Nada de esposas pidiendo un parquet nuevo. Ni parientes tirándole de la manga con viejos ojos llorosos. Nadie que se ocupara de él, por eso goza de la libertad necesaria para ser un buen farsante. Y tal vez ésa es la razón de que los negros no corran a interrumpir su canto en el lavabo, porque saben que queda fuera de su control, y recuerdan lo que pasó aquella vez con Pete y lo que puede hacer un hombre incontrolado. Y comprenden que McMurphy es mucho más corpulento que el Viejo Pete; si van en serio a por él, los derribará a los tres y a la Gran Enfermera armada de una jeringa en la retaguardia. Los Agudos se hacen signos con la cabeza; por eso, suponen, los negros no han interrumpido su canto como hubieran hecho de tratarse de cualquiera de nosotros.
Salgo al pasillo justo en el momento en que McMurphy sale del lavabo. Lleva puesta la gorra y poca cosa más, sólo una toalla en torno a las caderas. Con una mano sostiene la toalla y con la otra un cepillo de dientes. Se queda de pie en medio del pasillo y comienza a pasear la mirada de arriba abajo mientras va dando saltitos de puntillas para evitar, en la medida de lo posible, el frío de las baldosas. Fija la vista en uno de lo negros, el más bajito, se le acerca y le da una palmada en el hombro como si fuesen amigos de toda la vida.
– Hola, viejo, ¿hay forma de conseguir un poco de pasta de dientes para cepillarme la herramienta?
El enano negro gira la cabeza y se da de narices con esa mano. Retrocede un poco, luego echa un rápido vistazo para asegurarse de que los otros dos negros están ahí, por si acaso, y le dice a McMurphy que el botiquín no se abre hasta las seis cuarenta y cinco.
– Es la norma -dice.
– ¿En serio? Quiero decir, ¿de verdad guardan la pasta de dientes ahí? ¿En el botiquín?
– Así es, en el botiquín, bajo llave.
El negro hace un ademán para indicar que debe continuar frotando el zócalo, pero esa mano sigue agarrada a su hombro como una gran abrazadera roja.
– ¿Conque la guardan en el botiquín? Vaya, vaya, vaya, ¿y por qué crees que la guardarán bajo llave? No es una cosa peligrosa, ¿verdad? Es imposible envenenar a alguien con pasta de dientes, ¿no? ¿Por qué razón crees tú que guardan bajo llave algo tan inocuo como un tubito de pasta de dientes?
– Es una norma de la galería, señor McMurphy, ésa es la razón.
Y cuando advierte que, al oír esta explicación, McMurphy no se impresiona como debiera, mira con recelo aquella mano apoyada sobre su hombro, y añade:
– ¿Qué supone que ocurriría si todo el mundo empezara a lavarse los dientes cuando le diera la gana?
McMurphy le suelta el hombro, se da un tironcito al mechón de vello rojo que le adorna el cuello y reflexiona.
– Uy-uy. Uy-uy, ya, ya veo adonde quiere ir a parar: la norma está pensada para los que no pueden lavarse los dientes después de cada comida.
– Por todos los santos, ¿no lo entiende?
– Sí, ahora sí. Dice que la gente se limpiaría los dientes siempre que se le ocurriera.
– Así es, por eso…
– Cielo santo, ¿se imagina? Empezarían a lavarse los dientes a las seis treinta, a las seis veinte… ¿quién sabe? Síi, ya comprendo.
Mira por encima del hombro del negro y hace un guiño en dirección a mi persona, allí, de pie junto a la pared.
– Tengo que limpiar este zócalo, McMurphy.
– Oh, no era mi intención estorbarle en su trabajo.
Comienza a retroceder, mientras el negro se pone otra vez manos a la obra. Luego da un paso adelante y se inclina para mirar la lata que el negro tiene junto a sí.
– Bueno, veamos; ¿qué tiene aquí?
El negro baja la vista.
– ¿Dónde?
– Aquí, en esta vieja lata, Sam. ¿Qué es ese polvo que hay en esa lata?
– Ees… detergente.
