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– No soy muy bueno para el «veintiuno», así atado, pero juro que soy un as para el póquer.

Bostezó, levantó un hombro, se agachó, carraspeó y escupió algo en una papelera metálica a unos dos metros de distancia; la papelera tintineó con un ting y él volvió a incorporarse, sonrió y se pasó la lengua por el hueco sanguinolento que le habían dejado entre los dientes.

– Tuvimos un altercado ahí abajo. Yo y el Jefe, aquí, tuvimos un encontronazo con dos monos grasientos.

A esas alturas ya se había acallado todo el alboroto del taller de prensado y todo el mundo había levantado los ojos para contemplarnos a los dos, allí en la puerta. McMurphy atraía las miradas como un pregonero de feria. De pie a su lado, descubrí que no me quedaba más remedio que exponerme también a esas miradas, y al ver que me observaban sentí la necesidad de erguirme, tan tieso y alto como pude. Ello me provocó una punzada de dolor en la espalda, donde me había golpeado al caer en la ducha con el negro encima, pero no aflojé. Se me acercó un mirón hambriento con una mata de hirsuto pelo negro y me tendió la mano como si esperase que le diera algo. Intenté ignorarlo, pero hacia dondequiera que volviese la mirada, seguía saltándome por delante como un niño, con la mano ahuecada tendida hacia mí.

McMurphy estuvo hablando un rato de la pelea y la espalda empezó a dolerme más y más; había pasado tanto tiempo agazapado en mi silla en el rincón que me resultaba difícil mantenerme erguido mucho rato seguido. Me alegré cuando vino una enfermera japonesa bajita y nos condujo a la Casilla de las Enfermeras donde tuve oportunidad de sentarme y descansar.

Nos preguntó si ya nos habíamos tranquilizado lo suficiente para que pudiera quitarnos las manillas y McMurphy asintió. Se había hundido en la silla con la cabeza gacha y los codos entre las rodillas y se le veía completamente exhausto; no se me había ocurrido pensar que a él le costaba tanto trabajo mantenerse erguido como a mí.

La enfermera -no más grande que el extremo más delgado de la nada afilado en una punta muy fina, según comentaría después McMurphy- nos desató las manillas y a McMurphy le dio un cigarrillo y a mí un chicle. Dijo que recordaba que me gustaba el chicle. Yo no la recordaba en absoluto. McMurphy empezó a fumar mientras ella hundía la mano llena de sonrosadas velitas de cumpleaños en un frasco de ungüento e iba curando sus heridas, estremeciéndose cada vez que él se estremecía y pidiéndole excusas. Le cogió una mano entre las suyas, la volvió y le untó los nudillos.

– ¿Quién fue? -preguntó, mientras observaba los nudillos-. ¿Washington o Warren?

McMurphy levantó los ojos para mirarla.

– Washington -respondió con una sonrisa-. El Jefe, aquí, se ocupó de Warren.

Ella dejó la mano y se volvió hacia mí. Pude ver los diminutos huesecillos de pájaro de su rostro.

– ¿Te duele algo?

Moví la cabeza.

– ¿Y qué fue de Warren y Williams?

McMurphy le dijo que seguramente lucirían algo de yeso la próxima vez que los viera. Ella asintió y bajó la vista.

– No todo es igual que la galería de ella -dijo-. Muchas cosas se parecen, pero no todo. Enfermeras militares que intentan dirigir un hospital militar. Ellas mismas están un poco enfermas. A veces pienso que todas las enfermeras solteras deberían ser despedidas al cumplir los treinta y cinco.

– Al menos todas las enfermeras militares solteras -añadió McMurphy. Preguntó durante cuánto tiempo podríamos gozar del placer de su hospitalidad.

– Me temo que no mucho.

– ¿Teme que no mucho? -le preguntó McMurphy.

– Sí. A veces preferiría retener a los hombres aquí en vez de devolverlos, pero ella tiene prioridad. No, lo más probable es que no estén mucho… quiero decir… como están ahora.

En la galería de Perturbados todas las camas desafinan, están demasiado tensas o demasiado flojas. Nos dieron camas vecinas. No me ataron una sábana de través, aunque me dejaron una mortecina lucecita encendida junto a la cama. A media noche alguien gritó: «¡Indio, estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, mírame!» Abrí los ojos y vi dos hileras de largos dientes amarillos que relucían muy cerca de mis ojos. Era el tipo de aspecto hambriento. «¡Estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, por favor!»

