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El segundo tipo se acercó al doctor, con una sonrisa.

– ¿Dijo que la quería Extra, señor? Seguro. ¿Y qué le parece si le revisamos los filtros del aceite y los limpiaparabrisas?

Era más alto que su amigo. Se inclinó sobre el doctor como si le estuviera confiando un secreto.

– Quién lo diría: se ha comprobado que un ochenta y ocho por ciento de los coches que recorren actualmente las carreteras deberían cambiar el filtro del aceite y el limpiaparabrisas.

Su sonrisa estaba cubierta de tizne a causa de los años que llevaba extrayendo bujías con los dientes. Seguía inclinado sobre el doctor, que se retorcía bajo la sonrisa, esperando que reconociera que estaba en un apuro.

– Por cierto, ¿sus trabajadores no necesitarán gafas de sol por casualidad? Tenemos unas Polaroid muy buenas.

El doctor sabía que estaba atrapado. Pero, cuando ya abría la boca, dispuesto a ceder y decir sí, como usted diga, se oyó un chirrido y la capota del coche comenzó a plegarse. McMurphy se debatía y maldecía la capota acordeonada, mientras intentaba levantarla más deprisa de lo que podía accionarla el mecanismo. Saltaba a la vista que estaba furioso, por la manera como zarandeaba y golpeaba la capota que se iba elevando lentamente; cuando por fin la tuvo bien imprecada y consiguió ponerla en su lugar, saltó fuera del coche por encima de la cabeza de la chica, se interpuso entre el doctor y el tipo de la gasolinera y miró su boca ennegrecida con un solo ojo.

– Basta de bromas, amigo, queremos normal, como ya ha dicho el doctor. Llene los dos depósitos de normal. Y eso es todo. Nada de todas esas otras porquerías. Y tendrá que descontarnos tres centavos sobre la tarifa normal porque somos una expedición patrocinada por el gobierno.

El tipo no se movió.

– ¿Síi? Creí haberle oído decir, aquí, al doctor, que no eran pacientes.

– Vamos, vamos, ¿no has notado que sólo era una amable precaución para no asustaros con la verdad? El doctor no hubiera mentido si fuésemos pacientes corrientes, pero no somos unos locos cualquiera, todos estamos recién salidos de la galería de locos criminales y nos trasladan a San Quintín, donde cuentan con instalaciones más adecuadas. ¿Ves a ese pecoso de ahí? Bueno, aunque parezca salido de una cubierta del Saturday Evening Post es un maníaco artista de la navaja que mató a tres hombres. El que está a su lado es el Gran Lunático, más impulsivo que un jabalí. ¿Ves a ese grandullón? Es un indio y liquidó a tres tipos a golpes de pico porque intentaron estafarle cuando les vendía unas pieles de rata almizclera. Levántate para que puedan verte, Jefe.

Harding me hundió un dedo en las costillas y yo me puse de pie en el coche. El tipo se protegió los ojos del sol y se me quedó mirando, sin decir palabra.

– Oh, no es una pandilla demasiado simpática, lo reconozco -dijo McMurphy-, pero es una excursión bien planificada, legal, autorizada y patrocinada por el gobierno y tenemos derecho a un descuento preceptivo, igual que si fuésemos del FBI.

El tipo volvió a mirar a McMurphy y éste se metió los pulgares en los bolsillos, se echó hacia atrás y se le quedó mirando por encima de la cicatriz de su nariz. El tipo se volvió para comprobar si su compañero se-

guía apostado junto a la caja de botellas vacías, luego le devolvió la sonrisa.

– Unos clientes difíciles, ¿no es así, Rojo? ¿Así que será mejor que aflojemos y hagamos lo que nos mandas, eso quieres decir? Muy bien, pero dime una cosa, Rojo, ¿por qué te han encerrado a ti?, ¿intentaste asesinar al Presidente?

– No pudieron probarlo, viejo. Me cogieron con malas artes. Maté a un tipo en un combate de boxeo, sabes, y empecé a tomarle gusto a la cosa.

– ¿Uno de esos asesinos con guantes de boxeo, es eso lo que insinúas, Rojo?

– Yo no he dicho tal cosa, ¿a que no? Nunca me he acostumbrado a esos almohadones que usan los demás. No, no fue en un encuentro televisado desde el Madison Square Garden; soy más bien un boxeador aficionado.

El tipo se metió los pulgares en los bolsillos como si hiciera mofa de McMurphy.

– Yo más bien diría que eres un bravucón aficionado.