– Bueno, por lo general uso pasta, pero… – McMurphy hunde su cepillo de dientes en el polvo, lo remueve, lo saca y lo sacude contra el borde de la lata-…pero ya me las arreglaré con esto. Gracias. Luego seguiremos hablando de esas normas de la galería.
Y vuelve al lavabo, desde donde me llega su canto acompañado del redoble de su cepillo de dientes.
Inmóvil, con el estropajo colgado de su mano gris, el negro se le ha quedado mirando mientras desaparecía. Al cabo de un minuto parpadea, atisba a su alrededor y advierte que lo he visto todo y se me acerca y me arrastra pasillo abajo por el cordón de mi pijama y me empuja hasta un punto del mosaico que ya limpié ayer.
– ¡Ah! Maldita sea, ¡no te muevas de ahí! ¡Quiero verte trabajar y que no te quedes por ahí embobado como una vaca inútil! ¡Quieto! ¡Quieto!
Y me inclino y sigo fregando de espaldas a él para que no pueda ver mi sonrisa. Me alegra que McMurphy se haya enfrentado con el negro como pocos podrían hacerlo. Papá solía hacer lo mismo: con las piernas muy abiertas, inmóvil, apuntando al cielo, como la primera vez que se presentaron los funcionarios del gobierno para negociar la cancelación del tratado.
– Miren, patos del Canadá -dice Papá, apuntando hacia arriba.
Los hombres del gobierno miran y hacen crujir sus papeles.
– ¿En qué mes estamos…? ¿En julio? No hay… este… ánades en esta época del año. Uh, no ánades.
Hablaban como los turistas del Este que creen que es preciso procurar hablar de forma que les resulte comprensible a los indios. Papá no parecía prestar ninguna atención a su modo de hablar. Seguía mirando al cielo.
– Patos ahí arriba, hombre blanco. Tú saber. Patos este año. Y el año pasado. Y el otro año y el otro.
Los hombres se miran unos a otros y carraspean.
– Sí. Es posible, Jefe Bromden. Pero, olvídese de esos patos. Mire este contrato. Nuestra oferta podría ser muy beneficiosa para usted… para su gente… podría cambiar la vida del hombre rojo.
Papá dijo:
– … y el otro año y el otro año y el otro…
Cuando por fin los funcionarios cayeron en que les estaban tomando el pelo, todos los miembros del consejo de la tribu, que estaban sentados a la entrada de nuestra choza e iban sacando las pipas de los bolsillos de sus camisas de lana roja y negra para luego guardarlas de nuevo, mientras intercambiaban sonrisas entre sí y en dirección a Papá, todos se estaban riendo a mandíbula batiente. El Tío R. J. Wolf rodaba por el suelo, ahogándose de risa, e iba diciendo:
– Comprendes, hombre blanco.
Fue demasiado para ellos; dieron media vuelta sin decir palabra y se marcharon en dirección a la carretera, con la nuca enrojecida, mientras nosotros nos reíamos a sus espaldas. A veces me olvido del gran poder de la risa.
La llave de la Gran Enfermera entra en la cerradura y el negro corre a su lado en cuanto cruza la puerta, balanceándose alternativamente sobre uno y otro pie, como un niño que quiere ir al lavabo. Estoy lo suficientemente cerca para oírla pronunciar un par de veces el nombre de McMurphy, y comprendo que le está contando que McMurphy quería limpiarse los dientes, olvidándose por completo de viejo Vegetal que murió durante la noche. Agita los brazos y se esfuerza por comunicarle lo que ya ha conseguido hacer, tan de mañana, ese estúpido pelirrojo: ha desorganizado las cosas, ha infringido las normas de la galería, ¿por qué no hace algo ella?
La enfermera mira fijamente al negro hasta que deja de agitarse, después otea el extremo del pasillo donde, a través de la puerta del lavabo, se oye, más fuerte que nunca, el atronador canto de McMurphy.
– «Oh, tus padres no me quieren, les parece que soy pobre; les parece que no merezco cruzar tu puerta.»
Su rostro, primero, revela asombro; como todos los demás, hace tanto tiempo que no oía cantar a nadie que tarda un segundo en comprender de qué se trata.
– «Fuerte es mi placer, mi dinero es muy mío, y al que no le guste, que no se meta conmigo.»