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El capitán, los policías y los mirones se precipitaron escaleras abajo y corrieron a nuestro lado. El doctor se enfrentó de inmediato con ellos y les dijo a los policías que no tenían ninguna autoridad sobre nosotros, pues éramos una expedición legal, patrocinada por el gobierno, y en cualquier caso el asunto debería ser tramitado por una oficina federal. Además, tal vez decidiera solicitar una investigación sobre el número de chalecos salvavidas que había en la barca, suponiendo que el capitán decidiera armar jaleo. ¿No tenía la obligación de llevar un salvavidas por cada pasajero, según la ley? Al ver que el capitán no decía nada, los policías tomaron un par de nombres y se marcharon, murmurando entre dientes y bastante azorados, y en cuanto dejaron el muelle, McMurphy y el capitán comenzaron a discutir y a darse empellones. McMurphy estaba tan borracho que seguía balanceándose como si aún tuviera que mantener el equilibrio sobre las olas, resbaló sobre las maderas mojadas y cayó dos veces al mar antes de conseguir afianzar los pies lo suficiente para colocar un buen puñetazo en la calva cabeza del capitán y poner fin a la discusión. Todos nos sentimos mejor cuando el asunto estuvo concluido y el capitán y McMurphy salieron juntos a buscar más cerveza en el almacén mientras los demás sacábamos el pescado de la bodega. Los mirones se habían apostado en el muelle superior y nos observaban dando chupadas a las pipas que ellos mismos se habían tallado. Esperábamos que volvieran a hacer algún comentario sobre la chica y a decir verdad lo deseábamos, pero cuando por fin uno abrió la boca no fue para hablar de la chica sino del pescado, diciendo que era el salmón más grande que había visto sacar en las costas de Oregón. Los demás aseguraron que ciertamente así era. Y se acercaron lentamente para admirarlo. Le preguntaron a George dónde había aprendido a arrimar así una barca y descubrimos que George no sólo había navegado en pesqueros sino que también había sido capitán de un torpedero en el Pacífico y tenía una Cruz de la Marina.

– Debías haberte dedicado a la política -comentó uno de los mirones.

– Demasiado sucio -le explicó George.

La transformación que nosotros sólo intuíamos resultaba palpable para ellos; aquél no era el mismo hatajo de cobardicas del manicomio que esa mañana había aguantado todos sus insultos sin rechistar. No se excusaron claramente ante la chica por lo que le habían dicho, pero cuando le pidieron que les enseñara su pesca lo hicieron con una amabilidad casi empalagosa. Y cuando McMurphy y el capitán regresaron del almacén todos bebimos una cerveza de despedida.

Era tarde cuando emprendimos el regreso al hospital.

La chica dormía con la cabeza apoyada en el pecho de Billy y cuando se incorporó a él se le había dormido el brazo de sostenerla durante tanto rato en esa incómoda posición, y ella le dio un masaje. Él le dijo que si le dejaban salir un fin de semana la invitaría a algún sitio, y ella explicó que podría venir a verle dentro de dos semanas si le decía a qué hora, y Billy miró a McMurphy sin saber qué contestar. McMurphy los rodeó a los dos con el brazo y dijo:

– Pongamos a las dos en punto.

– ¿El sábado por la tarde? -preguntó ella.

Él le hizo un guiño a Billy y apretó la cabeza de la chica contra su brazo.

– No. A las dos de la noche del sábado. No hagas ruido y llama a esa misma ventana donde me viste esta mañana. Convenceré al enfermero de noche para que te deje entrar.

Ella asintió con una risita.

– McMurphy, bribón -dijo.

Algunos Agudos de la galería aún estaban despiertos, se habían levantado y daban vueltas cerca del retrete para comprobar si nos habíamos ahogado o no. Contemplaron nuestra entrada triunfal en el vestíbulo, manchados de sangre, tostados por el sol, apestando a cerveza y pescado, arrastrando el salmón corno si fuésemos héroes conquistadores. El doctor les preguntó si querían salir a ver el rodaballo que tenía en el maletero del coche y todos fuimos, excepto McMurphy. Dijo que se sentía bastante agotado y que prefería tumbarse en la cama. Al salir, uno de los Agudos que no había venido de excursión preguntó cómo era posible que McMurphy tuviera un aspecto tan abatido y cansado, cuando los demás teníamos las mejillas encarnadas y aún rebosábamos excitación. Harding le quitó importancia y dijo que sólo se debía a que no estaba moreno.

– ¿Os acordáis? McMurphy llegó aquí lleno de energías, había llevado una dura vida al aire libre en una granja correccional, su rostro estaba encallecido y rebosaba salud física. Simplemente hemos presenciado la desaparición de su magnífico bronceado psicopático. Eso es todo. Hoy tuvo una jornada agotadora -en la oscuridad del camarote, dicho sea de paso- mientras nosotros luchábamos contra los elementos y absorbíamos vitamina D. Naturalmente, el esfuerzo que ha hecho ahí abajo, debe haberle agotado lo suyo, pero pensadlo un momento, amigos. Personalmente, creo que hubiera preferido prescindir de un poco de vitamina D, a cambio de un poquito de agotamiento de ése. Especialmente si la pequeña Candy fuera mi jefe de grupo. ¿Me equivoco?

No dije nada, pero empezaba a preguntarme si tal vez tendría razón. Ya había advertido el agotamiento de McMurphy antes, en el viaje de regreso, cuando insistió en que pasáramos por el lugar donde había vivido de niño. Acabábamos de repartirnos la última cerveza, habíamos arrojado la lata vacía por la ventana en un stop y nos disponíamos a recostarnos y saborear las aventuras vividas, sumergidos en ese agradable sopor que nos invade después de una jornada de plena dedicación a algo que nos gusta, mitad insolación y mitad borrachera, resistiendo al sueño sólo por ganas de apurar esa sensación hasta el fin. Tuve la vaga impresión de que comenzaba a encontrarme en situación de poder ver algo del lado bueno de la vida que discurría a mi alrededor. McMurphy me estaba enseñando a hacerlo. No recordaba haberme sentido tan bien desde que era niño, cuando todo era hermoso y la tierra aún me cantaba baladas infantiles.

Habíamos tomado la ruta del interior, en vez de seguir a lo largo de la costa, con objeto de pasar por la ciudad donde McMurphy había pasado un más largo v período en su itinerante vida. Descendimos por la ladera de una colina, convencidos de haber perdido el camino… cuando llegamos a un pueblo que abarcaba aproximadamente el doble de extensión que los terrenos del hospital. Cuando nos detuvimos, un viento penetrante había barrido el sol de las calles. McMurphy aparcó el coche junto a unas cañas y señaló con el dedo al otro lado de la carretera.

– Ahí. Es ésa. Parece que hubiera brotado entre los hierbajos… la humilde morada de mis malbaratados años mozos.

Unos árboles deshojados, cada uno rodeado de una pequeña cerca, flanqueaban la calle sumida en la pálida luz de las seis de la tarde, más bien parecía que hubiesen caído sobre la acera cual rayos de madera, resquebrajando el cemento al chocar. Una hilera de estacas de hierro asomaba del suelo frente al patio lleno de hierbajos y detrás de todo eso se alzaba un caserón de madera con un porche, cual desvencijado hombro arrimado contra el viento para no salir rodando como una caja de cartón vacía y detenerse dos manzanas más abajo. El viento traía algunas gotas de lluvia, y observé que la casa tenía los ojos cerrados y en la puerta tintineaba un candado pendiente de una cadena.