Me levanté, lentamente, con la espalda entumecida. Las almohadas blancas que había en el suelo del Cuarto de Aislamiento estaban empapadas pues me había meado sobre ellas mientras estaba inconsciente. Aún era incapaz de recordarlo todo, pero me froté los ojos con las palmas de las manos e intenté aclararme las ideas. Me esforcé en conseguirlo. Era la primera vez que hacía un esfuerzo por recuperarme.
Avancé dando traspiés hasta la redonda ventanilla enrejada de la puerta de la habitación y la golpeé con los nudillos. Vi a un enfermero que se acercaba por el pasillo con una bandeja para mí y comprendí que esta vez los había derrotado.
Algunas veces me había pasado hasta dos semanas deambulando aturdido después de un tratamiento de choc, sumergido en esa bruma borrosa, confusa, que tanto se parece al final deshilvanado del sueño, esa zona grisácea entre la luz y la oscuridad, o entre el dormir y el caminar o el vivir o el morir, cuando sabemos que ya no estamos inconscientes pero aún no logramos discernir qué día es ni quiénes somos ni de qué sirve volver a todo eso… dos semanas así. Si uno no tiene un motivo que le impulse a despertarse puede pasarse largo tiempo vagabundeando por esa zona gris, pero descubrí, que si de verdad se desea, es posible salir inmediatamente de ella con un esfuerzo. En esta ocasión luché y conseguí salir en menos de un día, menos que nunca.
Y cuando por fin se disipó la niebla en mi cabeza, me produjo la misma impresión que si acabara de emerger de una larga, profunda zambullida, como si hubiera rasgado la superficie del agua después de permanecer sumergido durante un siglo. Fue el último tratamiento que me aplicaron.
A McMurphy le aplicaron tres electrochocs más esa semana. En cuanto comenzaba a emerger de uno, en cuanto recuperaba su guiño, aparecía la señorita Ratched con el doctor y le preguntaban si estaba dispuesto a mostrarse sensato, enfrentarse con su problema y regresar a la galería para un tratamiento. Y él se hinchaba, consciente de que todos los rostros de la galería de Perturbados estaban pendientes de sus palabras, y esperaba, y le decía a la enfermera que lamentaba no tener más que una vida que ofrecer a su país y que ni besándole el culo conseguiría hacerle abandonar el maldito buque. ¡Noo!
Luego se ponía en pie y hacía un par de reverencias en dirección a los muchachos que le sonreían, mientras la enfermera acompañaba al doctor a la casilla para telefonear al Edificio Principal autorizando un nuevo tratamiento.
Una vez, cuando la enfermera se disponía a marcharse, la agarró por detrás y le dio un pellizco que tino su rostro de un rojo tan intenso como el cabello de McMurphy. Creo que de no haber estado presente el doctor, sonriendo también para sus adentros, la enfermera le habría dado un bofetón.
Intenté convencerle de que le siguiera la corriente para escapar a los electrochocs, pero se limitó a reír y me dijo: Qué diablos, si sólo le recargaban la batería, y gratis.
– Cuando salga de aquí, la primera mujer que se enfrente con McMurphy el Rojo, el psicópata de diez mil watios, se encenderá como una máquina tragaperras y escupirá dólares de plata. No, no me asusta su ridículo cargador de batería.
Insistía en que no le hacía daño. Incluso se negaba a tomar sus cápsulas. Cada vez que el altavoz anunciaba que no debía desayunar y que comenzara a prepararse para ir al Edificio Número Uno, se le contraían los músculos de la quijada, se le iba el color de la cara y adquiría una expresión débil y asustada: el mismo rostro que había visto reflejado en el parabrisas cuando regresábamos de la costa.
