– Ah, vamos, M-M-Mac -dijo Billy.
El señor Turkle asentía y bamboleaba la cabeza, como si estuviera medio dormido. Cuando McMurphy dijo: -Supongo que eso es más o menos todo-, el señor Turkle replicó: -No… no del todo-, y se quedó sonriendo, con los ojos fijos en su blanco uniforme y la calva cabeza amarillenta flotando en el extremo del cuello, como un globo atado a un palito.
– Vamos, Turkle. No se arrepentirá. Traerá un par de botellas.
– Eso, eso -dijo el señor Turkle.
Su cabeza se balanceaba de un lado a otro. Parecía costarle un gran esfuerzo mantenerse despierto. Había oído decir que tenía otro empleo durante el día, en un hipódromo. McMurphy se volvió hacia Billy.
– Turkle quiere sacarse algo más, Billy. ¿Cuánto pagarías por no perderte tu pastel?
Antes de que Billy consiguiera dejar de tartamudear para responder, el señor Turkle meneó la cabeza.
– No es eso. No quiero dinero. Esa preciosidad traerá algo más que una botella ¿no es verdad? Vosotros os partiréis algo más que una botella ¿no?
Lanzó una sonrisa a los rostros que le rodeaban.
Billy casi explotó en su esfuerzo por tartamudear algo de que no Candy, ¡no su chica! McMurphy se lo llevó a un lado y le dijo que no debía preocuparse por la castidad de su chica… lo más probable era que para cuando Billy acabase ese viejo tonto estaría tan borracho y dormido que no conseguiría meter una zanahoria en un barreño.
La chica se retrasó otra vez. Nos sentamos en la sala de estar, en bata, y escuchamos cómo McMurphy y el señor Turkle contaban anécdotas del Ejército mientras se pasaban un cigarrillo del señor Turkle, que fumaba de un modo curioso, reteniendo el humo hasta que se le saltaban los ojos. En cierto momento, Harding preguntó qué clase de cigarrillo era ése con un olor tan provocativo y el señor Turkle dijo en voz alta procurando retener el humo:
– Sólo un cigarrillo cualquiera. Ji, ji, sí. ¿Quieres probar un poco?
Billy empezaba a ponerse nervioso, temeroso de que tal vez la chica no se presentase, temeroso de que pudiera presentarse. No paraba de preguntarnos por qué no nos íbamos a acostar en vez de quedarnos sentados en la oscuridad como perros al acecho de algún resto de comida de la cocina, y nosotros sólo le sonreíamos. Nadie tenía ganas de acostarse; no hacía nada de frío y resultaba agradable relajarse en la penumbra y escuchar los relatos de McMurphy y el señor Turkle. Nadie parecía tener sueño y ni siquiera parecía preocuparnos que ya fuesen más de las dos y la chica aún no hubiera aparecido. Turkle sugirió que tal vez se estaba retrasando tanto porque la galería estaba tan oscura que no lograba distinguir cuál era, y McMurphy dijo que era evidente, así que los dos empezaron a recorrer los pasillos y encendieron todas las luces del lugar, incluso estaban a punto de encender las grandes luces del dormitorio, que hacen las veces de despertador, cuando Harding les explicó que eso sólo conseguiría despertar a los demás, que luego querrían compartirlo todo. Aceptaron este argumento y en vez de ello encendieron todas las luces del despacho del doctor.
Apenas habían terminado de iluminar la galería como si fuese pleno día cuando se oyó un golpecito en la ventana. McMurphy acudió corriendo y apretó la cara contra el cristal, protegiéndose los ojos con las manos para poder ver. Se apartó y nos sonrió.
– Está preciosa, en la oscuridad -dijo. Cogió a Billy por la muñeca y lo arrastró hacia la ventana-. Déjela entrar, Turkle. Deje que este semental embravecido se lance sobre ella.
– Un momento, McM-M-M-M-M-Murphy, espera.
