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Creo que McMurphy sabía mejor que todos nosotros que nuestro aspecto envalentonado era pura comedia, pues aún no había conseguido arrancar una verdadera carcajada a ninguno del grupo. Es posible que no comprendiera por qué seguíamos sin poder reír, pero sabía que es imposible ser fuerte si se es incapaz de ver el lado cómico de las cosas. De hecho, se esforzaba tanto por encontrarle ese lado cómico a la vida que empezaba a preguntarme si estaría ciego a su otro aspecto, si tal vez era incapaz de comprender por qué la risa se nos atravesaba en el estómago. Es posible que los demás tampoco lo advirtieran, que sólo sintieran las presiones de los distintos rayos y frecuencias que les llegaban de todos lados, en un esfuerzo por empujarnos y doblegarnos de un modo u otro, que sólo sintieran los efectos del Tinglado… pero yo lo veía.

Del mismo modo que advertimos el cambio que se ha producido en una persona que no hemos visto durante largo tiempo, mientras que quienes la ven a diario, un día tras otro, no lo notan, porque el cambio es gradual cuando avanzábamos a lo largo de la costa, detecté innumerables indicios de los éxitos conseguidos por el Tinglado desde que atravesara esas tierras por última vez, cosas como, por ejemplo: un tren que se detuvo en una estación y depositó una larga fila de hombres adultos con trajes brillantes y sombreros hechos en serie, igual que si fueran una pollada de insectos idénticos, objetos semianimados que salieron fft-fft-fft del último vagón, luego el tren hizo sonar su silbato eléctrico y avanzó a través de las tierras mancilladas hasta otra estación donde depositaría una segunda pollada.

O cosas como esas cinco mil casas idénticas salidas de una cadena de montaje y alineadas en las colinas de las afueras de la ciudad, tan recién salidas de la fábrica que aún seguían unidas unas a otras como las salchichas; un cartel que decía: «ENCUENTRE SU NIDO EN LAS VIVIENDAS DEL OESTE – SIN ENTRADA PARA LOS VETERANOS»; un parque de juegos al pie de la colina, una reja cuadriculada y otro cartel que decía:

«ESCUELA DE NIÑOS DE SAN LUCAS»; cinco mil chicos con pantalones de pana verde y camisas blancas bajo suéteres verdes jugaban a «la culebra» sobre media hectárea de gravilla. La larga fila saltaba y se retorcía como una serpiente y, cada vez que daban bruscamente la vuelta, el chiquillo que iba a la cola se desprendía y salía rodando contra la verja como una pelota. Con cada tirón. Y siempre era el mismo chiquillo, una y otra vez.

Esos cinco mil niños vivían en esas cinco mil casas, propiedad de los tipos que habían bajado del tren. Las casas eran tan parecidas que los chicos se equivocaban constantemente de casa y de familia al volver del colegio. Nadie lo advertía. Comían y se acostaban. El único que no pasaba inadvertido era el último chiquillo de la cola. Siempre iba tan rasguñado y magullado que quedaba fuera de lugar dondequiera que fuese. Tampoco era capaz de relajarse y reír. Resulta difícil reír cuando se siente la presión de los rayos que emite cada coche que pasa, o cada casa que uno cruza.

– Hasta podríamos organizar un grupo de presión en Washington -iba diciendo Harding-, una organización, NAAIP. Montar campañas. Poner grandes anuncios en la carretera con un esquizofrénico babeante al pie de una máquina apisonadora, con grandes letras rojas y verdes: «Contrate a un loco.» Nuestro futuro es prometedor, caballeros.

Cruzamos un puente sobre el Siuslaw. En el aire había la bruma necesaria para poder lamer el viento con la lengua y paladear el sabor del océano aún antes de verlo. Todos comprendieron que ya estábamos cerca y nadie dijo palabra hasta llegar al muelle.