Dejé la galería de Perturbados para regresar a la nuestra al cabo de una semana. Quería decirle un montón de cosas antes de partir, pero acababa de regresar de la sala de chocs y estaba sentado con los ojos fijos en la pelota de ping-pong como si los tuviera conectados a ella con un alambre. El enfermero de color y el rubio me llevaron abajo, me condujeron hasta nuestra galería y echaron la llave tras de mí. La galería me pareció terriblemente silenciosa después de la de Perturbados. Entré en la sala de estar y, por algún motivo, me detuve en la puerta; todos se volvieron hacia mí con una mirada distinta de las que solían echarme antes. Sus rostros se iluminaron como si estuvieran contemplando las luces de un escenario de feria.
– Y aquí, ante sus ojos -voceó Harding-, ¡…el salvaje que le rompió el brazo… al negro! Mírenlo bien.
Les devolví la sonrisa, mientras pensaba en cómo se debió sentir McMurphy todos aquellos meses con esas caras chillonas mirándole de ese modo.
Todos los chicos se acercaron y querían que les explicase todo lo ocurrido; ¿qué tal se las estaba arreglando él allí arriba? ¿Qué hacía? ¿Era cierto lo que se murmuraba en el gimnasio, que le habían estado sometiendo a tratamientos diarios de electrochoc y que le resbalaban como si fuesen agua, que se dedicaba a hacer apuestas con los técnicos a ver cuánto rato conseguiría mantener abiertos los ojos después de que le tocasen los polos?
Les expliqué todo lo que sabía y nadie pareció darle importancia al hecho de que de pronto estuviera hablando con la gente… un tipo al que habían dado por sordomudo desde que le conocían y ahora hablaba y escuchaba como todo el mundo. Les dije que todo lo que habían oído era cierto y añadí un par de anécdotas de mi propia cosecha. Rieron tanto al oír algunas de las cosas que le había dicho a la enfermera que los dos Vegetales también sonrieron bajo sus sábanas húmedas, en el lado de los Crónicos, y se unieron a las risas, como si pudieran comprenderlo.
Cuando la enfermera en la reunión de grupo del día siguiente trajo a colación el tema del paciente McMurphy y comentó que, por algún motivo fuera de lo corriente, no parecía responder en absoluto al tratamiento de electrochoc y que tal vez fuera preciso recurrir a medios más drásticos para conseguir establecer contacto con él, Harding dijo:
– Es posible que tenga razón, señorita Ratched, sí… pero por lo que me han contado de sus relaciones con McMurphy ahí arriba, no ha tenido ningún problema para establecer contacto con usted.
Quedó tan desconcertada y confundida al advertir que todos se estaban burlando de ella, que no volvió a mencionar el asunto.
Comprendió que McMurphy se había crecido más que nunca desde que estaba allí arriba, donde los chicos no podían ver la mella que estaban haciendo en él, que estaba empezando a convertirse casi en una leyenda. Es imposible descubrir las flaquezas de un hombre al que no se ve, decidió, y comenzó a urdir planes para volverle a traer a nuestra galería. Suponía que entonces los hombres podrían ver con sus propios ojos que McMurphy podía ser tan vulnerable como cualquier otro. No podría continuar representando su papel de héroe mientras permaneciera todo el día sentado en la sala de estar, sumido en el estupor del choc.
Los muchachos lo previeron y también comprendieron que, mientras lo tuviera en la galería expuesto a sus miradas, la enfermera le aplicaría un electrochoc en cuanto consiguiera recuperarse del anterior. En vista de lo cual, Harding, Scanlon, Fredrickson y yo discutimos la manera de convencerle de que lo mejor para todos sería que huyese del hospital. Y el sábado, cuando lo devolvieron a la galería -entró en la sala de estar como un boxeador en el ring, con las manos unidas sobre la cabeza y anunciando que había vuelto el campeón- ya teníamos trazado nuestro plan. Esperaríamos a que anocheciera, le prenderíamos fuego a un colchón y, cuando vinieran los bomberos, le haríamos salir rápidamente por la puerta. Parecía un plan tan estupendo que no veíamos cómo podría negarse.
Pero no habíamos pensado en que ése era el día en que había quedado en que haría entrar a la chica, Candy, para una entrevista secreta con Billy.