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En algún rincón, un horno ha abierto la boca y se traga a alguien.

Pienso que debería levantarme y moverme y despertar a McMurphy y a Harding y a todos los que pueda, pero no tendría sentido. Si despertase a alguno a sacudidas, me diría, vamos idiota, ¿qué demonios tienes? Y luego probablemente ayudaría a uno de los obreros a colgarme de un gancho de ésos y diría, ¿vamos a ver cómo son las tripas de un indio!

Oigo el agudo, frío, siseante aliento húmedo de la máquina de hacer niebla, veo cómo comienza a asomarse la bruma por debajo de la cama de McMurphy. Espero que se le ocurra esconderse en la niebla.

Oigo un estúpido parloteo que me recuerda algo familiar y me vuelvo un poco para poder ver qué ocurre al otro lado. Es el calvo de Relaciones Públicas, el de la cara embotada, cuya hinchazón es motivo de constantes discusiones entre los pacientes que se preguntan a qué será debida.

– Yo creo que lo lleva -argumenta uno.

– Yo digo que no; ¿habéis conocido alguna vez a alguien que de verdad lo llevara?

– Bueno, ¿pero habías conocido alguna vez a un tipo como ése?

El primer paciente se encoge de hombros y asiente.

– Un detalle a considerar.

Ahora va desnudo, excepto por una larga camiseta con curiosos monogramas rojos bordados delante y detrás. Y compruebo sin lugar a dudas (cuando pasa junto a mí, la camiseta se le levanta un poco por detrás y me permite echar un vistazo) que desde luego lleva el corsé, y tan apretado que podría estallar en cualquier momento.

Y de las ballenas del corsé le cuelgan media docena de bichos disecados atados por los pelos como si fuesen cueros cabelludos.

Lleva una botellita de algo y va bebiendo sorbos para que no se le agarrote la garganta y así poder hablar y un pañuelo empapado en alcanfor que se lleva de vez en cuando a la nariz para protegerse del hedor. Le sigue un apretado grupo de maestras y colegialas y gente por el estilo. Llevan delantales azules y el cabello rizado y peinado sobre las orejas. Escuchan la breve disertación que les ofrece durante el recorrido.

Se le ocurre algo divertido y tiene que interrumpir un momento su discurso para beber un sorbo de la botella y cortar de cuajo la risa. Una de sus discípulas aprovecha la pausa para mirar a su alrededor y ve al Crónico destripado que cuelga de un pie. Traga saliva y da un salto atrás. El de Relaciones Públicas se vuelve, divisa el cuerpo y corre a coger una de esas manos inertes y la retuerce. La alumna se agacha para echarle un prudente vistazo con el rostro como en trance.

– ¿Lo ve?, ¿lo ve?

Lanza agudos chillidos y hace girar los ojos y va bebiendo sorbos de su botella, tan fuertes son sus carcajadas. Sigue riendo hasta que creo que va a explotar.

Por fin consigue ahogar la risa y continúa avanzando a lo largo de la hilera de máquinas mientras prosigue su disertación. De pronto, se detiene y se da una palmada en la frente -¡Oh, qué distraído soy! – y corre otra vez junto al Crónico que cuelga del gancho para hacerse con otro trofeo y prendérselo en el corsé.

A derecha e izquierda ocurren cosas igualmente horribles: cosas alucinantes demasiado absurdas y extravagantes para provocar el llanto y demasiado ciertas para poder reírse de ellas; pero la niebla ya comienza a ser bastante espesa y no tengo que seguir mirando. Alguien me está tirando del brazo. Ya sé lo que ocurrirá: alguien me arrastrará fuera de la niebla y nos encontraremos nuevamente en la galería y no quedará rastro de lo que ha ocurrido esta noche y si fuese lo suficientemente estúpido para intentar hablar de ello a alguien, dirían: Idiota, sólo fue una pesadilla; cosas tan alucinantes como una gran sala de máquinas en las entrañas de una presa en la que obreros robots abren a la gente en canal no puede existir.

Pero si no existen, ¿cómo se explica que alguien las vea?

