrar de servicio que más vale que lo limpie, y él comienza a frotar el cristal con una toallita de papel antes de que ella haya tenido tiempo de cerrar tras sí la puerta de la galería.

La maquinaria de las paredes silba, murmura, aminora el ritmo.

Luego, hasta que anochece, comemos y nos duchamos y volvemos a sentarnos en la sala de estar. El Viejo Blastic, el más viejo de los Vegetales, se aprieta el estómago y gimotea. George (los negros le llaman Rub-a-Dub [2]) se está lavando las manos en la fuente. Los Agudos se sientan a jugar a las cartas y se esfuerzan por captar una imagen con nuestro televisor, para lo cual lo trasladan de un lado a otro, hasta donde les permite el cordón, a ver si logran la onda.

Los altavoces siguen emitiendo música en el techo. La música de los altavoces no se transmite por radioondas, por eso la maquinaria no produce interferencias. La música procede de un magnetófono que tienen en la Casilla de las Enfermeras, nos conocemos tan bien la cinta que nadie la escucha conscientemente, excepto los nuevos como McMurphy. Todavía no se ha acostumbrado. Está jugando cigarrillos al «veintiuno» y el altavoz está justo encima de la mesa de juego. Se ha calado la gorra tan adelante que tiene que echar la cabeza hacia atrás y atisbar bajo la visera para ver su mano. Sostiene un cigarrillo entre los dientes y va parloteando como un tratante de ganado que vi una vez en una subasta en Los Rápidos.

– … vamos, vamos, vamos, adelante -dice muy deprisa en voz bastante alta-; estoy esperando que te decidas; venga, lo tomas o lo dejas. ¿Lo tomas dices? Vaya, vaya, vaya, el chico quiere probar suerte, y eso que ya tiene un rey. Hay que ver. Ahí va; mala suerte, una dama para el rey. Te toca a ti, Scanlon, y ¡ojalá esos idiotas de la casilla bajaran esa horripilante música! ¡Huuy! ¿Nunca para de tocar ese aparato, Harding? En mi vida había oído algo parecido.

Harding le mira sin comprender.

– ¿De qué ruido me habla, señor McMurphy?

– Esa maldita radio. Válgame Dios. Ha estado sonando desde que llegué esta mañana. Y ahora no me vengas con el cuento de que no oyes nada.

Harding escucha atentamente.

– Oh sí, eso que llaman música. Sí, supongo que la oímos si prestamos atención, pero uno también puede oír los latidos de su corazón, si se concentra suficientemente. -Le hace un guiño a McMurphy-. Verá, lo que oye es un magnetófono. Casi nunca escuchamos la radio, amigo. Las noticias internacionales podrían resultar poco terapéuticas. Y todos hemos oído tantas veces esa cinta que nos resbala, al igual que el que vive cerca de una cascada acaba por no oír el sonido del agua. ¿Cree que si viviera cerca de una cascada la oiría durante mucho tiempo?

(Yo aún oigo el sonido de las cascadas en el río Columbia, siempre, siempre, oiré el aullido de Charley Barriga de Oso cuando ensartó un gran salmón, y el rumor de los peces en el agua, y las risas de los niños desnudos en la orilla, y las mujeres junto a los bastidores donde ponen el pescado a secar… sonidos que me llegan de un tiempo muy lejano.)

– ¿Siempre lo tienen conectado, como una cascada? -dice McMurphy.

– Lo apagan cuando dormimos -dice Cheswick -, pero funciona el resto del día, en serio.

– No lo soporto más. ¡Voy a decirle a ese estúpido de ahí dentro que lo pare o le daré una patada en el culo!

Va a levantarse y Harding le da en el brazo.

– Amigo, declaraciones como ésa pueden valerte una etiqueta de peligroso. ¿Quieres perder la apuesta?

McMurphy le mira.

– ¿Ah, conque es eso? ¿Una guerra de nervios? ¿No aflojan ni un momento?

– Eso es.

Se recuesta lentamente en su silla y dice: -Repámpanos.

Harding mira a los demás Agudos sentados en torno a la mesa.

– Caballeros, creo detectar ya un desmoronamiento muy poco heroico en el estoicismo de cowboy de película de nuestro pelirrojo retador.

Mira a McMurphy que está en el otro extremo de la mesa y le sonríe. McMurphy asiente con la cabeza, la echa hacia atrás como si se dispusiera a guiñar el ojo y se chupa el grueso pulgar.

– Muy bien, parece que el viejo Profesor Harding se está espabilando. Ha ganado un par de vueltas y comienza a ponerse chulo. Bueno; ahí lo tienen con un dos a la vista y ahí va un paquete de Marlboro a que no sigue… Huuy, quiere ver mi juego, de acuerdo, Profesor, ahí va un tres, quiere otro, ahí va otro dos, ¿a por todo Profesor? ¿Quiere ver si consigue esa doble paga o prefiere jugar sobre seguro? Otro paquete a que no sigue. Bueno, el Profesor quiere ver mi juego, se acabó la comedia, mala suerte, otra dama y el Profesor cateó…

Del altavoz comienza a salir otra canción, sonora y estridente y con mucho acordeón. McMurphy mira el altavoz y su discurso va subiendo de tono para no quedarse atrás.

– Andando, andando, muy bien, el siguiente, maldita sea, lo tomas o lo dejas… ¡Ahí voy…!

Sin parar hasta que, a las nueve treinta, se apagan las luces.

Podría haberme pasado la noche contemplando a McMurphy en esa mesa de «veintiuno», su manera de repartir las cartas, cómo hablaba y los iba avasallando hasta que parecían a punto de abandonar, luego les dejaba ganar un par de manos para que recuperasen la confianza y los hacía picar otra vez. En cierto momento, hizo una pausa para fumar un cigarrillo, se balanceó hacia atrás en la silla, con las manos bajo la nuca, y les dijo:

– El secreto de los buenos jugadores es saber descubrir qué espera el otro y saber hacerle creer que va a obtenerlo. Lo aprendí cuando trabajé una temporada en la rueda de la fortuna de una feria. Uno palpa al incauto con la mirada cuando se acerca y dice para sus adentros: «Ahí viene un tipo que se las da de muy macho.» Y cada vez que parece enfadarse porque no le va bien el juego se finge un miedo terrible y con expresión temblorosa se le dice: «No se preocupe, señor. La próxima vez invita la casa, señor.» Y así cada uno obtiene lo que deseaba.

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[2] De una copla infantil que dice: «Ruba-a-adub-dub/Three men in a tub» (Frota, frota/tres hombres en la bañera). (N. del T.)