Se echa hacia delante y las patas de su silla tocan el suelo con un chasquido. Coge la baraja, recorre el borde de las cartas con el dedo y lo golpea contra la mesa, se chupa el índice y el pulgar.
– Y en mi opinión lo que vosotros andáis buscando es un buen envite capaz de tentaros. Ahí van diez paquetes para la próxima vuelta. Andando, allá voy, a ver quién es el macho…
Y echa la cabeza hacia atrás y suelta una fuerte risotada al ver cómo se apresuran a apostar los chicos.
Esa risotada estuvo resonando toda la noche en la sala de estar y él no paró de bromear y parlotear y de intentar hacer reír a los otros jugadores mientras iba repartiendo las cartas. Pero todos tenían miedo de lanzarse; hace demasiado tiempo que han perdido la costumbre. Al fin él se cansó y se puso a jugar en serio. Le ganaron un par de vueltas, pero siempre lograba recuperarse, con esfuerzo o con astucia, y las pirámides de cigarrillos que tenía a ambos lados no paraban de crecer.
Entonces, poco antes de las nueve treinta, comenzó a dejarles ganar, les dejó que lo recuperaran todo con tanta rapidez que casi olvidaron lo que habían perdido. Pagó el último par de cigarrillos que le quedaba, dejó la baraja sobre la mesa, se recostó en la silla con un suspiro, se apartó la gorra de los ojos, y así terminó la partida.
– Bueno, se gana un par de manos, se pierden las otras, es la vida. -Meneó la cabeza con aire resignado-. No sé, siempre fui bastante bueno jugando al «veintiuno», pero creo que sois demasiado listos para mí. ¡Con esa especie de intención vuestra cualquiera se arriesga mañana a jugarse billetes de verdad!
Ni siquiera comete el error de imaginar que se lo creen. Les ha dejado ganar y todos los que contemplamos la partida lo sabemos. También lo saben los jugadores. Pero aun así, no hay ni uno que no tenga una mirada de triunfo en la cara mientras recoge su pila de cigarrillos -cigarrillos que en realidad no ha ganado, sino que sólo ha recuperado, puesto que de entrada eran suyos-, como si fuese el jugador más empedernido de todo el Mississippi.
El negro gordo y el otro negro, que se llama Geever, nos hacen salir de la sala de estar y comienzan a apagar las luces con una llavecita que llevan colgada de una cadena y, a medida que se va oscureciendo la sala, más grandes y más brillantes se ven allí, en su casilla, los ojos de la enfermera que tiene una marca de nacimiento. Se ha apostado junto a la puerta de la casilla de cristal y comienza a distribuir pastillas para dormir a los hombres que van desfilando frente a ella, y tiene que hacer un esfuerzo para no hacerse un lío con las pócimas que esta noche le corresponden a cada uno. Ni siquiera mira dónde echa el agua. Lo que la tiene tan alterada es el gigante pelirrojo de la espantosa gorra y la horrible cicatriz, que comienza a aproximársele. Observa cómo McMurphy se aparta de la mesa de juego en la oscura sala de estar, se pasa una mano callosa por la roja mata de vello que le asoma por la abertura de la camisa de trabajo y, por su forma de retroceder cuando él llega a la puerta de la casilla, imagino que la Gran Enfermera le ha hecho alguna advertencia. («Oh, antes de dejarlo todo en sus manos durante la noche, quisiera decirle una cosa, señorita Pilbow; ese nuevo paciente que está ahí sentado, el de las patillas rojas y las cicatrices en la cara… tengo buenos motivos para creer que es un obseso sexual.»)
McMurphy advierte que la enfermera le mira asustada, con los ojos muy abiertos, y asoma la cabeza por la puerta donde ella está repartiendo pastillas y le lanza una amplia sonrisa que quiere ser amistosa. Ella se aturulla al verlo y deja caer el jarro de agua a sus pies. Da un grito y un saltito, y al sacudir la mano se le escapa la píldora que estaba a punto de entregarme y se le cae en el escote del uniforme, en el mismo lugar donde esa marca de nacimiento parece formar un río de vino que fluye hacia un valle.
– Permita que le eche una mano, señora.
Y esa terrible garra traspasa la puerta de la casilla, llena de cicatrices y tatuajes y de un vivo color rojo.
