Выбрать главу

– Vaya vida -gimotea Sefelt-. A unos nos dan pastillas para que no tengamos ataques, a los otros les someten a un choc para provocárselos.

Harding se inclina hacia delante para explicárselo a McMurphy.

– Te diré cómo lo descubrieron: dos psiquiatras visitaron un matadero, Dios sabe con qué malévolos propósitos, y estuvieron observando cómo mataban las reses de un golpe entre los ojos con un martillo. Advirtieron que no todas las reses morían y que algunas caían al suelo en un estado muy similar al de una convulsión epiléptica. «Aja», comentó uno de ellos. «Es exactamente lo que necesitamos para nuestros pacientes: ¡una convulsión inducida!» Su colega estuvo de acuerdo, como es lógico. Se había comprobado que después de sufrir una convulsión epiléptica, los pacientes mostraban tendencia a mostrarse más tranquilos y pacíficos durante algún tiempo, y que los casos violentos, que habían perdido todo contacto, conseguían sostener una conversación racional después de una convulsión. Nadie sabía por qué; siguen sin saberlo. Pero era evidente que de conseguir inducir un ataque convulsivo en pacientes no epilépticos podrían obtenerse resultados muy favorables. Y ahí, ante sus ojos, tenían a un hombre que iba induciendo convulsiones con considerable aplomo.

Scanlon dice que creía haber oído que el tipo usaba un martillo y no una bomba, pero Harding responde que es un detalle sin importancia, y prosigue su explicación.

– El carnicero usaba un martillo. Y eso era justamente lo que inspiraba algunas reservas al colega. ¿Cómo tener la certeza de que el martillo no resbalará y partirá una nariz? ¿O incluso romperá toda una hilera de dientes? ¿Cómo resolver el problema de los gastos en concepto de dentista? Si la intención era golpear al paciente en la cabeza, sería preciso emplear algo más eficaz y certero que un martillo; por fin se decidieron por la electricidad.

– Cielo santo, ¿no pensaron que podía ser perjudicial? ¿El público no armó un cisco cuando se enteró?

– Creo que no tienes una idea muy clara de cómo es el público, amigo; en este país, cuando algo no funciona, todos se inclinan por la solución más rápida.

McMurphy mueve la cabeza.

– ¡Anda! Electricidad a través de la cabeza. Pero si es como electrocutar a un tipo por asesinato.

– Los motivos aducidos en favor de una y otra actividad son mucho más parecidos de lo que imaginas; en ambos casos se trata de una cura.

– ¿Y dices que no duele!

– Puedo garantizártelo personalmente. No duele en absoluto. Un relámpago y de inmediato pierdes el sentido. Sin gas, sin inyección, sin martillo. Pero el caso es que nadie quiere volver a repetir la experiencia. Uno… cambia. Olvida las cosas. Es como si… -se lleva las manos a las sienes y cierra los ojos…- es como si la sacudida desencadenase un loco torbellino de imágenes, emociones, recuerdos. Como esas ruedas de feria que ya conoces; apuestas y aprietan un botón. ¡Chang! Se encienden luces, suenan silbatos y los números comienzan a girar en un torbellino, y es posible que al final acabes ganando, o también que pierdas y tengas que jugar de nuevo. Que tengas que pagar para que hagan girar otra vez la rueda, pagar, amigo, eso es.

– No te excites, Harding.

Se abre la puerta y vuelve a salir la camilla con el tipo bajo las sábanas, y los técnicos se van a tomar un cate. McMurphy se pasa la mano por los cabellos.

– Me siento incapaz de retener todo lo que ahora mismo me va pasando por la cabeza.

– ¿Cómo dices? ¿Igual que en un tratamiento de electrochoc?

– Ya. Pero no, no es sólo eso. Todo esto… – traza un círculo con la mano-. Todas estas cosas que están pasando.

La mano de Harding se posa sobre la rodilla de McMurphy.

