– Maldito imbécil -masculló McMurphy, en un tono que, según cómo, parecía más de fastidio que de ira.
El negro no dijo nada. McMurphy subió la voz.
– ¡Maldito negro asqueroso!
El negro movió la cabeza y soltó una risita dirigida a sus compañeros.
– ¿Qué creéis que pretende McMurphy con esto? ¿Deseará tal vez que yo tome la iniciativa? Je-je-je-je. ¿No sabe que estamos preparados para recibir los terribles insultos de estos locos?
– ¡Marica! Washington, no eres más que…
Washington le había vuelto la espalda y estaba mirando nuevamente a George. Éste seguía doblado en dos, jadeante bajo el impacto del chorro de ungüento en el vientre. El negro le agarró el brazo y le puso bruscamente de cara a la pared.
– Vamos, George, abre las piernas.
– ¡No-o-o!
– Washington -dijo McMurphy. Respiró profundamente, avanzó hacia el negro y de un manotazo le apartó de George-. Washington, tú lo has querido…
Todos percibimos el desamparado, acorralado, tono de desesperación con que habló McMurphy.
– McMurphy, me estás obligando a defenderme. ¿No opináis lo mismo, amigos?
Los otros dos asintieron. Depositó cuidadosamente el tubo en el banco junto a George, se volvió blandiendo el puño, todo en un mismo gesto, y golpeó a McMurphy en la mejilla por sorpresa. McMurphy casi cayó al suelo. Retrocedió tambaleante sobre la fila de hombres desnudos y los chicos lo cogieron y lo empujaron nuevamente hacia el sonriente rostro de pizarra. Antes de que consiguiera hacerse a la idea de que, por fin, la cosa ya estaba desencadenada y que ahora ya no le quedaba más que intentar sacarle el máximo partido, recibió un segundo golpe, esta vez en el cuello. En la próxima embestida paró el golpe y cogió al negro por el puño mientras se despejaba la cabeza de una sacudida.
Se balancearon así un segundo, jadeando al mismo ritmo que el desagüe; luego, McMurphy apartó al negro de un empujón y se puso en cuclillas, se protegió la mandíbula con los hombros y blandió los puños a ambos lados de la cabeza, dando vueltas en torno al otro.
La ordenada y silenciosa fila de hombres desnudos se transformó en un círculo de gritos, los miembros y los cuerpos se entrelazaron en un anillo de carne humana.
Los brazos negros embistieron contra la cabeza pelirroja agachada y contra el cuello de toro e hicieron saltar sangre de la ceja y la mejilla. El negro se apartó dando saltos. Era más alto, sus brazos eran más largos que los gruesos brazos rojos de McMurphy, sus puños más rápidos y penetrantes y conseguía machacarle la cabeza y los hombros sin necesidad de acercarse demasiado. McMurphy siguió avanzando -trabajosos pasos de los pies planos, la cabeza gacha que apenas asomaba entre los puños tatuados- hasta conseguir acorralar al negro contra el círculo de hombres desnudos, y entonces le lanzó un puñetazo al centro del blanco pecho almidonado. El rostro de pizarra se hendió dejando ver la cavidad sonrosada y una lengua color helado de fresa lamió los labios. Hizo un quite al potente ataque de McMurphy y consiguió meterle un par de golpes antes de que el puño le alcanzase de lleno otra vez. La boca se abrió aún más que antes, como una mancha de un color nauseabundo.
McMurphy estaba lleno de señales rojas en la cabeza y los hombros, pero no parecía muy lastimado. Seguía atacando, recibiendo diez golpes por cada uno que conseguía colocar. Así continuó la pelea, arriba y abajo por toda la sala de duchas, hasta que el negro empezó a jadear y a tambalearse y a concentrar sus esfuerzos en esquivar los rojos brazos que seguían martilleando. Los chicos le gritaban a McMurphy que lo tumbase. McMurphy no se precipitó.
El negro salió dando tumbos bajo el impacto de un golpe en el hombro y lanzó una rápida mirada de soslayo a los otros dos que le observaban.
– ¡Williams… Warren… malditos!
