Quería decirle que no le diera vueltas, y estaba a punto de abrir la boca para hablarle cuando irguió la cabeza, se apartó la gorra de los ojos y comenzó a caminar a paso ligero hasta colocarse junto al negro pequeñajo, le dio una palmada en el hombro y le preguntó:
– Oye, Sam, ¿por qué no paramos un momento en la cantina para que pueda comprarme un par de cartones de cigarrillos?
Tuve que darme maña para alcanzarlos y la carrera me hizo palpitar el corazón y comenzó a zumbarme la cabeza. Ya en la cantina seguía oyendo ese zumbido que el corazón me había metido en la cabeza, pese a que mis latidos volvían a ser normales. Ese ruido me hizo recordar cómo me sentía allí, de pie en el campo de rugby, un viernes por la noche, bajo el frío aire otoñal, esperando que alguien lanzara la pelota y comenzase el partido. El zumbido iba subiendo más y más de tono hasta que creía no poder soportarlo ni un minuto más; entonces lanzaban la pelota y todo terminaba y comenzaba el partido. En ese momento empecé a oír el mismo zumbido de los viernes por la noche y sentí la misma desenfrenada y agitada impaciencia. Y mi vista también se había aguzado y estaba alerta, como solía ocurrirme antes del partido y como me ocurrió hace unos días mientras miraba por la ventana del dormitorio: todo se veía nítido y bien dibujado y consistente, con una apariencia que había olvidado. Largas hileras de pasta de dientes y cordones de zapatos, filas de gafas de sol y bolígrafos garantizados, capaces de pasarse toda una vida escribiendo sobre mantequilla bajo el agua, todo ello bien protegido de los desvalijadores por un batallón de osos de peluche con ojos muy abiertos sentados en lo alto de una estantería encima del mostrador.
McMurphy avanzó a grandes zancadas hacia el mostrador, se puso a mi lado, se metió los pulgares en los bolsillos y le dijo a la vendedora que le diese un par de cartones de Marlboro.
– Tal vez será mejor que me dé tres -dijo, al tiempo que le sonreía-. Tengo intención de fumar como una chimenea.
El zumbido siguió taladrándome la cabeza hasta la reunión de esa tarde. Había estado escuchando sin prestar demasiada atención cómo se esforzaban en convencer a Sefelt para que se enfrentase con la realidad de sus problemas e intentase adaptarse («¡Es el Dilantin!» gritó él por fin. «Pero, señor Sefelt, si quiere que le ayudemos, debe ser sincero», dijo ella. «Pero, tiene que ser culpa del Dilantin; ¿no me reblandece las encías'?» Ella sonrió: «Jim, tienes cuarenta y cinco años…») cuando mis ojos se detuvieron casualmente sobre McMurphy sentado en su rincón. No estaba jugueteando con una baraja ni dormitaba tras una revista como había venido haciendo en las reuniones durante las dos últimas semanas. Y no estaba cabizbajo. Estaba sentado muy tieso en su silla, con una expresión temeraria y excitada en el rostro mientras su mirada iba de Sefelt a la Gran Enfermera y viceversa. El zumbido se me hizo más agudo al verle. Sus ojos parecían finas franjas azules bajo sus blancas cejas y se movían de un lado a otro, como solía hacer cuando vigilaba las cartas que iban saliendo en una partida de póquer. No me cupo la menor duda de que, en cualquier momento, cometería una locura capaz de hacerle ir a parar sin remedio a la galería de Perturbados. No era la primera vez que veía esa mirada en un tipo poco antes de que se arrojase sobre uno de los negros. Me agarré al brazo de mi silla y esperé, asustado de lo que podía pasar y también de pronto comencé a comprender, un poco temeroso, que tal vez no pasase nada.
Él permaneció inmóvil y siguió observándoles hasta que hubieron terminado con Sefelt; luego, dio media vuelta en su silla y se quedó contemplando a Fredrickson que protestaba por la manera cómo habían acorralado a su amigo, o vociferaba unos minutos quejándose de que les retuvieran los cigarrillos en la Casilla de las Enfermeras. Fredrickson acabó quedándose sin palabras, se ruborizó, se disculpó como de costumbre y volvió a sentarse. McMurphy aún no había insinuado el menor gesto. Aflojó la mano sobre el brazo de la silla y pensé que tal vez me había equivocado.
No faltaban más de un par de minutos para finalizar la reunión. La Gran Enfermera dobló sus papeles y los guardó en el cesto que tenía en el regazo, los dejó en el suelo y luego posó sus ojos un minuto sobre McMurphy, como si quisiera asegurarse de que estaba despierto y había escuchado lo que se decía. Cruzó las manos sobre la falda, se miró los dedos y suspiró profundamente al tiempo que movía la cabeza.
– Amigos, he estado meditando mucho sobre lo que voy a decirles. Lo he comentado con el doctor y con el resto del personal y, aunque todos lo lamentamos mucho, hemos llegado a la misma conclusión: debemos encontrar alguna forma de castigar la intolerable actitud adoptada con respecto a las tareas de limpieza, hace tres semanas.
Levantó una mano y miró a su alrededor.
– Hemos esperado todos estos días para plantearlo, pues confiábamos en que ustedes mismos tomarían la iniciativa y se disculparían por su rebelde actitud. Pero ninguno ha dado la menor señal de remordimiento.
Volvió a levantar la mano para frenar cualquier posible interrupción, con el mismo gesto que una adivina echa las cartas en una casilla de feria.
– Por favor, no me interpreten maclass="underline" todas las normas y restricciones que les imponemos han sido profundamente meditadas teniendo en cuenta su valor terapéutico. Muchos de ustedes están aquí porque son incapaces de adaptarse a las normas sociales del Mundo Exterior, porque no han conseguido aceptarlas, porque han intentado esquivarlas y escapar de ellas. Es posible que en un tiempo -tal vez cuando eran niños- consiguieron infringir impunemente las normas de la sociedad. Sabían que estaban quebrantando una norma. Ansiaban que se lo reprochasen, lo necesitaban, pero el castigo no llegó. Es posible que esa imprudente tolerancia de sus padres sea el germen que provocó su presente enfermedad. Les digo todo esto con la esperanza de que comprendan que si imponemos orden y disciplina es absolutamente por su propio bien.
Paseó la mirada por toda la habitación. Su rostro estaba fraguado en una expresión contrita por la tarea que debía cumplir. Se había hecho un gran silencio, a excepción del penetrante y febril zumbido en mi cabeza.
– Resulta difícil hacer respetar la disciplina en un ambiente como éste. Deben comprenderlo. ¿Qué podemos hacerles? No podemos arrestarles. No podemos castigarlos a pan y agua. Deben comprender el problema con el que se enfrenta el personal; ¿qué podemos hacer?
Ruckly hizo una sugerencia, pero ella no le prestó la menor atención. El rostro comenzó a agitarse con un tintineo hasta que las facciones adoptaron una nueva expresión. Al fin ella misma respondió a su pregunta.
– Debemos retirar algún privilegio. Y después de estudiar detenidamente las circunstancias de esta rebelión, hemos decidido que quizá sería justo quitarles el privilegio de la sala de baños que han venido utilizando para jugar a las cartas durante el día. ¿Creen que es injusto?
Su cabeza permaneció inmóvil. No levantó los ojos. Pero todos los demás lo observaron, uno a uno, allí sentado en su rincón. Hasta los viejos Crónicos, intrigados por el hecho de que todos se hubiesen vuelto en la misma dirección, estiraron sus huesudos cuellos de pájaro y miraron a McMurphy: todos los rostros estaban pendientes de él, llenos de una franca, temerosa esperanza.