– Bueno, yo no he dicho que las bravuconadas no fueran otra especialidad mía, ¿eh? Pero quiero que te fijes en esto -acercó las manos a los ojos del tipo, rozándole casi la nariz, y las hizo girar lentamente, exhibiendo las palmas y los nudillos-. ¿Crees que tendría los garfios tan estropeados si sólo me hubiera dedicado a fanfarronear! ¿Qué me dices, viejo?

Tardó un buen rato en apartar las manos de la cara del tipo, por si éste tenía algo que replicar. El tipo miraba las manos, luego a mí, luego otra vez las manos. Cuando quedó claro que por el momento no tenía ningún comentario urgente en el buche, McMurphy se alejó en dirección al otro tipo que estaba apoyado en la caja, le arrancó el billete del doctor de la mano y se encaminó a la tienda de comestibles situada junto a la gasolinera.

– Tomad nota de lo que vale la gasolina y mandad la factura al hospital -gritó-. Pienso dedicar este dinero a adquirir bebidas para los hombres. Creo que nos vendrán mejor que los limpiaparabrisas y los filtros de aceite al ochenta por ciento.

Cuando volvió todos estábamos envalentonados como gallitos de pelea e íbamos dando órdenes a los tipos de la gasolinera, diciéndoles que comprobaran el aire de la rueda de recambio, que limpiasen los cristales y que sacasen esa caquita de pájaro de la capota, por favor, como si fuéramos los amos del lugar. Cuando el tipo grandullón no dejó el cristal delantero a satisfacción de Billy, éste le hizo regresar en el acto.

– No ha li-li-limpiado b-b-b-bien aquí donde quedó aplastado ese bi-bi-bi-bicho.

– No ha sido un bicho -dijo el tipo enfurruñado, mientras rascaba la mancha con la uña-, fue un pájaro.

Martini le gritó desde el otro coche que no podía ser un pájaro.

– Estaría lleno de plumas y huesos si hubiera sido un pájaro.

Un hombre que pasaba en bicicleta se paró a preguntar qué significaban los uniformes verdes; ¿éramos de algún club? Harding se incorporó de inmediato y le respondió.

– No, amigo, no. Somos orates del hospital que hay aquí cerca, psico-cerámicas, los cacharros rotos de la humanidad. ¿Quiere que le descifre un Rorschach? ¿No? ¿Tiene prisa? Oh, se ha ido. Qué lástima -se volvió a McMurphy-. Jamás se me había ocurrido que la enfermedad mental podía tener una faceta de poder, poder. Te das cuenta: es posible que cuanto más loco esté un hombre, mayor poder pueda adquirir. Hitler sería un ejemplo. Increíble, ¿verdad? Buena materia de reflexión.

Billy le abrió una lata de cerveza a la chica y ella lo aturulló tanto con su ancha sonrisa y su «Gracias, Billy», que empezó a abrir latas para todos.

Mientras tanto las personas pasaban presurosas por la acera, con las manos cruzadas en la espalda.

Me hundí en el asiento, con una sensación de plenitud y satisfacción, mientras bebía la cerveza a pequeños sorbos; oía cómo me bajaba la cerveza por el cuerpo: sssst-sssst. Había olvidado que podían existir sonidos y sabores agradables como el sonido y el sabor de una cerveza al tragarla. Tomé otro gran sorbo y miré a mi alrededor para comprobar si había olvidado otras cosas en esos veinte años.

– ¡Anda! -dijo McMurphy, mientras apartaba a la chica del volante y la apretaba contra Billy-. ¡Fijaos como se traga el alcohol el Gran Jefe! -… y lanzó el coche carretera adelante, obligando al doctor a hacer chirriar las ruedas para no perdernos de vista.

Nos había demostrado lo que se podía conseguir con un poco de ánimo y valor, y creíamos que también nos había enseñado a hacer uso de él. Nos pasamos todo el camino de la costa chanceándonos y fingiendo que éramos valientes. Cuando nos deteníamos ante un semáforo y la gente se quedaba mirando nuestros uniformes verdes, hacíamos exactamente lo mismo que él, nos sentábamos muy tiesos, procurando mostrarnos duros, y los mirábamos fijamente con una amplia sonrisa hasta que se les paraba el motor y se les empañaban los cristales y cuando cambiaban las luces aún seguían allí, muy aturdidos al pensar que habían tenido a esa feroz pandilla de monos a menos de un metro, y sin ninguna posibilidad de pedir auxilio. McMurphy nos condujo a los doce hasta el océano.