– Serena tu mente perturbada, amigo. Lo más probable es que no debas preocuparte por el electrochoc. Está muy pasado de moda y sólo lo emplean en casos extremos cuando no parece haber otra solución, como una lobotomía, por ejemplo.

– ¿Lobotomía es cortar una parte del cerebro?

– Has acertado otra vez. Comienzas a dominar muy bien el vocabulario médico. Sí, es cortar el cerebro. Castración del lóbulo frontal. Supongo que cuando no consigue cortarnos algo en el bajo vientre opta por cortar sobre los ojos.

– Te refieres a la Ratched.

– Exactamente.

– Creí que no era ella quien decidía en cuestiones como éstas.

– Pues, sí, lo hace, ya lo creo.

McMurphy parece alegrarse de haber dejado el lema de los electrochocs y las lobotomías y volver a hablar de la Gran Enfermera. Le pregunta a Harding qué cree que le pasa a la enfermera. Harding y Scanlon y algunos más tienen cada uno su opinión. Siguen hablando un rato sobre si ella es la causa de todos los problemas que tenemos aquí o no, y Harding dice que ella es la principal responsable. La mayoría opina otro tanto, pero McMurphy ya no parece tan seguro. Dice que al principio pensaba lo mismo pero que ahora no sabría qué decir. Dice que no cree que se ganase mucho eliminando a la enfermera; dice que el problema es más amplio y luego intenta explicar en qué cree que consiste. Por fin desiste, al comprobar que es incapaz de concretarlo en palabras.

McMurphy lo ignora, pero está sobre la pista de lo que yo comprendí hace ya mucho tiempo, que no es únicamente cosa de la Gran Enfermera, sino que es todo el Tinglado, la gran fuerza reside en el Tinglado a nivel nacional, y la enfermera no es más que un oficial de alta graduación dentro del mismo.

Los otros no están de acuerdo con McMurphy. Dicen que saben por qué no funcionan las cosas, luego comienzan a discutir al respecto. La discusión continúa hasta que McMurphy les interrumpe.

– Alto ahí, fijaos en lo que estáis diciendo -dice McMurphy-. Sólo oigo quejas, quejas y quejas. Ya sea contra la enfermera o contra el equipo médico o el hospital. Scanlon quiere hacerlo volar todo. Sefelt culpa a los medicamentos. Fredrickson dice que la causa son sus problemas familiares. Bueno, eso no es más que una manera de escurrir el bulto.

Dice que la Gran Enfermera no es más que una vieja frígida y amargada y que todos sus esfuerzos por empujarle a un enfrentamiento con ella son pura comedia y que eso no beneficiaría a nadie, y mucho menos a él. Aunque se librasen de ella, no se librarían del verdadero problema que está detrás de las lamentaciones.

– ¿Eso crees? -dice Harding-. Pues, ya que de pronto te has vuelto tan lúcido en cuestiones de salud mental, ¿podrías decirme qué es lo que pasa? ¿Cuál es el verdadero problema, como tan sabiamente has dicho?

– Ya te he dicho que no lo sé, chico. Nunca he llegado a vislumbrarlo. -Se queda pensativo un minuto, escuchando el zumbido que llega de la sala de rayos-X; luego prosigue-: pero si no fuese más allá cíe lo que estáis diciendo, si se limitase, por ejemplo, a esta vieja enfermera y sus problemas sexuales, la solución sería fáciclass="underline" bastaría derribarla y ayudarle a superar sus problemas, ¿no?

Scanlon bate palmas.

– ¡Magnífico! Eso es. Quedas elegido, Mac, eres justo el semental adecuado para ese trabajito.

– No lo haré. No, señor. Te has equivocado de hombre.

– ¿Por qué no? Creí que eras el super-semental, el rey del taca-taca.

– Scanlon, amigo. Tengo la intención de mantenerme tan apartado como pueda de esa vieja urraca.