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– ¿Pero quién creéis que puede haber apuntado al Jefe Bromden para esta barrabasada? Los indios no saben escribir.

– ¿Y de dónde has sacado que saben leer?

Tan de mañana, el almidón aún estaba fresco y conservaba toda su rigidez y sus brazos crujían en los blancos uniformes, como si fuesen alas de papel. Me hice el sordo a sus burlas, como si no me enterase de que se estaban riendo, pero cuando sacaron una escoba para que les hiciera la limpieza del pasillo, les volví la espalda y regresé al dormitorio, diciéndome para mis adentros: ¡Que se vayan al cuerno! Un tipo que va a salir de pesca con dos prostitutas de Portland no tiene por qué aguantar esas guarradas.

Me asustaba un poco la idea de darles la espalda, pues era la primera vez que me rebelaba contra una orden de los negros. Me volví y vi que venían detrás de mí con la escoba. Probablemente me hubieran seguido hasta el dormitorio y hubieran conseguido acorralarme, de no ser por McMurphy; estaba armando tal alboroto, corriendo entre las camas y golpeando con una toalla a los que debían salir de excursión, que los negros decidieron que tal vez resultase demasiado arriesgado hacer una incursión en el dormitorio por el simple hecho de conseguir alguien para barrer un pequeño tramo de pasillo.

McMurphy se había calado la gorra en la frente, imitando a un capitán de barco, los tatuajes que asomaban bajo las mangas de su camiseta se los habían hecho en Singapore. Se paseaba de un lado a otro dando voces como si estuviera sobre la cubierta de un barco y silbando con la mano ahuecada.

– ¡A cubierta, marineros, a cubierta, si no queréis que os despelleje vivos!

Golpeó con los nudillos la mesilla de noche situada junto a la cama de Harding.

– Son las seis y todo va bien. Ni un bandazo. A cubierta. Pies en tierra y manos fuera.

Advirtió mi presencia, junto a la puerta, y fue a darme una palmada en la espalda como si fuese un tambor.

– Mirad al Gran Jefe; todo un ejemplo de buen marinero y gran pescador: en pie antes del alba en busca de gusanos rojos para el anzuelo. Haríais bien en seguir su ejemplo, hatajo de destripaterrones. ¡Ha llegado el gran día! ¡Tirad las mantas y hagámonos a la mar!

Los Agudos comenzaron a gruñir y a debatirse contra los embates de su toalla, y los Crónicos se despertaron y miraron a su alrededor con los rostros azules por la falta de sangre, que les llegaba difícilmente a causa de las sábanas demasiado apretadas sobre su pecho; sus ojos recorrieron el dormitorio y finalmente todos quedaron fijos en mi persona, echándome débiles y acuosas miradas de viejo, con el rostro anhelante y curioso. Se quedaron mirando cómo me ponía ropas de abrigo para el viaje, mientras yo me sentía incómodo y también algo culpable. Comprendían que yo era el único Crónico escogido para tomar parte en la excursión. Me miraban -todos esos viejos que llevaban años soldados a sus sillas de ruedas, con catéteres que les corrían piernas abajo, como raíces que los fijaban para siempre al lugar donde estaban, me miraban, e instintivamente sabían que yo también saldría. Y eran capaces de sentirse un poco celosos por no figurar entre los escogidos. Lo sabían porque el hombre ya estaba tan desarraigado de su persona que había dado paso a los viejos instintos animales (algunas noches, los viejos Crónicos se despiertan de pronto, antes de que nadie haya advertido que ha muerto alguien en el dormitorio, levantan la cabeza y aúllan), y eran capaces de sentirse celosos porque aún tenían lo suficiente de hombres como para recordar.

McMurphy salió a echar un vistazo a la lista y al volver intentó conseguir que se apuntase otro Agudo; recorrió la hilera de camas con tipos aún acostados, con la cabeza bajo las sábanas, y empezó a golpearles y a explicarles la fantástica experiencia que sería encontrarse entre las olas y las embestidas de un mar viril con un yo-hi-ho y una botella de ron [7].

