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– ¿Y si tengo un ataque? -chilló Sefelt.

– Pues, mira, te colgaremos de un anzuelo y te usaremos como cebo -dijo Harding-. Vamos, dale fuerte a ese bribón, como te ha dicho el capitán, y no te preocupes del ataque.

El pez relució bajo el sol a unos diez metros de la barca, un surtidor de escamas plateadas, a Sefelt se le saltaban los ojos y el espectáculo del pez le entusiasmó tanto que soltó la caña y el sedal golpeó contra la barca como si fuera una goma elástica.

– ¡Levántala, te he dicho! Le estás ayudando a zafarse, ¿no lo ves?, tienes que levantar la punta… ¡levántala más! Habías atrapado una buena pieza, caramba.

Sefelt tenía la mandíbula blanca y temblorosa cuando por fin le cedió la caña a Fredrickson.

– De acuerdo… ¡pero si coges un pez con un anzuelo en la boca, es mío!

Yo estaba tan excitado como los demás. No había pensado pescar, pero después de ver cómo se debatía el salmón, tenso como el acero en el extremo del sedal, bajé del techo del camarote, me puse la camisa e hice cola junto a una caña.

Scanlon empezó a recoger apuestas a ver quién cogía el pez más grande y quién atrapaba al primero, veinte centavos cada uno que quisiera tomar parte, y casi no había tenido tiempo de meterse el dinero en el bolsillo cuando Billy sacó un extraño objeto que parecía un sapo de dos kilos lleno de espinas como un puercoespín.

– Eso no es un pescado -dijo Scanlon-. No puedes cobrar por eso.

– Ta-ta-tampoco es un pa-pa-pájaro.

– Eso es un bacalao ling -nos dijo George-. Resulta sabroso cuando se le han quitado las espinas.

– Lo ves. Es un pescado. P-p-p-págame.

Billy me cedió su caña, cogió su dinero, fue a sentarse junto al camarote donde estaba McMurphy con la chica y se quedó mirando la puerta cerrada con aire pensativo.

– Me gu-gu-gu-gustaría que hubiera cañas para todos -dijo, con la espalda apoyada contra la pared del camarote.

Me senté, cogí la caña y observé cómo desaparecía el sedal bajo la estela. Olfateé el aire y sentí cómo las cuatro latas de cerveza que me había tomado provocaban cortocircuitos en docenas de cables de mi cuerpo; a nuestro alrededor, las crestas plateadas de las olas relucían y centelleaban al sol.

George nos gritaba que miráramos allá lejos, que allí estaba justo lo que andábamos buscando. Me incliné para echar un vistazo, pero sólo vi un gran tronco que flotaba a la deriva y muchas gaviotas que revoloteaban y se zambullían junto al tronco, cual hojas negras en medio de un torbellino. George aumentó un poco la marcha y puso proa hacia el punto donde revoloteaban los pájaros y con la velocidad de la barca mi sedal se balanceaba de tal modo que hubiera resultado imposible identificar una picada.

– Esos pájaros, esos cormoranes están persiguiendo un banco de «peces vela» -nos explicó George desde el timón-. Son unos pececitos blancos del tamaño de un dedo. Si se secan luego arden igualito que una vela. Son un buen alimento para los otros peces. Y podéis apostar que si encontráis un banco de estos «peces vela» también encontraréis unos cuantos salmones plateados en pleno banquete.

Se metió de lleno entre los pájaros, esquivó el tronco, y de pronto las suaves laderas cromadas se resquebrajaron a nuestro alrededor con las zambullidas de los pájaros y las carreras de los pececillos y en medio de todo esto se veía surcar de vez en cuando el dorso azul plateado del salmón. Observé que uno de los lomos en forma de torpedo cambiaba de rumbo y se dirigía claramente hacia un punto situado a unos diez metros de la punta de mi caña, justo donde debía estar mi arenque. Tensé los brazos, con el corazón palpitante, y entonces sentí el tirón en los dos brazos como si alguien hubiera golpeado la caña con un mazo y mi sedal salió disparado del carrete bajo mi pulgar enrojecido como si estuviera lleno de sangre.

