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Atravesé los terrenos corriendo en la misma dirección que recordaba había seguido el perro, hacia la carretera. Recuerdo que corría a grandes zancadas, y me parecía faltar un buen tramo antes de que el otro pie tocara el suelo. Me parecía volar. Era libre. Nadie se molesta en perseguir a los fugitivos, lo sabía, y Scanlon se las arreglaría para responder a cualquier pregunta referente al hombre muerto… no tenía por qué correr así. Pero no me detuve. Corrí muchas millas antes de interrumpir la marcha para subir a la carretera.

Me recogió un tipo, un mexicano, que se dirigía al norte con un camión lleno de ovejas y le conté una historia tan perfecta -que era un luchador indio profesional y la agrupación había intentado encerrarme en un manicomio- que frenó en el acto, me dio una chaqueta de cuero para cubrirme el uniforme verde y me prestó diez dólares para que pudiera comer durante el trayecto en auto stop hacia el Canadá. Le pedí que me escribiera sus señas y prometí enviarle el dinero en cuanto pudiera.

Es posible que acabe dirigiéndome al Canadá, pero creo que primero haré una parada junto al Columbia. Echaré un vistazo por Portland, Hood River y Los Rápidos para ver si encuentro a alguno de los chicos del pueblo a quien no haya idiotizado la bebida. Me gustaría saber qué ha sido de su vida desde que el gobierno intentó comprarles su derecho a ser indios. Incluso he oído decir que algunos de la tribu han empezado a reconstruir el viejo andamiaje por encima de la gran presa hidroeléctrica que ha costado millones de dólares, y que pescan salmón en el aliviadero. Daría algo por poder verlo. Sobre todo, me gustaría contemplar de nuevo el paisaje en torno al desfiladero, para aclarar un poco mis ideas.

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