Выбрать главу

– Creo que debería ir a ver si puede hablar con él. Necesita mucha comprensión. Está en un estado lastimoso.

El doctor bajó la cabeza y se alejó en dirección a su despacho. Lo seguimos con la mirada.

– Mac -dijo Scanlon-. Oye… no creerás que ninguno de nosotros se ha tragado esas estupideces, ¿verdad? Es una lástima, pero todos sabemos quién tiene la culpa… no te culpamos a ti.

– No -dije-, ninguno de nosotros te culpa. -Y hubiera querido que me arrancaran la lengua en cuanto advertí el modo como me miró. Cerró los ojos y se relajó. Como si esperara algo, eso parecía. Harding se levantó y se le acercó, y acababa de abrir la boca para decir algo, cuando el grito del doctor, al otro extremo del pasillo, llenó todos los rostros de horror y súbita clarividencia.

– ¡Enfermera! -gritó el doctor-. ¡Cielos, enfermera!

Ella corrió, y los tres negros corrieron, pasillo abajo, hacia donde el doctor gritaba. Pero ni un paciente se levantó. Sabíamos que ya no podíamos hacer nada excepto quedarnos quietos y esperar que ella regresara a la sala de estar para comunicarnos lo que todos de antemano ya sabíamos que tenía que suceder, irremediablemente.

Ella se fue derecha hacia McMurphy.

– Se ha cortado la garganta -dijo. Esperó que él dijera algo. McMurphy no levantó los ojos-. Abrió el escritorio del doctor, encontró unos instrumentos y se cortó la garganta. El pobre desgraciado, incomprendido muchacho se ha suicidado. Está ahí, en la silla del doctor, degollado.

Esperó de nuevo. Pero él seguía sin levantar los ojos.

– Primero Charles Cheswick y ahora ¡William Bibbit! Supongo que por fin estará satisfecho. Jugando con vidas humanas -arriesgando vidas humanas- ¡como si se creyera Dios!

Dio media vuelta, se dirigió a la Casilla de las Enfermeras y cerró la puerta tras ella, y en el aire quedó flotando un agudo, estremecedor sonido que rebotó en los tubos de neón sobre nuestras cabezas.

Por un momento me cruzó por la mente la idea de intentar detenerlo, de convencerlo de que se contentara con lo ya ganado y la dejara vencer en el último asalto, pero otra idea, más poderosa, anuló por completo la primera. De pronto comprendí con meridiana claridad que ni yo ni ninguno de nosotros diez podría detenerlo. Que ni las buenas palabras de Harding, ni mi mano agarrándolo por detrás, ni las sentencias del viejo coronel Matterson, ni los tirones de Scanlon, ni todos nosotros juntos podríamos hacerle frente y detenerlo.

No podíamos detenerlo porque éramos nosotros quienes le empujábamos a hacerlo. No era la enfermera quien le obligaba, era nuestra necesidad que le impelía a levantarse lentamente del asiento, que le empujaba, le hacía ponerse en pie y quedarse allí, como uno de esos autómatas de las películas, obedeciendo las órdenes que le transmitían cuarenta amos. Nosotros lo habíamos hecho seguir en la liza durante semanas, lo habíamos mantenido en pie mucho después de que sus pies y sus piernas ya hubieran cedido, semanas de obligarle a guiñar y sonreír y reír y continuar su comedia, mucho después de que su humor estuviera agostado entre dos electrodos.

Lo vimos ponerse de pie, subirse los calzones negros a modo de mandil de cuero, y ladearse la gorra como si fuera un gran sombrero vaquero, con gestos lentos, mecánicos; y cuando cruzó la sala, se oyó claramente el rechinar del hierro de sus talones descalzos sobre las baldosas.

