Entretanto, McMurphy ríe. Con el cuerpo cada vez más inclinado sobre el techo del camarote, deja que sus carcajadas se propaguen sobre el mar: se ríe de la chica, de los muchachos, de George, de mí con mi dedo ensangrentado en la boca, del capitán que se ha quedado en el muelle y del tipo de la bicicleta y de los empleados de la gasolinera y de las cinco mil casas y de la Gran Enfermera, de todo, en fin. Porque sabe que es preciso reírse de las cosas para mantener el equilibrio, para impedir que el mundo acabe enloqueciéndote. Sabe que las cosas tienen su lado triste; sabe que me escuece el pulgar y que su amiguita se ha lastimado el pecho y que el doctor ha perdido las gafas, pero no quiere que el dolor empañe el humor, lo mismo que no permitiría que el humor empañase el dolor.
Advierto que Harding se ha dejado caer junto a McMurphy y también se ríe. Y Scanlon ríe en el fondo de la barca. Se ríen de ellos mismos y también de los demás. Y la chica, con los ojos aún llenos de lágrimas, mientras mira alternativamente el seno blanco y el otro enrojecido, también empieza a reírse. Y Sefelt y el doctor y todos reímos.
Comenzó suavemente y fue adquiriendo cada vez más fuerza, mientras los hombres se iban creciendo y creciendo. Yo los observaba, metido entre ellos, riendo con ellos… y, sin embargo, no completamente con ellos. Estaba fuera de la barca, el viento me encumbraba sobre las aguas y cuando bajaba la vista me veía allí abajo con los otros muchachos, veía la barca que se balanceaba en medio de las zambullidas de los pájaros, veía a McMurphy rodeado de su grupo de doce y veía cómo ellos, nosotros, iban esparciendo sus carcajadas tintineantes en círculos cada vez más amplios sobre las aguas, más y más amplios, hasta que la risa rompió contra las playas de toda la costa, contra las playas de todas las costas, oleada, tras oleada, tras oleada.
El doctor había enganchado algo en el fondo con su caña de profundidad y cuando por fin consiguió izarlo lo suficiente para que pudiéramos verlo, todos los que íbamos a bordo, excepto George, ya habíamos capturado al menos un pez; sólo logramos vislumbrar una silueta blancuzca, que luego volvió a zambullirse, pese a todos los esfuerzos del doctor por retenerla. En cuanto conseguía volverla a izar hasta la superficie, enrollando el hilo con tensos gruñidos y sin aceptar la ayuda que le ofrecían los demás, la pieza veía la luz y se apresuraba a zambullirse otra vez.
George no se tomó la molestia de volver a poner en marcha el motor, sino que bajó a explicarnos cómo limpiar el pescado sobre la borda y sacarle las tripas para que la carne resultara más dulce. McMurphy ató un trozo de carne en cada extremo de un metro de cordel, lo lanzó al aire y dos pájaros salieron volando juntos, «hasta que la muerte los separe».
Toda la popa de la barca y la mayoría de los que estábamos allí quedamos salpicados de rojo y plata. Algunos nos quitamos las camisas y las sumergimos en el agua para limpiarlas un poco. Así seguimos jugueteando, pescamos un poco, nos bebimos la otra caja de cervezas y estuvimos alimentando a los pájaros, hasta la tarde, mientras la barca se balanceaba suavemente entre las olas y el doctor luchaba con su monstruo de las profundidades. Se levantó el viento y el mar se rompió en mil pedazos verdes y plateados, como un campo de vidrio y cromo, y la barca comenzó a balancearse y a ladearse con más fuerza. George le indicó al doctor que tendría que izar su pez a bordo o cortar el sedal, porque se acercaba mal tiempo. No recibió respuesta. El doctor sólo dio un tirón más enérgico a la caña, se inclinó hacia delante, aflojó la cuerda, y luego volvió a enrollar.
Billy y la chica habían subido al puente y estaban charlando y contemplando el mar. Billy aulló que veía algo y todos corrimos a ese lado, y una ancha y blanca silueta comenzó a perfilarse claramente a unos diez o quince pies de profundidad. Resultaba curioso observar cómo subía, primero sólo un reflejo, luego una forma blanca como niebla bajo el agua, que iba cobrando consistencia, vida…
– ¡Cielo santo -gritó Scanlon-, es la presa del doctor!
Estaba al otro lado de la barca, pero por la dirección del sedal podíamos ver que conducía directamente a la silueta bajo el agua.
– Jamás conseguiremos izarlo a bordo -declaró Sefelt-. Y el viento está arreciando.
