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Menea la cabeza e hincha las mejillas.

– Pero eso sólo duró una temporada. Aprendí los trucos. A decir verdad, la condena que estaba cumpliendo en Pendleton era la primera en casi un año. Por eso me cogieron. Estaba desentrenado; aquel tipo pudo levantarse y correr a la policía antes de que yo lograra salir de la ciudad. Un personaje muy resistente…

Vuelve a reír y estrecha manos y se sienta a echarse un pulso cada vez que ese negro se le acerca demasiado con el termómetro, hasta que ha saludado a todos los del lado de los Agudos. Y cuando termina con los Agudos continúa directamente con los Crónicos, como si no hubiera ninguna diferencia. Imposible saber si realmente es tan cordial o si sigue alguna táctica de juego al intentar hacer amistad con tipos tan idos que muchos de ellos ni siquiera saben cómo se llaman.

Ahora le aparta a Ellis la mano de la pared y se la estrecha como si fuese un candidato a unas elecciones de algo y el voto de Ellis tuviera tanto valor como cualquier otro.

– Amigo -le dice a Ellis en tono solemne-, me llamo R. P. McMurphy y no me gusta ver a un hombre ya crecido chapoteando en su propia meada. ¿Por qué no vas a secarte?

Ellis mira muy sorprendido el charco que hay a sus pies.

– Claro, gracias -dice e incluso avanza un par de pasos en dirección al retrete hasta que los clavos tiran de él hacia la pared.

McMurphy avanza a lo largo de la hilera de Crónicos, estrecha la mano al Coronel Matterson y a Ruckly y al Viejo Pete. Saluda a los Rodantes y a los Ambulantes y a los Vegetales, estrecha manos que tiene que coger de los regazos como si fueran aves muertas, aves mecánicas, artilugios de diminutos huesecillos y alambre que se han desgastado y desprendido. Estrecha la mano a todo el mundo, excepto al Gran George, el maniático del agua, que hace una mueca y rehuye esa mano poco aséptica, de modo que McMurphy se limita a saludarle y, mientras se aleja, le dice a su propia mano derecha: -Mano, ¿cómo crees que ese tipo ha podido descubrir todo el mal que has hecho?

Nadie logra adivinar qué se propone o por qué arma tanto alboroto y saluda a todo el mundo, pero más vale eso que montar rompecabezas. Sigue repitiendo que es preciso moverse y conocer a la gente con quien tendrá que habérselas, forma parte de su tarea de jugador. Pero debe saber que no va a tener ninguna relación con un orgánico de ochenta años que lo único que podría hacer con una carta es ponérsela en la boca y masticarla un rato. Parece pasarlo bien, como si fuera uno de esos tipos que se divierten a costa de la gente.

Soy el último. Sigo atado a la silla en el rincón. Cuando llega a mi lado, McMurphy se detiene y vuelve a meterse los pulgares en los bolsillos y se echa hacia atrás con una carcajada, como si hubiera visto en mí algo más gracioso que en todos los demás. De pronto me asustó la idea de que su risa respondiera a que sabía que esa forma de sentarme, con los brazos en torno a las rodillas levantadas y con la mirada fija, como si no pudiera oír nada, era pura comedia.

– Eh -dijo-, mirad lo que tenemos aquí.

Recuerdo con toda claridad esta parte. Recuerdo cómo cerró un ojo y echó la cabeza hacia atrás y miró por encima de la cicatriz color vino que tenía en la nariz, mientras se reía de mí. Primero pensé que se reía porque resultaba divertido ver un rostro de indio y de negro y un untuoso pelo de indio en una persona como yo. Pensé que tal vez se reía de mi débil apariencia. Pero entonces recuerdo haber pensado que se reía porque mi comedia del sordomudo no había logrado engañarle ni un minuto; no importaba cuan astuta fuera la comedia, me había descubierto y se estaba riendo y guiñándome el ojo para hacérmelo saber.

– ¿Y a ti qué te pasa, Gran Jefe? Pareces Toro Sentado en huelga de brazos caídos.

Miró hacia los Agudos para comprobar si se reían de su broma; cuando éstos se limitaron a soltar una risita tonta, volvió a mirarme y me hizo otro guiño.

