– Williams… creo que… debía haber limpiado los cristales de la Casilla de las Enfermeras para cuando yo llegara esta mañana.
Williams sale escapando como un pequeño escarabajo blanco y negro.
– Y usted, Washington… y usted…
Washington vuelve a su cubo, casi al trote. Ella mira a su alrededor, a ver si encuentra a alguien más con quien meterse. Me descubre, pero a estas alturas otros pacientes han comenzado a salir del dormitorio y a preguntarse qué hace nuestro grupito allí en el pasillo. Ella cierra los ojos y se concentra. No puede permitir que le vean el rostro así, lívido e impregnado de furia. Recurre a toda su capacidad de autocontrol.
Poco a poco, los labios se van recomponiendo bajo la naricilla blanca, se dilatan, como si el alambre encendido hubiera llegado a fundirse de tanto calor, refulgen un instante y luego se cierran con firmeza como si fueran piezas de hierro colado y comienzan a adquirir una apariencia fría y curiosamente mortecina. Los labios se entreabren y entre ellos asoma la lengua, como un trozo de blanca escoria. Sus ojos vuelven a abrirse y tienen el mismo y extraño aspecto mortecino y frío e inexpresivo de los labios, pero se lanza de cabeza a la rutina cotidiana como si nada hubiera ocurrido, con la esperanza de que los pacientes estén demasiado dormidos para darse cuenta de nada.
– Buenos días, señor Sefelt, ¿van mejor sus dientes? Buenos días, señor Fredrickson, ¿usted y el señor Sefelt han pasado buena noche? Duermen uno al lado del otro, ¿verdad? Por cierto, me han comunicado que han llegado a una especie de acuerdo con sus medicamentos: ¿usted le cede su medicina a Bruce, verdad, señor Sefelt? Luego hablaremos de eso. Buenos días, Billy; vi a su madre cuando venía hacia aquí y me pidió que sobre todo le dijera que piensa constantemente en usted y que está segura de que no la defraudará. Buenos días, señor Harding… pero, mire, sus dedos, tienen las puntas enrojecidas y descarnadas. ¿No habrá estado mordiéndose las uñas otra vez?
Antes de que puedan responderle, aun suponiendo que hubiera algo a responder, se vuelve hacia McMurphy que sigue ahí de pie, en calzoncillos. Harding mira los calzoncillos y suelta un silbido.
– Y a usted, señor McMurphy -dice con una sonrisa dulce como la miel-, le sugeriría que, si ya ha terminado de exhibir su viril musculatura y sus llamativos calzoncillos, vaya al dormitorio y se ponga el uniforme.
Él se lleva la mano a la gorra y dirigiéndose a ella y a los pacientes que están contemplando las ballenas blancas de sus calzoncillos, mientras hacen burlones comentarios, saluda y se va al dormitorio sin decir palabra. Ella da media vuelta y sale en sentido contrario, con la rígida y roja sonrisa por delante; antes de que llegue a cerrar la puerta de su casilla de cristal, ya comienza a salir del dormitorio otra vez el canto de McMurphy.
– «Me llevó al salón, y me abanicó» -puedo oír resonar las palmadas sobre su vientre desnudo-, «y dijo al oído de su mamá, quiero a este tipo que sabe jugar.»
Comienzo a barrer el dormitorio en cuanto queda vacío. Estoy buscando pelusas debajo de su cama cuando percibo un olor que, por primera vez desde que estoy en el hospital me hace comprender que este gran dormitorio lleno de camas, en el que duermen cuarenta hombres maduros, siempre ha estado impregnado de mil olores distintos -olor a germicida, a pomada de cinc, a polvo fungicida, a orines y a acre estiércol de viejo, a Pablum y a elixir, a calzoncillos y a calcetines mohosos incluso cuando acaban de llegar de la lavandería, olor inflexible al almidón de las sábanas, hedor acre y de las bocas por la mañana, olor a plátano del aceite de máquina y, a veces, olor a brillantina-, pero jamás hasta hoy, hasta su llegada, había tenido este viril olor a polvo y a barro de los campos recién labrados, y a sudor, y a trabajo.