– Arriba, holgazanes, me falta un tripulante, necesito otro maldito voluntario…

Pero no consiguió convencer a nadie. La Gran Enfermera los había asustado con sus descripciones de los recientes temporales y de los muchos barcos que habían naufragado; ya parecía que no conseguiríamos ese último tripulante cuando, media hora más tarde, George Sorensen se acercó a McMurphy en la cola del desayuno, mientras esperábamos a que abrieran el comedor.

Era un gran sueco nudoso y desdentado que los negros llamaban George Rub-a-Dub, debido a su manía por la higiene; avanzó por el pasillo arrastrando los pies, mientras escuchaba lo que ocurría detrás de él, de modo que los pies avanzaban más deprisa que la cabeza (siempre se inclinaba hacia atrás de este modo, a fin de mantener la cara lo más apartada posible de su interlocutor), se detuvo frente a McMurphy y murmuró algo tapándose la boca con la mano. George era muy tímido. Resultaba imposible verle los ojos, de tan hundidos que estaban bajo su frente, y se cubría casi todo el resto de la cara con su manaza. Su cabeza se balanceaba como un nido de cuervos en lo alto de su espina dorsal, que más bien parecía un mástil. Siguió mascullando, tras su mano, hasta que McMurphy se la apartó para dar paso a las palabras.

– Y bien, George, ¿qué decías?

– Los gusanos rojos -estaba diciendo-. La verdad es que no creo que sirvan… no para el salmón.

– ¿Síi? -dijo McMurphy-. ¿Gusanos rojos? Es posible que esté de acuerdo contigo, George, si me explicas de qué gusanos rojos me estás hablando.

– Creo que hace poco le oí decir que el señor Bromden había ido a buscar gusanos rojos para el anzuelo.

– Tienes razón, viejo, ya lo recuerdo.

– Y yo le digo que esos gusanos no le traerán buena suerte. Este es el mes de los grandes salmones… no lo dude. Necesitan arenque. No lo dude. Cojan unos cuantos arenques y pónganlos en el anzuelo y eso les dará buena suerte.

Levantaba la voz al final de cada frase -suerte- como si estuviera haciendo una pregunta. La gran barbilla, que esa mañana se había fregoteado hasta arrancarse la piel, hizo un par de gestos afirmativos frente a McMurphy y luego le obligó a dar media vuelta y le hizo avanzar hasta el último extremo de la cola, al final del pasillo. McMurphy le dijo que volviera.

– Un momento, George, hablas como si entendieras bastante de pesca.

George dio media vuelta y se acercó otra vez a McMurphy, arrastrando los pies y con la cabeza tan inclinada hacia atrás que parecía como si los pies se le hubiesen deslizado por debajo.

– Ya lo creo, no lo dudes. Trabajé veinticinco años en la pesca del salmón, desde Half Moon Bay hasta Puget Sound. Veinticinco años… hasta que empecé a ensuciarme de ese modo.

Extendió las manos para que viésemos cuan sucias estaban. Todos se acercaron a mirar. Yo no vi mugre pero sí vi las profundas cicatrices grabadas en las blancas palmas de tanto tirar miles de kilómetros de sedal al mar. Nos dejó mirar un momento, luego cerró las manos y las escondió rápidamente bajo la chaqueta del pijama como si nuestras miradas pudiesen ensuciarlas, y se quedó allí, sonriéndole a McMurphy con unas encías blancas como tocino salado.

– Tenía un buen pesquero; de apenas doce metros, pero de tres metros y medio de calado y de buena madera de teca y de roble. -Empezó a balancearse con tal convicción que casi le hacía dudar a uno de que el piso estuviera recto-. ¡Un buen pesquero, ya lo creo!

Iba a marcharse, pero McMurphy volvió a retenerle.

– Diablos, George, ¿por qué no nos dijiste que eras pescador? He estado hablando de este viaje como si fuera el Viejo del Mar, pero, y que quede entre tú y yo y esa pared de ahí, debo decirte que el único barco que he pisado fue el acorazado Missouri y todo lo que sé de pesca es que prefiero comer el pescado a limpiarlo.

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[7] De una vieja canción marinera. (N. del T.)