Los enfermeros le cogieron por detrás, entre dos, y se lo llevaron mientras seguía riendo y gritando: «¡Estoy dando vueltas, indio!» y luego… sólo risas. Siguió repitiendo lo mismo y riendo por el pasillo hasta que por fin volvió a hacerse el silencio en el dormitorio y entonces pude oír a otro tipo que decía: «Bueno… yo me lavo las manos en este asunto.»

– Alguien te ha hecho una visita, Jefe -me susurró McMurphy y se dio la vuelta para seguir durmiendo.

Yo no pude dormir mucho el resto de la noche y no podía dejar de ver los dientes amarillos y el rostro del tipo hambriento que me suplicaba: ¡Mírame! ¡Mírame! Y, al final, cuando conseguí dormirme, ya sólo suplicaba. Aquel rostro, todo amarillo, hambrienta carencia, aparecía ante mis ojos en la oscuridad, en busca de cosas… pidiendo cosas. Me pregunté cómo se las arreglaba McMurphy para dormir, acosado por un centenar de rostros como ése, o tal vez doscientos, o un millar.

En la sala de Perturbados tienen un timbre para despertar a los pacientes. No van y encienden directamente las luces como abajo. El timbre suena como un gigantesco sacapuntas afilando algo horrible. McMurphy y yo nos incorporamos de un salto al oírlo, y estábamos a punto de tendernos otra vez, cuando un altavoz ordenó que los dos nos dirigiéramos a la Casilla de las Enfermeras. Bajé de la cama y la espalda se me había entumecido tanto durante la noche que casi no podía agacharme; por la manera de moverse, comprendí que McMurphy estaba tan envarado como yo.

– ¿Qué nos tendrán preparado ahora, Jefe? -me preguntó-. ¿La bota de hierro? ¿El potro? Espero que no sea nada demasiado fatigoso, porque, la verdad, ¡estoy molido!

Le dije que no era fatigoso, pero no añadí nada más, porque yo mismo no estuve completamente seguro hasta que llegamos a la Casilla de las Enfermeras y la enfermera, otra distinta, dijo:

– ¿Señor McMurphy, señor Bromden? -y nos tendió un vasito de papel a cada uno.

Miré el mío, y dentro había tres de aquellas cápsulas rojas.

Esta cosa me zumba en la cabeza y no puedo pararla.

– Un momento -dice McMurphy-. Son esas pastillas que atontan, ¿verdad?

La enfermera asiente y vuelve la cabeza para mirar atrás; dos tipos esperan allí con pinzas para el hielo, inclinados hacia delante con los codos entrelazados.

McMurphy le devuelve el vasito y dice:

– No señor, señora, prefiero que no me venden los ojos. Aunque no me vendría mal un cigarrillo.

Yo también devuelvo las mías y ella dice que tiene que telefonear y cruzar la puerta de cristal por entre nosotros y antes de que nadie pueda decir ni una palabra más, ya está al teléfono.

– Lamentaría haberte metido en un lío, Jefe -dice McMurphy, y casi no puedo oírle por el ruido de los hilos telefónicos que silban en las paredes. Siento que las ideas se precipitan asustadas montaña abajo en mi cabeza.

Estamos sentados en la sala de estar, rodeados de todo ese círculo de rostros, cuando por la puerta aparece la Gran Enfermera en persona, con un negro grandote a cada lado, a un paso de distancia. Procuro encogerme en mi silla, apartarme de ella, pero es demasiado tarde. Demasiada gente me está mirando; sus ojos pegajosos me retienen sentado donde estoy.

– Buenos días -dice; ha recuperado su antigua sonrisa.

McMurphy dice buenos días y yo no me muevo, aunque también me da los buenos días, en voz muy alta. Estoy observando a los negros; uno luce un esparadrapo en la nariz y el brazo en cabestrillo, una mano gris cuelga de la tela como una araña ahogada, y el otro se mueve como si llevara enyesadas las costillas. Los dos sonreían un poco. Muy probablemente podrían haberse quedado en casa con sus males, pero no se hubieran perdido esto por nada. Les devuelvo la sonrisa; para que se enteren.