– Es un gran rodaballo -dijo George-. Pueden llegar a pesar más de cien kilos. Hay que izarlos con una cabria.
– Tendremos que soltarlo, doctor -explicó Sefelt mientras le rodeaba los hombros con el brazo. El doctor no contestó; tenía el traje empapado de sudor entre las paletillas y los ojos enrojecidos de tanto rato de no usar las gafas. Siguió tirando hasta que el pez apareció en su lado de la barca. Estuvimos unos minutos mirando cómo lo izaba hacia la superficie y luego comenzamos a coger cuerda y a preparar el bichero.
Después de engancharlo, aún tardamos otra hora en izarlo hasta la popa del bote. Tuvimos que ensartarlo con las otras tres cañas, McMurphy se inclinó sobre la borda y lo cogió bajo la barriga, y con ayuda de una ola al fin se deslizó hasta la barca, blanco, transparente y plano, y cayó al fondo arrastrando al doctor.
– Toda una experiencia -dijo jadeante el doctor, aún tendido en el suelo, sin fuerzas ni para deshacerse del enorme pescado-. Ya lo creo… toda una experiencia.
La barca cabeceó y crujió todo el camino de regreso a la costa, mientras McMurphy nos contaba horribles historias de naufragios y tiburones. Las olas crecían a medida que nos acercábamos a la orilla y de las crestas se desprendían jirones de blanca espuma que revoloteaban por los aires para reunirse con las gaviotas. A la entrada del malecón, las olas se encrespaban por encima de la barca y George nos hizo poner los salvavidas a todos. Observé que todas las otras barcas de recreo ya estaban amarradas.
Faltaban tres chalecos y hubo un alboroto para decidir quiénes serían los tres que harían frente al temporal sin salvavidas. Finalmente, resultaron ser Billy Bibbit, Harding y George, que de todos modos no quería ponerse uno a causa de la mugre. Todos nos sorprendimos un poco de que Billy se ofreciese voluntariamente, de que, en cuanto descubrimos que faltaban chaquetas salvavidas, se quitase la suya y ayudase a la chica a ponérsela, pero aún nos extrañó más que McMurphy no insistiera en ser uno de los héroes; mientras duró el alboroto, se mantuvo apartado con la espalda contra la cabina, procurando mantenerse firme en el balanceo de la embarcación, contemplando a los muchachos sin abrir boca. Sólo sonreía y observaba.
Cruzamos la barra y caímos en un cañón de agua, con la proa apuntando hacia la siseante cresta de la ola que nos precedía y la popa hundida bajo la sombra de la ola que nos perseguía amenazadora, y todos nos agolpamos en la popa aferrados a la barandilla mientras paseábamos la mirada de la montaña de agua que teníamos detrás a la mole de rocas negras del malecón que se alzaba unos quince metros a la izquierda, y luego hacia George, de pie junto al timón. Permanecía muy erguido, como un mástil. Volvía todo el rato la cabeza, aceleraba, aflojaba, aceleraba otra vez, mientras mantenía el rumbo y nos hacía cabalgar al sesgo sobre el lomo de ola que nos precedía. Antes de iniciar la carrera ya nos había explicado que si saltábamos por encima de la cresta de la ola de delante, saldríamos disparados sin control en cuanto la hélice y el timón tocaran el agua, y si disminuíamos demasiado la marcha y nos dejábamos atrapar por la ola de detrás, ésta rompería sobre la popa y nos dejaría caer diez toneladas de agua encima. Nadie bromeó ni intentó hacer mofa de la manera como giraba continuamente la cabeza como si estuviera montado sobre una placa giratoria.
Dentro del puerto, el agua se calmó otra vez, sólo la superficie aparecía algo encrespada, y pudimos ver que en el muelle, junto al almacén, nos esperaba el capitán acompañado de dos policías. Todos los mirones estaban a su alrededor. George enfiló hacia ellos a toda marcha y no se detuvo hasta que el capitán comenzó a agitar los brazos y a dar gritos mientras los policías y los mirones corrían escaleras arriba. Cuando parecía que la proa del barco iba a incrustarse contra el muelle, George hizo girar bruscamente el timón, puso marcha atrás y con un potente rugido lo arrimó contra los neumáticos como si estuviera acomodándolo en su cama. Cuando nos alcanzó el agua de la estela ya habíamos saltado a tierra y estábamos atando las amarras; la oleada balanceó a todas las embarcaciones de nuestro alrededor y se estrelló espumeante contra los muelles como si nos hubiéramos traído el mar a tierra con nosotros.