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– Siempre estás… ¡ganando!

– ¡Ganando! Maldito imbécil, ¿de qué me acusas? No hago más que cumplir con el trato. Dime qué tiene de malo…

– Habíamos creído que no lo hacías para ganar…

Sentí que empezaba a temblarme la barbilla como me ocurre siempre antes de soltar el llanto, pero no lloré. Me quedé muy tieso, allí, frente a él, con la barbilla temblorosa. Abrió la boca para decir algo y luego se detuvo. Sacó los pulgares de los bolsillos y levantó la mano para apretarse el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como hacen a veces las personas que llevan gafas demasiado apretadas, y cerró los ojos.

– Ganar, Dios mío -exclamó con los ojos cerrados-. Has dicho ganar.

Por eso, supongo que lo que ocurrió esa tarde en las duchas fue sobre todo por mi causa. Y ésa es la razón de que la única forma de reparar un poco mi error fuese hacer lo que hice, sin preocuparme de las argucias ni de la seguridad ni de lo que podía sucederme; y por una vez en la vida no me ocupé más que de lo que era preciso hacer y de hacerlo.

Acabábamos de salir del lavabo cuando aparecieron los tres negros y reunieron a todo el grupo para nuestra ducha especial. El negro bajito avanzaba a gatas a lo largo del zócalo y con una negra mano ganchuda, fría como unas pinzas, desprendía a los tipos que estaban allí apoyados, mientras comentaba que la Gran Enfermera había dicho que se trataba de una limpieza preventiva. Teniendo en cuenta en qué compañía habíamos hecho la excursión, era preciso desinfectarnos antes de que pudiésemos contaminar a todo el hospital.

Nos alineamos desnudos, de cara a las baldosas, y uno de los negros se acercó con un tubo de plástico negro en la mano y nos echó un chorro de un ungüento maloliente, espeso y pegajoso como clara de huevo. Primero en el pelo, luego ¡daos la vuelta y separad las cachas!

Los muchachos se quejaron y empezaron a burlarse de todo el asunto y a hacer bromas mientras procuraban no mirarse unos a otros ni a las máscaras de pizarra que iban recorriendo toda la fila escudándose tras sus tubos, como unos rostros de pesadilla, en negativo, que nos apuntaban con el cañón blando, comprimible, de una escopeta. Se burlaban de los negros con comentarios como: «Eh, Washington, ¿y qué hacéis las restantes dieciséis horas del día?» «Eh, Williams, a ver si consigues averiguar qué tomé para el desayuno.»

Todos reían. Los negros apretaron los dientes sin responder; las cosas eran muy distintas antes de la llegada de ese maldito pelirrojo.

Cuando le tocó el turno a Fredrickson se oyó un ruido tan fuerte que creí que el negro bajito había salido despedido por los aires.

– ¡Escuchad! -exclamó Harding, al tiempo que se ponía una mano detrás de la oreja-. El delicioso canto de un ángel.

Todos rieron a carcajadas y empezaron a gastarse bromas, hasta que el negro avanzó y se detuvo junto al próximo hombre, y de pronto un silencio absoluto reinó en la sala. El siguiente era George. Y en ese instante, interrumpidas ya las risas y las bromas y las quejas, mientras Fredrickson se incorporaba junto a George y empezaba a volverse y un gran negro se disponía a pedirle a George que bajase la cabeza para recibir un chorro del ungüento maloliente, en ese mismo instante, todos nos hicimos una idea bastante clara de lo que ocurriría a continuación, y por qué era inevitable que así fuese, y por qué todos nos habíamos equivocado respecto a McMurphy.

George nunca usaba jabón para ducharse. Ni siquiera aceptaba que otra persona le tendiese una toalla para secarse. Los negros del turno de tarde, que vigilaban las duchas habituales de los martes y los jueves, habían descubierto que resultaba más sencillo dejarle en paz, y no le obligaban a nada. Hacía tiempo que venían procediendo de esta guisa. Todos los negros lo sabían. Pero en este momento todos -incluso George, que retrocedió, mientras movía la cabeza y procuraba protegerse con sus grandes manazas como hojas de roble- comprendimos que ese negro, con la nariz rota y las entrañas amargadas y los dos compañeros que le observaban a distancia, no podía dejar pasar esa oportunidad.

