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– Dime, Rubiales, ¿por qué te han encerrado a tí!

– Uf, no está encerrada, Perce, ¡forma parte del tratamiento!

– ¿Es cierto eso, Rubiales? ¿Te han contratado como parte del tratamiento? ¿Eh, Rubiales?

Ella levantó la cabeza y nos miró con unos ojos que parecían preguntar dónde estaba la pandilla de matones que había visto antes y por qué no salíamos en su defensa. Nadie reaccionó ante la mirada. Toda nuestra valentía acababa de desaparecer por aquellas escaleras con un brazo sobre los hombros del capitán calvo.

Ella se subió el cuello de la chaqueta, se la cerró sujetándola con ambas manos y se alejó tanto como pudo de nosotros, en dirección al otro extremo del muelle. Nadie la siguió. Billy Bibbit tembló bajo el frío aire y se mordió el labio. Los tipos del almacén volvieron a murmurar algo y soltaron una nueva carcajada.

– Pregúntaselo, Perce… vamos.

– Eh, Rubiales, ¿les hiciste firmar un papel eximiéndote de toda responsabilidad? Tengo entendido que la familia podría demandarte si uno de esos chicos se cayera y se ahogase mientras estaba a bordo. ¿No lo habías pensado? Te convendría más quedarte aquí con nosotros, Rubiales.

– Ya lo creo, Rubiales, mi familia no te demandará. Te lo prometo. Quédate con nosotros, Rubiales.

Me pareció sentir el agua en los pies, mientras el muelle se hundía en la bahía bajo el peso de nuestra vergüenza. No podíamos estar fuera con la gente. Quería que McMurphy regresara y les dijera cuatro frescas a esos tipos, como se merecían, y luego nos llevara de vuelta al lugar que nos correspondía.

El hombre de los labios color riñón cerró su navaja, se puso de pie, se sacudió las virutas de madera del pantalón y bajó las escaleras.

– Vamos, Rubiales, ¿qué haces tú con todos estos locos?

Ella se volvió y lo miró desde el otro extremo del muelle, luego nos observó a nosotros, y era fácil adivinar que estaba considerando la posibilidad de aceptar la invitación, cuando se abrió la puerta del almacén y McMurphy pasó rozando a todo el grupo y bajó las escaleras.

– Arriba, marineros, ¡todo está arreglado! Todo está perfectamente claro y hay carnada y cerveza a bordo.

Le dio una palmada a Billy en el trasero y comenzó a soltar las amarras.

– El Viejo Capitán Block sigue pegado al teléfono, pero nos iremos en cuanto aparezca. George, a ver si eres capaz de calentar ese motor. Scanlon, tú y Harding desatad esa cuerda. ¡Candy! ¿Qué haces ahí? Date prisa, cariño, nos vamos.

Nos abalanzamos hacia la barca, contentos de que algo nos permitiera alejarnos de la fila de mirones. Billy cogió a la chica de la mano y la ayudó a subir a bordo. George canturreaba en el puente frente al panel de mandos mientras iba indicándole a McMurphy los botones que debía girar o apretar.

– Síi, a estas barcas, nosotros las llamábamos «vomitaderas» -le explicó a McMurphy-, son tan fáciles de conducir como un automóvil.

El doctor titubeó un momento antes de embarcarse y contempló el grupo de mirones que se agolpaba junto a las escaleras, frente el almacén.

– Randle, no sería mejor esperar… a que el capitán…

McMurphy lo agarró por las solapas y lo tiró directamente del muelle a la barca como si fuese un niño.

– Síi, Doc -dijo-, ¿esperamos a que el capitán qué?- Se puso a reír como si estuviera borracho, mientras parloteaba muy excitado y nervioso. -¿Esperamos a que salga el capitán y nos diga que el número de teléfono que le he dado es el de una casa de citas de Portland? Ya lo creo. ¡Vamos, George, maldito seas; ocúpate de esos aparatos y sácanos de aquí! ¡Sefelt! Suelta esa cuerda, venga. George, vamos.

El motor tosió y se paró en seco, volvió a toser como si quisiera despejarse la garganta y luego rugió a todo pulmón.

– ¡Yupii! Allá vamos. Échale carbón, George, ¡todos preparados para rechazar cualquier abordaje!