– ¡Arrastra, arrastra! -me gritó George, pero yo no entendía nada de eso, por lo que seguí apretando el sedal con el pulgar hasta que aquél recuperó su color amarillo y luego, poco a poco, se detuvo. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que las otras tres cañas también se agitaban como la mía, y todos los chicos bajaban excitados del techo del camarote y se esforzaban por metérsenos entre las piernas.

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Levanta la punta! -seguía gritando George.

– ¡McMurphy! Ven a ver esto.

– Que Dios te bendiga Fred, ¡has cogido mi pescado!

– ¡McMurphy, necesitamos ayuda!

Oí la risa de McMurphy y, por el rabillo del ojo, lo vi de pie en la puerta del camarote, aparentemente sin la menor intención de hacer nada, y mi pescado me tenía demasiado ocupado para entretenerme pidiéndole ayuda. Todos le gritaban que hiciera algo, pero seguía inmóvil. Hasta el doctor, que tenía la caña de profundidad, le pidió auxilio. Y McMurphy no hacía más que reír. Finalmente Harding comprendió que no haría nada, por lo que cogió el bichero e izó mi pescado con gesto preciso y airoso como si lo hubiera hecho toda la vida. Es tan grande como mi pierna, pensé, ¡como un pilar! Nunca cogimos uno tan grande en la cascada, pensé. ¡No para de saltar en el fondo de la barca como un arco iris embravecido! Nos salpica de sangre y esparce escamas que parecen pequeñas monedas de plata, y temo que pueda saltar por la borda. McMurphy se niega a prestarnos ninguna ayuda. Scanlon agarra el pez y lo reduce por la fuerza para impedir que salte otra vez al mar. La chica sube corriendo a cubierta y grita que le toca a ella, qué carajo, y me quita la caña de las manos y me clava tres veces el anzuelo mientras intento atarle un arenque.

– ¡Jefe, por todos los santos, nunca había visto tanta parsimonia! Ugh, le está sangrando el dedo. ¿Le mordió ese monstruo? Que alguien le cure el dedo al Jefe… ¡rápido!

– Allá vamos otra vez -grita George y yo lanzo el sedal por la popa y veo desaparecer el reflejo del arenque bajo la oscura silueta gris azulada de un salmón y el sedal se desenrolla otra vez con un silbido. La chica estrecha la caña entre los brazos y aprieta los dientes.

– ¡Oh, no, no te escaparás, maldito! \Oh, no…! Se ha puesto de pie, aprisiona el extremo de la caña en la entrepierna y la sujeta con ambos brazos bajo el carrete y la manivela del carrete golpea su cuerpo mientras gira para soltar cuerda:

– ¡Oh, no, no te escaparás!

Aún lleva la chaqueta verde de Billy, pero el carrete se la ha abierto de un tirón y todo el mundo advierte que ha desaparecido la camiseta que llevaba antes; todos miran, mientras intentan no perder su captura y le hacen quites a mi salmón que brinca en el fondo de la barca, ¡y la manivela del carrete sigue zarandeándole el seno a tal velocidad que el pezón no es más que una borrosa mancha roja!

Billy corre en su ayuda. No se le ocurre más que situarse detrás y ayudarle a apretar aún más la caña entre sus pechos hasta que por fin el carrete se detiene frenado únicamente por la presión de su carne. En este momento está tan erguida y sus pechos se ven tan duros que creo que ella y Billy podrían retirar las manos y los brazos de la caña, que ésta seguiría bien sujeta.

Toda esta actividad se desarrolla en poco más de un segundo, ahí en alta mar -los gritos y palabrotas de los hombres que se debaten e intentan vigilar sus cañas mientras contemplan a la muchacha; la sangrienta batalla entre Scanlon y mi salmón que se agita a los pies de los demás; todos los sedales enredados y desenrollándose en todas direcciones mientras las gafas del doctor con su cinta se han quedado enganchadas de un sedal y cuelgan a unos tres metros de la popa; los peces que pican veloces como el rayo, y la chica que maldice a todo pulmón y ahora se ha quedado contemplando sus senos desnudos, uno blanco y el otro de un rojo que escuece- y George que pierde de vista el rumbo y la barca va a dar contra el tronco y se para el motor.