– ¿Cómo te llamas, Jefe?

Billy Bibbit habló desde el otro lado de la sala.

– Se lla-lla-llama Bromden. Jefe Bromden. Pero todos le llaman Jefe E-e-e-e-escoba, porque los ayudantes le hacen barrer casi todo el tiempo. N-n-no puede hacer gran cosa más, supongo. Es sordo. -Billy apoyó la barbilla sobre sus manos-. Si yo fu-fu-fu-era sordo -suspiró-, me mataría.

McMurphy seguía mirándome.

– Cuando se yergue debe ser bastante grande, ¿no? Me gustaría saber cuánto mide.

– Creo que alguien le mi-mi-mi-midió una vez y hacía más de do-o-o-os metros; pero aunque sea grande, tiene miedo de su pro-o-o-o-pia sombra. So-so-sólo es un gran indio so-o-o-ordo.

– Cuando le vi aquí pensé que parecía un indio. Pero Bromden no es un nombre indio. ¿De qué tribu es?

– No sé -dijo Billy-. Ya e-e-e-estaba aquí cu-cu-cuando vine.

– Según me informó el doctor -dijo Harding-, sólo es medio indio, de Columbia, creo. De una tribu del Desfiladero de Columbia, ya desaparecida. El doctor dijo que su padre era el jefe de la tribu, por eso le llaman «Jefe». En cuanto a lo de Bromden, me temo que mis conocimientos de las costumbres indias no lleguen a tanto.

McMurphy acercó su cabeza a la mía de tal forma que no tuve más remedio que mirarle.

– ¿Es cierto eso? ¿Eres sordo, Jefe?

– Es so-so-so-sordomudo.

McMurphy frunció los labios y estuvo mirándome largo rato a la cara. Después se irguió y me tendió la mano.

– Bueno, qué demonios, puede estrechar una mano, ¿no? Sordo o lo que sea. Venga Jefe, serás muy grande, pero si no me estrechas la mano lo tomaré como un insulto. Y no es buena cosa insultar al nuevo gran lunático del hospital.

Al decir esto miró en dirección a Harding y Billy e hizo una mueca, pero dejó tendida ante mí aquella mano, grande como un plato sopero.

Recuerdo con toda claridad el aspecto de esa mano: tenía manchas de carbón bajo las uñas, señal de su antiguo empleo en un garaje; tenía tatuada un ancla encima de los nudillos; en el del medio llevaba una tirita sucia que comenzaba a deshilacharse por los bordes. Los nudillos restantes estaban cubiertos de cortes y de cicatrices, antiguas y recientes. Recuerdo que, de tanto manejar los mangos de madera de hachas y de azadas, tenía la palma lisa y dura como un hueso, no era la mano que uno imaginaba repartiendo cartas. Tenía la palma callosa y las callosidades se habían resquebrajado y las hendiduras estaban llenas de mugre. Un mapa de los caminos recorridos en sus viajes por todo el Oeste. Esa palma sonó como un rasguido sobre mi mano. Recuerdo que los dedos se cerraron gruesos y fuertes sobre los míos y que la mano empezó a producirme una rara sensación y comenzó a hincharse en el extremo de ese palo que tengo por brazo, como si él estuviera transmitiendo su propia sangre. Zumbaba de sangre y vigor. Se hinchó hasta alcanzar el tamaño de la suya, recuerdo…

– Señor McMurry.

Es la Gran Enfermera.

– Señor McMurry, ¿puede venir, por favor?

Es la Gran Enfermera. El negro del termómetro ha ido a buscarla. Está ahí, de pie, golpeando su reloj de pulsera con el termómetro, y mira con ojos zumbones, mientras intenta atrapar al recién llegado. Sus labios forman un triángulo, como los de una muñeca dispuestos para recibir un falso pezón.

– El ayudante Williams me dice que usted ha puesto dificultades a su ducha de ingreso, señor McMurry. ¿Es así? Por favor, no me interprete mal, me complace que haya procurado hacer amistad con los otros pacientes de la galería, pero cada cosa a su hora, señor McMurry. Lamento interrumpirles a usted y a Mr. Bromden, pero debe comprenderlo: todos… deben respetar las normas.