El otro negro alto empezó a apartar a la gente y agarró los brazos de McMurphy por detrás. El se lo sacudió de encima, como si fuese un toro sacudiéndose un mono, pero el negro, volvió a la carga en el acto.
Así que fui y lo cogí y lo lancé bajo la ducha. Estaba lleno de tubos; no pesaría más de siete o diez kilos.
El negro bajito balanceó la cabeza de un lado a otro, dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Cuando estaba mirando cómo desaparecía, el otro salió de la ducha y me hizo una llave -introdujo los brazos bajo los míos, por detrás, y enlazó las manos en mi nuca y tuve que correr de espaldas hacia la ducha y aplastarlo contra las baldosas, y mientras estaba ahí tendido bajo el chorro e intentaba ver cómo McMurphy le rompía unas cuantas costillas más a Washington, el que tenía colgado detrás empezó a morderme el cuello y tuve que zafarme de él. Entonces se quedó quieto, mientras el almidón del uniforme se iba disolviendo y desaparecía por el desagüe gorgoteante.
Cuando, por fin, regresó el negro bajito con correas, camisas de fuerza, mantas y cuatro auxiliares más de la galería de Perturbados, todo el mundo se estaba vistiendo y nos estrechaba la mano a McMurphy y a mí, comentando que ya se lo habían ganado hacía tiempo y qué pelea más fantástica, qué victoria más rotunda. Y siguieron hablando de este modo, para animarnos y para que nos sintiéramos mejor, siguieron diciendo qué pelea, qué victoria… mientras la Gran Enfermera ayudaba a los de Perturbados a sujetarnos las blandas manillas de cuero a las muñecas.
En la sala de Perturbados se oye continuamente un eterno traqueteo de sala de máquinas muy agudo, como un taller de la cárcel en el que prensan matrículas de coche. Y el tiempo se contabiliza en base al di-doc, di-doc de una mesa de ping-pong. En su recorrido personal, los hombres llegan hasta una pared, hincan un hombro, dan media vuelta y reanudan el recorrido hasta otra pared, hincan un hombro, dan media vuelta y siguen su camino, a cortos pasos rápidos, van gastando las baldosas del suelo dejando roderas que se entrecruzan, con una mirada de sed enjaulada en los ojos. Hay un olor a chamuscado de hombres enloquecidos de terror y fuera de todo control, y en los rincones y bajo la mesa de ping-pong se agazapan criaturas que rechinan los dientes y a los que los médicos y las enfermeras no pueden ver y los ayudantes no pueden matar con desinfectante. Cuando se abrió la puerta de la galería sentí ese olor a chamuscado y oí el rechinar de dientes.
Cuando McMurphy y yo llegamos acompañados de los enfermeros, junto a la puerta nos acogió un viejo, alto y huesudo, colgado de un alambre que le habían introducido entre los omóplatos. Nos examinó con unos ojos amarillos, escamosos, y meneó la cabeza.
– Yo me lavo las manos en este asunto -le dijo a uno de los enfermeros negros, y el alambre empezó a arrastrarlo pasillo abajo.
Le seguimos hasta la sala de estar, y McMurphy se detuvo junto a la puerta, separó las piernas e irguió la cabeza para echar un vistazo; intentó meterse los pulgares en los bolsillos, pero las manillas estaban demasiado apretadas.
– Todo un panorama -masculló entre dientes.
Hice una señal de asentimiento. Ya había visto todo eso en anteriores ocasiones.
Un par de tipos que se paseaban arriba y abajo se detuvieron a mirarnos un momento y el viejo huesudo volvió a arrastrarse hasta nosotros y se lavó las manos de todo el asunto. Al principio nadie nos prestó mucha atención. Los enfermeros se dirigieron a la Casilla de las Enfermeras y nos dejaron allí, de pie junto a la puerta de la sala de estar. A McMurphy se le había hinchado el ojo en un guiño permanente y comprendí que le dolían los labios al sonreír. Levantó las manos esposadas, se quedó mirando el movimiento traqueteante y suspiró profundamente:
– Me llamo McMurphy, amigos -dijo arrastrando las palabras como un vaquero de película-, y quiero saber quién es el guapo que dirige las partidas de póquer en este local.
El reloj de ping-pong se detuvo después de un rápido tictaqueo sobre el suelo.