El señor Turkle me arrastra fuera de la niebla por un brazo y sonríe mientras me sacude. Dice: -Ha tenido un mal sueño, señor Bromden.

Es el ayudante que hace la larga guardia solitaria de las 11 a las 7, un viejo negro con una sonrisa como dormida, sobre un largo cuello vacilante.

– Vamos, ahora a dormir, señor Bromden.

Algunas noches, cuando la sábana que me sujeta está tan apretada que me obliga a retorcerme, me la afloja un poco. No lo haría si pensara que los del equipo de día podían descubrir que había sido él, pues probablemente le despedirían; pero supone que pensarán que la he aflojado yo mismo. Creo que en realidad se propone ser amable, ayudarme; pero antes se asegura de que no corre riesgo alguno.

Esta vez no afloja la sábana sino que se aleja para prestar ayuda a dos enfermeros, que veo por primera vez, y a un joven médico; están colocando al viejo Blastic en una camilla y se lo llevan, cubierto con una sábana. Nunca en su vida le habían tratado con tanto cuidado.

Por la mañana, McMurphy está en pie antes que yo; desde que estuvo aquí el Tío Jules, el Trepamuros, es la primera vez que alguien se levanta antes que yo. Jules era un viejo y astuto negro de cabello blanco, según el cual los enfermeros negros le daban la vuelta al mundo por la noche; solía deslizarse de la cama muy temprano, con objeto de descubrirles con las manos en la masa. Yo también me levanto temprano, como Jules, para ver qué maquinaria están introduciendo a hurtadillas o qué artefactos instalan en la sala de afeitar, y en general, antes de que se levante el próximo paciente, pasan quince minutos, durante los cuales estoy solo con los negros en el pasillo. Pero esta mañana, cuando aparto las mantas, oigo a McMurphy en el lavabo. ¡Le oigo cantar! ¡Canta como si no tuviera ninguna preocupación! Su voz rebota nítida y vigorosa contra el cemento y el acero.

– «Los caballos tienen hambre, dijo ella.» Disfruta con el eco de su voz en el retrete. «A mi lado arrímate y tendrás pienso.»

– «Mis caballos ya no tienen hambre, encanto, de tu pienso ya están harto-o-os.»

Alarga la nota y juguetea con ella, después baja otra vez de tono en el último verso para cerrar la canción.

– «Adiós, me voy, me voy.»

¡Está cantando! Todo el mundo se ha quedado estupefacto. Hacía años que no oían algo parecido, no en esta galería. La mayor parte de los Agudos del dormitorio se han incorporado en sus camas, apoyándose en un codo. ¿Cómo no le han hecho callar aún esos negros de ahí fuera? Es la primera vez que permiten que alguien arme tamaño escándalo, ¿verdad? ¿Cómo se explica que su comportamiento con este tipo sea distinto? Es un hombre de carne y hueso que acabará por debilitarse, palidecer y morir, como cualquier otro. Su vida está sometida a las mismas leyes, tiene que comer, tiene los mismos problemas; luego, es tan vulnerable a los ataques del Tinglado como todos los demás ¿o no?

Pero el recién llegado es distinto y los Agudos lo notan, es distinto a todos los que han pasado por esta galería en los últimos diez años, distinto a toda la gente que han conocido fuera. Es posible que sea igualmente vulnerable, pero el Tinglado no lo ha atrapado.

– «Con mi carro bien cargado» -canta-, «rienda en mano»…

¿Cómo logró escapar? Tal vez, como en el caso del Viejo Pete, el Tinglado no pudo ponerle a tiempo bajo control. Tal vez tuvo una infancia tan salvaje, siempre de un lugar a otro, por todo el país, sin pasar nunca, cuando era niño, más de un par de meses en la misma ciudad, que en realidad jamás llegó a sufrir las garras de una escuela; anduvo cortando madera, jugando, operando ruedas de feria, siempre viajando y trasladándose con tal frecuencia que el Tinglado nunca tuvo oportunidad de instalarle un control. Es posible que sea eso, que el Tinglado nunca tuvo una oportunidad, como tampoco ayer ese negro tuvo una oportunidad de acercársele con el termómetro, porque es difícil darle a un blanco en movimiento.