La barca desprendió un chorro de humo blanco y agua, y entonces se abrió de golpe la puerta del almacén y apareció la cabeza del capitán, que se lanzó escaleras abajo como si arrastrara su cuerpo y el de los otros ocho tipos. Todos bajaron al muelle como un rayo y se detuvieron al borde de la espuma que comenzó a bañarles los pies, mientras George enfilaba la barca camino de alta mar; el mar era nuestro.

Un súbito bandazo de la barca había arrojado a Candy de rodillas, y Billy se inclinó a ayudarla, al mismo tiempo que se excusaba por su comportamiento en el muelle. McMurphy bajó del puente y preguntó si los dos tenían ganas de que los dejaran solos para charlar de los viejos tiempos, y Candy miró a Billy y éste no tuvo más remedio que mover la cabeza y tartamudear. McMurphy dijo que, en ese caso, lo mejor sería que él y Candy bajasen a ver si había algún boquete y que los demás ya nos las arreglaríamos solos por un rato. Se detuvo junto a la puerta que conducía al camarote, guiñó un ojo y nombró capitán a George, y a Harding segundo de a bordo, y dijo: «No os preocupéis, amigos», y desapareció tras la chica.

El viento amainó y el sol se hizo más fuerte y empezó a prestar un brillo cromado a toda la mitad oriental de las grandes olas verdes. George enfiló el barco directamente mar adentro, a toda marcha, y los muelles y el almacén se fueron perdiendo de vista a nuestras espaldas.

Los chicos habían estado charlando con excitación de nuestro acto de piratería, pero al cabo de poco rato todos se callaron. La puerta del camarote se abrió una vez más lo suficiente para que una mano empujara fuera una caja de cerveza, y Billy nos abrió una a cada uno con un abridor que encontró entre los aparejos. Empezamos a beber y contemplamos la tierra que se iba hundiendo detrás de nosotros.

Cuando estábamos aproximadamente una milla mar adentro, George aminoró la marcha a lo que él llamaba ritmo de pesca, apostó a cuatro tipos en las cuatro cañas situadas en la popa, y los demás nos tendimos al sol sobre el camarote o el puente, nos quitamos las camisas y observamos cómo los otros intentaban lanzar el anzuelo. Harding dijo que cada uno tenía que permanecer junto a la caña hasta que picara algo y luego debía cambiar de puesto con otro que aún no hubiera probado suerte. George estaba de pie junto al timón y oteaba a través del parabrisas cubierto de una costra de sal, mientras gritaba instrucciones sobre cómo manejar los carretes y los hilos y cómo poner un arenque en el anzuelo y a qué distancia y qué profundidad había que lanzar:

– Y que uno coja la caña número cuatro y le ponga doce onzas de plomo -ahora mismo os explico cómo- y vamos a por ese pez grande que hay ahí en el fondo, ¡qué caramba!

Martini corrió a mirar sobre la borda y se quedó con los ojos muy fijos en el agua, en la dirección en que se perdía su sedal.

– Oh. Oh, Dios mío -dijo, pero lo que sea que viese estaba a demasiada profundidad para los ojos de los demás.

Otras barcas deportivas faenaban junto a la costa, pero George en ningún momento dio señal de querer unirse a ellas; seguía pasándolas a todas sin parar, rumbo a alta mar.

– Ya veréis -dijo-. Iremos donde van las barcas profesionales, donde está la pesca de verdad.

Las olas iban deslizándose bajo nosotros, verde esmeralda por un lado, color cromado por el otro. Sólo se oían los estallidos y el ronroneo del motor, que se perdía y volvía a reaparecer, al compás de las olas que cubrían de agua el escape y luego volvían a dejarlo al descubierto, y el gracioso chillido desamparado de los pajarillos negros que se preguntaban el camino unos a otros. Aparte de eso, silencio. Unos dormían y otros miraban el agua. Llevábamos casi una hora avanzando a marcha lenta cuando la punta de la caña de Sefelt se arqueó y tocó el agua.

– ¡George! ¡George, por Dios, échame una mano!

George no quiso ni tocar la caña; sonrió y le dijo a Sefelt que soltara sedal y que levantara la punta, que la levantara, ¡y que le diera fuerte a ese bribón!