– ¡Apártese! ¡Tengo dos ayudantes aquí en la galería!
Busca a los negros con la mirada, pero han salido a atar a los Crónicos a sus camas y están demasiado lejos para poder acudir en su ayuda en caso de emergencia. McMurphy sonríe y le muestra la palma de la mano para que vea que no tiene ninguna navaja. Ella sólo advierte el reflejo de la luz sobre esa palma callosa, lisa y brillante.
– Señorita, sólo quiero…
– ¡Apártese! Los pacientes no pueden entrar en… Oh, apártese, ¡soy católica! -y al decirlo tira de la cadenita de oro que lleva colgada al cuello y entre sus pechos aparece una cruz, ¡que catapulta la pastilla perdida! McMurphy da un manotazo justo frente a sus ojos. Ella grita y se mete la cruz en la boca y aprieta los ojos como si estuvieran a punto de violarla, y así se queda, blanca como el papel, a excepción de la mancha que parece aún más intensa, como si hubiera absorbido la sangre del resto del cuerpo. Cuando por fin vuelve a abrir los ojos su mirada topa con aquella mano callosa que le ofrece la cápsula roja.
– … iba a recoger el jarro que usted dejó caer. -Y se lo tiende con la otra mano.
Ella jadea con violencia. Coge el jarro que él le ofrece.
– Gracias. Buenas noches, buenas noches -y cierra la puerta en las narices del siguiente hombre, se acabaron las pastillas por hoy.
En el dormitorio, McMurphy deja caer la pastilla sobre mi cama.
– ¿Quieres tu dulcecito, Jefe?
Niego con la cabeza y él sacude la pastilla de la cama con el dedo como si fuera un bicho molesto. La pastilla cae al suelo dando tumbos con un chirrido de grillo. Él se dispone a acostarse, comienza a desvestirse. Debajo de los pantalones de trabajo lleva unos calzoncillos de satén negro como el carbón, cubiertos de grandes ballenas blancas con los ojos rojos. Sonríe cuando ve que estoy mirando sus calzoncillos.
– Regalo de una estudiante de Oregón, Jefe, graduada en Literatura. -Tira del elástico con el pulgar-. Dijo que me los daba porque yo era un símbolo.
Tiene los brazos y el cuello y la cara tostados por el sol y cubiertos de un rizado vello anaranjado. Luce un tatuaje en cada uno de sus grandes hombros; uno dice «Luchadores Empecinados» y ostenta un diablo con un ojo rojo y cuernos también rojos y un rifle M-l; el otro representa una mano de póquer extendida sobre el músculo: ases y ochos. Deja el hatillo de ropas sobre la mesita de noche que hay junto a mi cama y comienza a dar puñetazos a la almohada. Le han dado una cama justo al lado de la mía.
Se mete entre las sábanas y me dice que más vale que también me acueste porque ahí viene uno de los negros a escudriñarnos con la linterna. Miro a mi alrededor y veo que se acerca el negro llamado Geever, me quito los zapatos a toda prisa y me meto en la cama, en el momento en que se acerca para asegurarme las mantas con una sábana puesta de través. Cuando acaba conmigo echa un último vistazo a la habitación, suelta una risita y apaga las luces.
A excepción del blanco halo de luz de la Casilla de las Enfermeras que alumbra el pasillo, el dormitorio está a oscuras. Apenas logro distinguir a McMurphy junto a mí; respira profunda y regularmente y las mantas que le cubren suben y bajan de forma rítmica. La respiración se va haciendo más y más lenta, hasta que supongo que lleva un rato dormido. Entonces, procedente de su cama, oigo un suave carraspeo, como un relincho de caballo. Aún está despierto y se ríe solo.
Deja de reír y me susurra:
– Bueno, Jefe, diste un buen salto cuando te dije que venía ese tipo. Creí que me habían dicho que eras sordo.
Es la primera vez en mucho, mucho tiempo que estoy acostado sin haber tomado esa capsulita roja (si me escondo para que no me la den, la enfermera de noche con la marca de nacimiento envía al negro llamado Geever en mi busca y éste me persigue y me acorrala con su linterna mientras ella prepara la jeringa), por eso finjo estar dormido cuando pasa el negro con su linterna.