El capitán que teóricamente debía llevarnos de pesca tenía una cabeza monda y lironda, de metal gris, empotrada en un negro jersey de cuello alto, como si fuera la torre blindada de un submarino. Nos puso en las narices el maloliente cigarro apagado que estaba chupando. De pie junto a McMurphy en el muelle de madera, tenía la mirada fija en el mar mientras iba hablando. Unos pasos más atrás, había un grupo de seis u ocho hombres con impermeables, sentados en un banco frente al almacén. El capitán hablaba muy alto para que, además de McMurphy que estaba al otro lado, le oyeran también los mirones que tenía detrás y con este propósito apuntaba su metálico vozarrón hacia algún punto impreciso entre uno y otros.

– No le dé más vueltas. Se lo dije claramente en la carta. Si no trae un volante que me exima de toda responsabilidad ante las autoridades competentes, no pienso salir -la cabeza esférica giró en la torre blindada de su jersey, apuntando el cigarro en dirección a nuestro grupo-. Fíjese en eso. Una pandilla como ésa en alta mar, sería capaz de saltar por la borda como ratas. Los familiares podrían demandarme y quedarse todo lo que tengo en concepto de indemnización. No puedo correr ese riesgo.

McMurphy le explicó que la otra chica tenía que haber arreglado los papeles en Portland. Uno de los tipos que estaba recostado en el almacén gritó:

– ¿Qué otra chica? ¿Es que Rubiales no es capaz de ocuparse de todo el grupo?

McMurphy no le prestó la menor atención y continuó discutiendo con el capitán, pero se notaba que la chica estaba molesta. Los hombres junto al almacén no dejaban de mirar mientras se susurraban cosas por lo bajo. Todo nuestro grupo lo advirtió, incluido el doctor, y nos avergonzamos de no hacer nada. Ya no éramos la pandilla de bravucones que había actuado tan gallardamente en la gasolinera.

McMurphy dejó de discutir cuando comprendió que no lograría convencer al capitán y se volvió un par de veces, mientras se pasaba la mano por los cabellos.

– ¿Cuál es la barca que tenemos alquilada?

– Es ésta. La Alondra. Nadie pondrá ni un pie en ella hasta que tenga ese papel. Nadie.

– No tengo el propósito de alquilar una barca para pasarme el día contemplando como se balancea junto al muelle -dijo McMurphy-. ¿Tiene un teléfono en su almacén? Vamos a ver si conseguimos aclarar este asunto.

Subieron los peldaños a grandes zancadas hasta llegar a la plataforma sobre la que se alzaba el almacén y desaparecieron por la puerta, dejándonos solos en un apretado grupo, mientras la pandilla de mirones seguía mirando, haciendo comentarios y riendo por lo bajo y dándose golpecitos en la espalda. El viento agitaba las barcas y las golpeaba contra los húmedos neumáticos que colgaban del muelle con un sonido que parecía que también se burlaba de nosotros. El agua reía cantarina bajo las tablas y el rótulo que colgaba sobre la puerta del almacén con las palabras «CONTRATACIÓN DE MARINEROS – CAPITÁN BLOCK» crujía y rechinaba cuando el viento lo balanceaba en sus oxidados ganchos. Los mejillones adheridos a las pilastras, a un metro de la superficie del agua, en la línea de la marea alta, silbaban y chasqueaban bajo el sol.

El viento se había tornado frío y perverso y Billy Bibbit se quitó la chaqueta verde y se la ofreció a la chica; ella se la puso encima de su fina camisetita. Uno de los mirones no dejaba de gritar: – ¿Eh, Rubiales, te gustan esos pájaros?- Tenía los labios de color de riñón y bajo los ojos se veían unas líneas azuladas donde el viento había incrustado las venas en la piel. – Eh, Rubiales -gritaba con voz aguda y cansada-, eh, Rubiales… eh, Rubiales… eh, Rubiales…

Nos apretamos unos contra otros para protegernos del viento.