– Ahhh, baja la cabeza, George…

Los muchachos ya se habían vuelto a mirar a McMurphy situado unos dos lugares más allá en la fila.

– Ahhh, vamos, George…

Martini y Sefelt seguían de pie bajo la ducha, sin moverse. A sus pies, el desagüe iba soltando burbujas de aire y agua jabonosa. George se quedó mirando el desagüe un instante, como si le estuviera diciendo algo. Observó el gorgoteo. Miró nuevamente el tubo que la mano negra blandía ante sus ojos: una lenta mucosidad iba fluyendo del agujerito de la punta y se deslizaba sobre los nudillos de hierro fundido. El negro avanzó unos veinticinco centímetros con el tubo y George retrocedió aún más, mientras movía negativamente la cabeza.

– No… no quiero esa cosa.

– Tendrás que usarlo, Rub-a-Dub -dijo el negro, casi como si lo lamentara-. Tendrás que usarlo. No podemos permitir que el lugar se nos llene de bichos, ¿no te parece? ¡Y me parece que debes tener bichos metidos a más de dos centímetros de profundidad!

– ¡No! -clamó George.

– Ahhh, George, no puedes comprenderlo. Son bichos muy, muy diminutos… más pequeños que una cabeza de alfiler. Y, fíjate bien, se agarran de los pelos y empiezan a escarbar, y se meten por dentro, George.

– ¡No tengo bichos! -exclamó George. -Ahhh, voy a decirte una cosa, George: he visto tipos a los que estos bichos llegaron a…

– Basta ya, Washington -intervino McMurphy.

La cicatriz de la nariz del negro parecía un neón retorcido. El negro sabía quién había hablado, pero no se volvió; sólo adivinamos que en realidad le había oído porque dejó de hablar y se llevó un largo dedo gris a la cicatriz que había recibido en un partido de baloncesto. Se frotó un segundo la nariz, luego puso la mano ante los ojos de George y agitó los dedos.

– Mira el bicho, George. ¿Lo ves? ¿Comprendes cómo son los bichos! Seguro que cogiste algún bicho en esa barca de pesca. No podemos permitir que los bichos empiecen a agujerearte, ¿no te parece, George?

– ¡No tengo bichos! -chilló George-. ¡No!

Se incorporó y levantó las cejas lo suficiente para dejarnos ver sus ojos. El negro retrocedió un poco. Los otros dos se burlaban de él.

– ¿Algún problema, amigo Washington? -preguntó el más alto-. ¿Alguna traba en esa parte de la operación, amigo?

El negro volvió a adelantarse.

– George, ¡te he dicho que te agaches! O te agachas y te dejas poner esta pasta… ¡o te pongo la mano encima! -volvió a exhibirla, grande y negra como un pantano-. ¡Te pasaré esta mano!, ¡negra!, ¡asquerosa!, ¡hedionda!, ¡por todo el cuerpo!

– ¡No quiero la mano! -dijo George y alzó el puño como si se dispusiera a aplastar el cráneo de pizarra, a hacerlo trizas y dejar que se esparcieran por el suelo los tornillos, las tuercas y las ruedas dentadas. Pero el negro, sin inmutarse, apoyó el tubo contra el ombligo de George y apretó, y George se dobló jadeante. El negro le echó un chorro en el enmarañado cabello blanco, luego lo hizo penetrar con la mano, tiñéndole toda la cabeza con el negro de su piel. George se apretó el vientre con ambas manos y aulló:

– ¡No! ¡No!

– Ahora vuélvete, George… -He dicho basta, amigo.

Esta vez, el tono de su voz obligó al negro a volverse y mirarlo cara a cara. Vi que el negro sonreía ante la desnudez de McMurphy: ni gorra ni botas ni bolsillos donde meter los pulgares. El negro hizo una mueca y le miró de arriba abajo.

– McMurphy -dijo, al tiempo que movía la cabeza-. Ahora que empezaba a pensar que nunca conseguiríamos atraparte.