McMurphy se pasa todo el desayuno hablando y riendo sin parar. Cree que después de lo de esta mañana ya no le costará nada vencer a la Gran Enfermera. No sabe que tan sólo la ha cogido desprevenida y que, más bien, la ha ayudado a reforzar su línea de defensa.
Está haciendo el payaso y se esfuerza por arrancarles una carcajada a algunos muchachos. Le molesta que sólo sean capaces de sonreír débilmente y soltar una risita ahogada de vez en cuando. Comienza a provocar a Billy Bibbit que está sentado frente a él y le dice en tono misterioso:
– Eh, Billy, ¿te acuerdas del día en que conocimos a aquellos bombones en Seattle? Uno de los mejores bocados que me ha tocado en suerte en mi vida.
Billy levanta del plato unos ojos muy abiertos. Abre la boca pero no consigue articular palabra. McMurphy se vuelve hacia Harding.
– Y, por otra parte, nunca hubiéramos conseguido llevárnoslas así de improviso, de no ser porque habían oído hablar de Billy Bibbit. Billy Bibbit, el de la porra [4], así le llamaban entonces. Aquellas chicas ya estaban a punto de largarse cuando una le miró y dijo: «¿Eres el famoso Billy Bibbit el de la Porra? ¿El de las catorce pulgadas?» -Y Billy bajó la cabeza y se ruborizó como ahora- y ahí mismo nos embarcamos. Y recuerdo que cuando subimos a las habitaciones del hotel, junto a la cama de Billy se oyó una voz de mujer que decía, «Señor Bibbit, ¡qué desengaño! ¡Me habían dicho que tenía cator… cator… por todos los santos!».
Y grita y se da palmadas en el muslo y señala a Billy con el pulgar hasta que parece que Billy se va a desvanecer de tanto sonrojarse y sonreír.
McMurphy dice, como si fuera lo más natural de mundo, que un par de bomboncitos como ésos es lo único que le falta a este hospital. Nunca había dormido en una cama como la que dan aquí, y qué bien servida está la mesa. No logra comprender por qué todos parecen tan poco satisfechos de estar encerrados aquí.
– Fijaos -les dice a los chicos y levanta su vaso a contraluz-, el primer vaso de jugo de naranja que bebo en seis meses. Uuuy, qué rico. ¿Y sabéis qué me daban para desayunar en el centro de trabajo? ¿Qué me servían? Bueno, puedo describiros lo que parecía, pero desde luego no sabría decir qué era;
mañana, tarde y noche estaba siempre quemado y tenía patatas y parecía brea para impermeabilizar techos. Una cosa es segura: no era jugo de naranja. Y ahora, en cambio: tocino, tostadas, mantequilla, huevos, café -esa dulzura de la cocina incluso me pregunta si lo tomo solo o con leche, gracias- y ¡un gran vaso entero de zumo de naranja! ¡No me iría de aquí ni que me pagaran!
Repite de todo y concierta una cita con la chica que sirve el café en la cocina, para cuando le den de alta, y felicita al cocinero negro por freír el mejor par de huevos que ha comido en su vida. Nos han dado plátanos para acompañar el cereal y él coge un puñado y le dice al negro que cogerá uno para él porque se le ve muy hambriento, y el negro atisba hacia la sala donde la enfermera está sentada en su casilla de cristal y dice que el servicio no está autorizado a comer con los pacientes.
– ¿Va contra las normas de la galería?
– Así es.
– Qué lástima… -y pela tres plátanos bajo las mismas narices del negro, se los come uno tras otro y le dice al negro que «siempre que quiera algo del comedor, no tiene más que decírmelo, Sam».
Cuando termina el último plátano, se da una palmada en la barriga, se levanta y se encamina hacia la puerta, y el negro grandote le cierra el paso y le dice que la norma es que los pacientes se queden sentados en el comedor hasta que a las siete treinta salgan todos. McMurphy se lo queda mirando como si no pudiera dar crédito a sus oídos, luego da media vuelta y mira a Harding. Éste hace un gesto afirmativo, conque McMurphy se encoge de hombros y vuelve a su sitio.