Sólo al final -después de que derribara la puerta de cristal de un golpe, y ella agitara salvajemente el rostro y el terror destruyera para siempre cualquier otra expresión que pudiera intentar adoptar en el futuro, y lanzara un chillido cuando él la agarró y le desgarró el uniforme de arriba abajo por delante, y lanzara otro chillido cuando los dos círculos con los pezones salieron proyectados de su pecho y comenzaron a hincharse, hincharse, mucho más de lo que nadie nunca había podido imaginar, cálidos y sonrosados bajo la luz- sólo al final, después de que los funcionarios comprendieran que los tres negros no harían nada excepto quedarse allí mirando y que ellos tendrían que reducirlo sin su ayuda, y los doctores, supervisoras y enfermeras desprendieran los gruesos dedos rojos de la blanca carne de la garganta de la enfermera, cual si fueran sus vértebras cervicales, y lo apartaran de ella con un ruidoso jadeo simultáneo, sólo entonces dio señales de que tal vez podría ser algo más que un hombre sano, voluntarioso y cabezota, empeñado en realizar un dura tarea que debía concluirse, le gustase o no.

Por fin cayó de espaldas y pudimos ver un momento su rostro antes de que se le echaran encima un montón de uniformes blancos, y gritó a todo pulmón.

Un grito de animal acorralado lleno de miedo, odio, derrota y desafío, un grito que, si han seguido alguna vez el rastro de un mapache, un puma o un lince, es como el último sonido que emite el animal acorralado, herido y caído cuando le atrapan los perros, cuando por fin ya no le importa nada excepto él mismo y su muerte.

Aún me quedé un par de semanas para ver qué ocurría. Todo cambió. Sefelt y Fredrickson se dieron de baja juntos contra el Dictamen Médico, dos días después se marcharon otros tres Agudos, y seis más fueron trasladados a otra galería. Se realizaron muchas averiguaciones en torno a la fiesta que había tenido lugar en la galería y el suicidio de Billy; el doctor recibió un mensaje que decía que su dimisión sería aceptada, y él les comunicó que tendrían que seguir la vía lenta y abrirle un expediente si querían que se fuera.

La Gran Enfermera estuvo una semana en Medicina General y por unos días tuvimos a la enfermera japonesa de Perturbados a cargo de la galería; los chicos tuvieron así una oportunidad de modificar buena parte de las normas de la galería. Cuando por fin regresó la Gran Enfermera, Harding había conseguido incluso que volvieran a abrir la sala de baños y estaba al frente de una mesa de «veintiuno», y se esforzaba en conseguir que su delgado hilo de voz sonase como el berrido de subastador de McMurphy. Estaba repartiendo las cartas cuando oyó el sonido de la llave en la cerradura.

Salimos todos de la sala de baños y acudimos a recibirla al pasillo y a preguntarle por McMurphy. Ella retrocedió de un salto cuando nos vio aparecer, y por un instante creí que saldría corriendo. Tenía el rostro arañado y amoratado y muy hinchado de un lado, con un ojo completamente cerrado, y llevaba un grueso vendaje en torno a la garganta. Y un uniforme blanco nuevo. Algunos de los muchachos hicieron una mueca al verlo; aunque era más pequeño, más apretado y estaba más almidonado que los viejos uniformes, ya no conseguía ocultar el hecho de que era una mujer. Harding se acercó un paso más, con una sonrisa, y le preguntó qué había sido de Mac. Ella sacó un bloc y un lápiz del bolsillo del uniforme y escribió, «Volverá», y nos lo tendió. El papel le temblaba en la mano.

– ¿Está segura? -quiso saber Harding después de leerlo. Habíamos oído todo género de rumores, que había derribado a dos enfermeros en la galería de Perturbados, se había apoderado de las llaves y había escapado, que le habían devuelto al correccional… incluso, que la enfermera, que estaba a cargo de todo hasta que encontrasen otro doctor, le estaba sometiendo a un tratamiento especial.

– ¿Está completamente segura? -repitió Harding.

La enfermera volvió a sacar el bloc. Tenía las articulaciones entumecidas y su mano, más blanca que nunca, se deslizó a saltos sobre el papel como uno de esos gitanos de feria. «Sí, señor Harding», escribió. «No lo diría de no estar segura. Volverá.»

Harding leyó la nota, luego la rasgó y le arrojó los trozos de papel. Ella se estremeció y levantó la mano para protegerse la mitad lacerada de la cara.

– Señora, en mi opinión, es usted una farsante -le dijo Harding.

Ella se lo quedó mirando y su mano se agitó un momento sobre el bloc, pero por fin dio media vuelta y se encaminó a la Casilla de las Enfermeras, guardándose el bloc y el lápiz en el bolsillo del uniforme.