Nos permitieron ir al gimnasio a presenciar el encuentro entre nuestro equipo de baloncesto -Harding, Billy Bibbit, Scanlon, Fredrickson, Martini y McMurphy, cuando su mano herida no le impedía participar en el juego- y un equipo de enfermeros. Los dos negros grandotes de nuestra galería jugaban con los enfermeros. Eran los mejores jugadores del encuentro, corrían arriba y abajo, siempre juntos como un par de sombras con calzones rojos, y marcaron un tanto tras otro con mecánica precisión. Nuestros jugadores eran demasiado bajos y excesivamente lentos, Martini no paraba de hacer pases a jugadores que sólo él podía ver, y los enfermeros nos ganaron por veinte puntos. Pero ocurrió algo que influyó en que la mayoría saliésemos de allí con la sensación de haber conseguido una victoria relativa, a pesar de todo: en una carrera tras la pelota, nuestro negro grandote, Washington, recibió un codazo, y su equipo tuvo que sujetarlo porque intentaba lanzarse sobre McMurphy, que se había sentado sobre la pelota sin prestar la menor atención al negro que se retorcía y sangraba por su gran narizota, con el negro pecho todo manchado como si alguien hubiera embardurnado una pizarra de pintura, al tiempo que gritaba a los que le sujetaban:
– ¡Se lo ha buscado! ¡El muy cerdo se lo ha buscado!
McMurphy escribía nuevas notitas que la enfermera descubría luego en el retrete con su espejito. Redactó largas fantasías sobre su propia persona en el cuaderno de bitácora y las firmó con el nombre de Antón. Algunos días se quedaba durmiendo hasta las ocho. Ella le reprendía, sin alterarse en absoluto, él se quedaba escuchándola de pie, sin interrumpirla, y luego le destrozaba toda la escena al preguntarle algo así como, me pregunto si usa sostenes de la talla B o C, ¿o es que a lo mejor no usa?
Los demás Agudos comenzaban a seguir su ejemplo. Harding empezó a coquetear con todas las jóvenes estudiantes de enfermera y Billy Bibbit no volvió a escribir lo que solía llamar sus «observaciones» en el cuaderno de bitácora, y cuando colocaron por segunda vez el cristal en la ventana frente a la mesa de trabajo de la enfermera, con una gran X pintada con cal para que McMurphy no pudiera fingir que desconocía su existencia, Scanlon lo rompió sin querer con la pelota antes de que la X tuviera tiempo de secarse. La pelota se reventó y Martini la recogió del suelo como un pájaro muerto y la llevó a la casilla para entregársela a la enfermera que se había quedado mirando la nueva rociada de cristales rotos sobre su mesa, y le dijo si ¿por favor podría arreglarla con un poco de esparadrapo o algo? Sin decir palabra, ella se la arrancó de la mano y la arrojó al cubo de la basura.
Así que, una vez concluida, según todos los indicios, la temporada de baloncesto, McMurphy decidió que había llegado el momento de dedicarse a la pesca. Solicitó otro pase, después de explicarle al doctor que tenía unos amigos en la bahía de Siuslaw, en Florence, que estarían dispuestos a llevarse a ocho o nueve pacientes a pescar en alta mar, si el equipo médico no se oponía, y en esta ocasión escribió en la solicitud que le acompañarían «dos encantadoras tías solteronas de un pueblecito cercano a Oregon City». En la reunión le fue concedido un pase para el siguiente fin de semana. Cuando terminó de consignar oficialmente el pase en su diario, la enfermera metió la mano en el cesto de mimbre que tenía a sus pies, extrajo un recorte del periódico de aquella mañana y leyó en voz alta que si bien era un buen año para la pesca en las costas de Oregon, el salmón se había retrasado un poco y el mar estaba agitado y peligroso. Y sugirió que tal vez los hombres deberían pensárselo dos veces.
– Buena idea -dijo McMurphy. Cerró los ojos e inspiró profundamente, apretando los dientes-. ¡Sí, señor! El olor salino del mar embravecido, el crujido de la quilla al cortar las olas, la lucha contra los elementos, momentos en que los hombres son hombres y las barcas, barcas. Señorita Ratched, me ha convencido. Alquilaré una barca esta misma noche. ¿La apunto a usted también?
Por toda respuesta, ella se dirigió al tablón de anuncios y clavó el recorte de periódico.
Al día siguiente McMurphy comenzó a apuntar a los que querían ir y disponían de los diez dólares necesarios para contribuir a pagar el alquiler de la barca, y la enfermera inició una constante aportación de recortes de periódicos que hablaban de naufragios y de súbitas tormentas en la costa. McMurphy se mofaba de ella y de sus recortes y explicaba que sus dos tías habían pasado la mayor parte de su vida meciéndose sobre las olas en uno u otro puerto con tal o cual marinero, y que ambas habían asegurado que el viaje no presentaba el menor riesgo, que era más inocuo que un pastel casero y que no había motivo para preocuparse. Pero la enfermera conocía bien a sus pacientes. Los recortes de periódico los asustaron más de lo que supusiera McMurphy. Había imaginado que se apresurarían a apuntarse, pero tuvo que hablar mucho y convencer pacientemente a los pocos que finalmente lo hicieron. El día antes de la excursión aún le faltaba conseguir un par de inscripciones para poder pagar el alquiler de la barca.
Yo no tenía dinero, pero no dejaba de darle vueltas a la idea de apuntarme. Y cuanto más hablaba él de la pesca del salmón, mayores eran mis deseos de unirme al grupo. Sabía que era una locura; apuntarme equivaldría a manifestar públicamente que no era sordo. Si había estado escuchando todas aquellas palabras sobre barcas y pesca, demostraría que lo había oído todo durante esos diez años. Y si la Gran Enfermera lo descubría, si se enteraba de que había oído todos los complots y las traiciones que habían estado tramando cuando ella creía que nadie los oía, me perseguiría con una sierra eléctrica, me ajustaría las tuercas hasta tener la certeza de haberme dejado sordo y mudo. Por grandes que fueran mis deseos de unirme al grupo, me divertía un poco pensar que tenía que seguir haciéndome el sordo si quería continuar oyendo.
La noche antes de la excursión me quedé despierto en la cama y pasé revista a todo, a mi sordera y a todos los años que había pasado procurando que nadie supiera que oía lo que decían, y me preguntaba si sería capaz de actuar de otra forma. Pero recordé una cosa: no fui yo quien empezó la comedia de la sordera; fue la gente que empezó a comportarse como si yo fuese demasiado estúpido para ser capaz de oír, ver o decir nada.
Y tampoco se remontaba a mi llegada al hospital; ya mucho antes, la gente había empezado a hacer ver que yo no era capaz de oír ni hablar. En el Ejército, me trataban de ese modo todos los que tenían mayor graduación que yo. Imaginaban que ésa era la forma de proceder con alguien como yo. Recuerdo que incluso en el colegio la gente ya decía que parecía que no escuchaba y, en consecuencia, dejaron de escuchar lo que yo les decía. Tendido en la cama, intenté recordar la primera ocasión en que advertí que esto sucedía. Creo que aún vivíamos en el poblado junto al río Columbia. Era verano…
… yo tengo unos diez años y estoy sentado frente a la choza, salando el salmón que luego colgarán de los bastidores detrás de la casa, cuando veo que un coche se sale de la carretera y avanza ruidosamente por los baches entre la salvia, arrastrando tras sí una carga de rojo polvo, tan compacta como una fila de furgones.