Billy se resistía como una mula.
– Nada de mamamamamurphys, Billy. Es demasiado tarde para echarse atrás. Tendrás que apechugar. ¿Sabes una cosa? Te apuesto cinco dólares a que dejas pasmada a esa mujer; ¿conforme? Abra la ventana, Turkle.
Dos chicas aparecieron en la oscuridad, Candy y la otra que no se había presentado el día de la excursión.
– Caramba -exclamó Turkle, mientras las ayudaba a saltar -habrá bastante para todos.
Todos queríamos echarles una mano: tuvieron que levantarse hasta arriba las faldas estrechas, para poder saltar por la ventana. Candy dijo: -Maldito McMurphy- y se lanzó a abrazarle con tanta fuerza que casi rompió las botellas que sostenía en las manos. Agitaba mucho las manos y el pelo empezaba a desprendérsele del moño que lucía en lo alto de la cabeza. Pensé que estaba mejor con la cola de caballo que llevaba el día de la excursión. Apuntó la botella en dirección a la otra chica que en ese momento entraba por la ventana.
– También ha venido Sandy. Acaba de dejar plantado a ese maníaco de Beaverton con quien se casó; ¿no es increíble?
La chica saltó de la ventana y besó a McMurphy y dijo: -Hola, Mac. Siento haberte dejado plantado. Pero eso ya pasó. Llega un momento en que una se harta de bromitas de ratoncitos blancos en la almohada y gusanos en la crema de belleza y ranas en los sostenes-. Movió la cabeza y se pasó la mano por los ojos como si quisiera borrar el recuerdo del amigo de los animales. -Jesús, qué maníaco.
Las dos llevaban falda y jersey y medias de nylon y los pies descalzos, las dos tenían las mejillas encendidas y se reían.
– Tuvimos que pararnos a preguntar el camino miles de veces -explicó Candy-, en cada bar que encontrábamos.
Sandy nos fue mirando uno por uno con los ojos muy abiertos.
– Huuy, Candy, ¿estamos dentro? ¿Será verdad? ¿Estamos en un manicomio? ¡Vaya!
Era más alta que Candy y debía tener unos cinco años más, y había intentado peinar su cabello color bayo en un artístico moño en la nuca, pero algunas mechas se habían desprendido y le enmarcaban los anchos pómulos de niña criada con leche y parecía más bien una vaqueriza que intentase dárselas de gran dama. Tenía los hombros, los senos y las caderas demasiado anchos y su sonrisa era demasiado franca y abierta para poder considerarla hermosa, pero era bonita, se la veía sana y llevaba colgada de un largo dedo el asa de una garrafa de vino tinto que balanceaba como si fuese un bolso.
– Candy, ¿cómo, cómo, cómo es posible que nos ocurran estas cosas?
Echó una segunda mirada general, y luego se detuvo con los pies descalzos muy separados, y soltó una risita.
– Estas cosas no ocurren -explicó solemnemente Harding, dirigiéndose a la chica-. Estas cosas son fantasías que uno imagina cuando yace despierto por las noches y luego no se atreve a contárselas al analista. En realidad no estás aquí. Este vino no es verdadero; nada de todo esto existe. Ahora, ya podemos empezar.
– Hola, Billy -dijo Candy.
– Fijaos en eso -dijo Turkle.
Candy le tendió desmañadamente una botella a Billy.
– Te he traído un regalo.
– ¡Estas cosas son fantasías como las del Thorne Smith [9]! -declaró Harding.
– ¡Cielos! -exclamó la chica llamada Sandy-. ¿Dónde nos hemos metido?
– Sssst -dijo Scanlon y miró preocupado a su alrededor-. Despertará a todos los demás, si habla tan alto.
– ¿Qué te pasa, tacaño? -dijo Sandy burlona, mientras reanudaba otra vez su inspección-. ¿Tienes miedo de que no haya bastante para todos?